26
Tinta Granate
Martes a la mañana
El destello del cálido amanecer se disipó tan rápidamente como había surgido. Las nubes color morado estaban a baja altura. La lluvia caía en forma de agujas a través del lecho de nubes, perforando la superficie del agua e inyectando su furia hacia el interior del océano.
El ceñido vestido de Sylvia estuvo a punto de romperse mientras corría de regreso a su camarote. Abrió la puerta de golpe y vio a Markus tendido en el piso. Un hilo de baba le caía de los labios y tenía la mirada perdida. Sylvia dejó escapar un grito gutural y cayó al piso.
Sujetándose de la alfombra, se arrastró lentamente hacia Markus y descansó su cabeza sobre el pecho inmóvil del hombre, mientras continuaba gimiendo. El calor del cuerpo masculino ya se estaba desvaneciendo, aunque aún podía sentirlo. Sus lágrimas cayeron sobre él, mojando su camisa. Sylvia tocó la húmeda piel de Markus y pudo sentir las gotas de sudor que todavía se acumulaban en su frente.
—¿Quién hizo esto? — gritó Sylvia. —¿Está —está...?
—Lo siento, señora Wrinkler — susurró el hombre que había ido a buscarla. —Le tomé el pulso. El doctor Orwell ya está en camino.
——¿Qué significa eso? — preguntó ella, inclinándose para ver si podía sentir su respiración.
—No lo sé...yo no pude sentir nada — admitió el hombre.
—¿Quién hizo esto? — chilló Sylvia, aferrándose con nostalgia la camisa de Markus. —¿Quién podría —mi esposo—espo...?
—¿Qué sucede aquí? — preguntó el doctor Orwell desde la puerta. Se abalanzó sobre Markus. —Por favor, señora Wrinkler. Déjeme revisarlo.
Sylvia se apartó de su marido y se cubrió el rostro lloroso con sus temblorosas manos. —Por favor, doctor. Sálvelo.
Después de un minuto, el doctor Orwell se alejó de Markus y suspiró. —Lo siento mucho, señora Wrinkler. Su marido ha muerto.
Sylvia gritó y comenzó a llorar desconsoladamente.
—No puedo especificarle qué pudo haber pasado. No hay indicios de pelea. Tampoco heridas visibles. ¿Tenía problemas cardíacos?
—Él...se cayó ayer — murmuró Sylvia a través de sus lágrimas.
El doctor Orwell asintió con la cabeza, recordando su visita al camarote el día anterior.
—¿Sintió algún dolor después de que yo lo revisé?
Sylvia negó débilmente con la cabeza. —No que yo recuerde...
El silencio que había caído entre los tres fue roto súbitamente por los sollozos de Sylvia. El doctor Orwell se acercó nuevamente a Markus y le cerró los ojos. —No ha sido un viaje muy afortunado... — dijo suspirando.
—¿Por qué a mí...? — balbuceó Sylvia. — ¿Por qué a mí...? ¿Por qué?
Se escucharon múltiples golpes a la puerta.
—Discúlpeme, no es el mejor...— dijo Brian, abriendo la puerta y excusándose ante quien estuviera detrás de ella.
Jacobus irrumpió en el camarote y se quedó allí, mirando fijamente y con horror, el cuerpo de Markus que yacía en el piso. Sus ojos, como dardos, iban y venían entre el hombre sin vida y su llorosa esposa.
—¿Qué—qué es todo esto? — preguntó con voz demandante. —¿Quién le hizo esto? La furia tensaba todo su cuerpo.
Sylvia continuaba sollozando ruidosamente. Todo se veía desdibujado por las lágrimas que no cesaban de brotar de sus ojos.
—Yo—no—no sé — balbuceó Sylvia.
—Lo encon—encontré muerto. ¿Y a ti que te importa? — continuó, recordando la discusión sobre dinero y trabajo que se había suscitado entre Markus y Jacobus.
Jacobus se arrodilló, ignorando su pregunta, y extendió la mano para tocar al hombre muerto. Los ojos de Sylvia se dirigieron rápidamente hacia la caja de chocolates abierta sobre el escritorio. Advirtió que la mitad de la caja estaba vacía.
—¡Fuera de aquí! — gritó Sylvia y se arrojó sobre Jacobus, para apartarlo de su marido. Conmocionado, el doctor Orwell, intentó calmarla. —Sabía que no podía confiar en ti. ¿Por qué le hiciste esto?
—¿Estás loca? — gritó Jacobus. ¡Yo—no—no hice nada!
—Markus iba a verte antes de que tuviéramos que dejar el barco. ¿Qué hiciste? ¡Los cho—cho—chocolates! — gritó Sylvia, luchando contra sus emociones. La adrenalina le corría por todo el cuerpo. —¡Asesino!
—Señora Wrinkler, Sylvia, por favor. Usted es una dama. Esto no es necesa— El doctor Orwell intentó interceder entre ellos.
—¡Examine los chocolates! — exigió Sylvia. Todos la miraban con la boca abierta. Se dirigió hacia los chocolates ella misma y tomó la caja. Abriendo uno de ellos, encontró rastros de un polvo blanco.
—Eso... — El doctor Orwell quedó helado.
—¿Qué? ¡Eso no significa nada! — gruñó Jacobus.
Sylvia se abalanzó sobre él y comenzó a arañarlo. —¡Tú le robaste! Markus te había despedido. ¡Querías vengarte de él!
Mientras Jacobus intentaba quitársela de encima, Sylvia alcanzó a desgarrarle la chaqueta. El bolsillo se rompió y una docena de píldoras blancas se desparramó por el piso. Todos quedaron paralizados.
Sylvia jadeó. Llena de ira, y con los ojos inyectados en sangre, su mirada se dirigió hacia Jacobus: —¡Asesino!
*
—Mary, lleva estos restos de comida para el loco — ordenó Gary.
Benjamin advirtió que Mary tomaba el plato en forma vacilante. Su expresión se suavizó y parpadeó repetidas veces.
—Yo puedo hacerlo, jefe — se ofreció Benjamin.
—Como quieras, apúrate. Tenemos mucho que hacer — ladró Gary.
Mary pronunció un “gracias”, que Benjamin devolvió con una sonrisa. Si bien quería evitarle a Mary una situación incómoda, tuvo que reconocer que quería entregar esa comida. Había habido tanto cotilleo sobre el asesino, el señor Richards, que Benjamin quería verlo con sus propios ojos.
Cuando Benjamin llegó a las instalaciones médicas, encontró que el doctor Orwell no estaba. Esto le pareció extraño, pero lo mismo se aventuró en su interior. Una enfermera le indicó en qué puerta dejar la comida.
Se detuvo enfrente de la puerta con barrotes. En su interior, una pila de carne yacía sobre un costado de la cama. Lentamente, Benjamin bajó el plato y lo deslizó por debajo de los barrotes. Se escuchó el chirrido del plato al pasar rozando el piso.
El montón arrugado que yacía en el rincón de la habitación comenzó a moverse. Emergió la cabeza de un hombre. Tenía los ojos inyectados en sangre. Luego, el señor Richards se recostó sobre la cama. Benjamin se estremeció; la visión de una persona con chaleco de fuerza era aterradora.
Aprovechando la ausencia de la enfermera, Benjamin presionó su rostro contra los barrotes de metal como un niño, intrigado por el estado del hombre. Había escuchado tantos rumores desde ayer... ¿Estaba poseído por el demonio? ¿Podía ver a su esposa muerta? ¿Había asesinado a su esposa?
—¿Es verdad? — susurró Benjamin. —¿Puede ver a una mujer? ¿A su esposa?
—Ella es real — dijo el hombre con voz ronca.
—¿Cómo? — preguntó Benjamin, desconcertado.
El hombre volvió su cabeza hacia él. Sus ojos verdes perforaron el alma de Benjamin. —¿Qué es algo real para ti?
No esperando ser interrogado, Benjamin se quedó helado.
—¿Y bien?
—Algo que puedo ver...creo. Pero también tocar. Y oler.
—Yo puedo verla, escucharla, tocarla, olerla e incluso saborearla. — La voz del señor Richards había perdido la tonalidad grave. Parecía aterciopelada cuando hablaba de su esposa. Esto conmocionó a Benjamin. Lo hacía ver como un hombre más que como un criminal.
Despegando el rostro de los barrotes, Benjamin dio un paso hacia atrás. Era imposible entender el poder de la mente. Durante toda su vida, Benjamin había escuchado que la gente imaginaba cosas que parecían más reales que la propia realidad. A menudo, las drogas habían tenido que ver en ello. ¿Cuál habría sido la droga del señor Richards?
Tan pronto como el hombre se levantó de la cama, los puños de Benjamin se tensaron sobre los barrotes. Alejándose, no dejó que sus ojos se desviaran del asesino. Imperturbable, el señor Richards dirigió su mirada hacia la pequeña ventana que había al lado de su cama. La entrada de luz estaba amortiguada. La lluvia golpeaba contra el vidrio.
—¿Es eso real? —susurró el señor Richards, mirando la ventana, abrazado a su cuerpo dentro del blanco chaleco. Una extraña y confusa sonrisa apareció en su rostro.
Un atemorizado pero curioso Benjamin dejó que su mirada se posara sobre el vidrio. Todo lo que podía ver era la lluvia y el brumoso horizonte sobre el océano. La ventana daba más hacia el mar que a la ciudad. ¿Era eso a lo que se refería el señor Richards?
Petrificado ante la posibilidad de ver la cara de un fantasma, o quizás a la mujer del señor Richards, Benjamin salió disparando de las instalaciones médicas y caminó por el corredor. Al tiempo que intentaba sacarse de la mente la breve charla que habían mantenido, no podía dejar de repetir las palabras del loco...Puedo verla, escucharla, tocarla, sabo—
De pronto vio que una joven mujer aparecía por el corredor, corriendo en su dirección. Antes de que Benjamin pudiera reaccionar, lo empujó y siguió su camino. Benjamin se detuvo para masajearse el hombro. Qué demonios... Miró detrás de él.
La vio desaparecer raudamente por las escaleras. ¿Adónde se dirigía esta mujer? Había visto el terror en sus ojos. Antes de dar la vuelta para regresar a la cocina, escuchó el sonido atronador de otros pasos a su espalda. Se trataba del señor Jones.
—¿Has visto a una mujer? — jadeó el señor Jones. Su normalmente acicalado cabello estaba hecho un lío, y tenía la cara colorada.
Benjamin se quedó quieto. Recordó el último encuentro que había tenido con este detective. El señor Jones lo había arrinconado contra la pared de su propio dormitorio.
—¡Responde!
Los ojos de Benjamin se posaron sobre la mano del señor Jones. El detective tenía una pistola y le apuntaba a la cabeza. Benjamin se quedó petrificado.
—¡Responde, sorete! — exigió nuevamente.
—Por allá — dijo Benjamin con voz ronca, señalando hacia una puerta.