5

Crema de Fresas

Sábado a la mañana

La puerta se abrió. Patricia estaba tendida en el suelo, llorando.

—Levántate — le ladró Smith (ella había aprendido su nombre), el custodio calvo. Algo cayó sobre el piso con un sonido fuerte. Patricia abrió los ojos; había un gran vacío en su mirada. Era su valija. Estos animales habían ido a su camarote y tomado su equipaje.

—El señor Phillips nos pidió que trajéramos tus cosas.

—¿No mencionó también mi libertad? — les espetó ella. Disgustados por su respuesta, atinaron a llevarse su valija. Patricia luchó por recuperarla y se aferró a ella. Era suya. Al abrirla, sus ojos se iluminaron ante la vista de la ropa y de los elementos de tocador que había en su interior. Una cálida sensación le recorrió el cuerpo cuando tocó sus posesiones familiares. Ellos se echaron a reír.

—¡Qué carácter! El señor Phillips también nos pidió que te acompañáramos para que tomes un baño.

—¿Qué? — dijo ella, disgustada. — Yo soy una dama.

Tenía el rostro sucio, manchado con el maquillaje de la noche anterior, los dedos pegajosos de sangre, y el vestido de noche también manchado con sangre. La idea de tomar un baño sonó como música para los oídos, pero ella se sentía mortificada.

—Las instalaciones médicas tienen una habitación. Te acompañaremos de ida y de regreso — dijo uno de los custodios, ante la mujer que los miraba con un dejo de preocupación.

—No nos quedaremos en la habitación. Te esperaremos afuera pero si escuchamos cualquier cosa rara, tenemos instrucciones de entrar.

Aparentemente, la oferta no contenía señales de malicia. ¿Podía confiar en ellos? ¿Acompañar a alguien a tomar una ducha era la nueva jerga para hablar de ejecución? Ante esa idea, se dio cuenta del error en su pensamiento. Ellos no iban a matarla. Ella era el chivo expiatorio en caso de que no encontraran al verdadero asesino. La necesitaban para salir de esta situación. No estaba segura si se sentía agradecida, o asustada, ante este descubrimiento. Al menos, ahora sabía que tenía un poco de tiempo para pensar en un plan. 

La acompañaron hasta una pequeña habitación equipada con una boquilla de ducha, lavabo e inodoro. En el suelo había un desagüe donde ya se habían amontonado pegotes de cabello. Patricia se imaginó que los custodios la cortaban en tajadas y la arrojaban en la habitación, y que su sangre se escapaba rápidamente a través de la cañería. La visión no se hizo realidad. Cerraron la puerta detrás de ella y la dejaron sola. 

Las polvorientas baldosas estaban frías bajo sus pies. Inspeccionó la habitación con detenimiento. No tenía ventanas. Las únicas salidas eran la puerta por donde había entrado, el desagüe y el inodoro. Las posibilidades de escapar eran pocas, por no decir nulas, pero Patricia no se desalentó. Necesitaba tiempo para elaborar un plan; afortunadamente para ella, tenía muchos.

—Tienes diez minutos — ladró uno de los custodios.

Patricia se metió bajo el frío chorro de agua de la ducha. Se sintió a gusto. Toda la suciedad que había acumulado la noche anterior, la sangre y las lágrimas, se estaban esfumando como si nunca hubieran existido. Ya había dejado de llorar por la mujer muerta hacía muchas horas atrás, y no lloraría por ella misma ahora. Tenía que pensar, elaborar un plan. Ella no era el chivo expiatorio de nadie. Sus ojos se posaron involuntariamente sobre el desagüe. Iba a encontrar un modo de escape antes de convertirse en el plan de escape de los demás.

*

Michael se estiró los puños. Su traje era nuevo, reluciente y se había peinado el cabello cientos de veces. Hacía golpetear nerviosamente su zapato de cuero contra el suelo, preparándose mentalmente para su encuentro con el señor Phillips.

El estado de pánico y preocupación de Betty de la noche anterior, hizo que el suyo se intensificara. ¿Qué podría querer el señor Phillips de él? Seguramente no tendría que ver con una posible sociedad. Había pasado días en este crucero intentando seducirlo, había estado planificando durante meses anteriores al crucero y soñando durante años con ser invitado a sus oficinas privadas para hablar sobre la sucesión. Nunca se había imaginado que iba a ser invitado por otro asunto. ¿Tendría esto que ver con esa ramera muerta? Las manos comenzaron a transpirarle, y su corazón se aceleró.

Michael respiró profundamente y llamó a la puerta.

—Adelante, señor Jones.

La voz del señor Phillips sonó apagada. Michael dudó en el momento de tocar la perilla. La giró y abrió la puerta.

La oficina estaba envuelta en terciopelo rojo, con los almohadones escarlata sobre las sillas de roble y las cortinas que le recordaron a cataratas de sangre. Michael pudo detectar el penetrante aroma del humo de cigarro mientras tomaba asiento enfrente de un sonriente señor Phillips. La sonrisa no hizo mucho para calmar los nervios de Michael. 

—Tenemos que hablar de muchos asuntos.

—Es un honor estar aquí— dijo Michael con voz ronca. El señor Phillips le sirvió un vaso de agua. Los muebles de la habitación estaban elaboradamente embellecidos con un trazo dorado que delineaba el pulso de la habitación, como si fuera una red de venas. Michael comenzó a beber de su vaso de agua pero rápidamente lo dejó porque sus manos no dejaban de temblar. 

El señor Phillips lo miraba fijamente mientras con su acicalado dedo revolvía el vaso de whisky.

—¿Conocía a la señorita Helen Gardener?— le preguntó, rompiendo el silencio.

Esto era lo que Michael había temido. Ese nombre debía pertenecer a la mujer muerta. Las gotas de sudor se acumularon sobre su frente. El fuerte aroma de la colonia del señor Phillips le hacía cosquillas en la garganta. Michael trató de reprimir la tos, pero con los incompatibles aromas del humo y la colonia, no podía respirar.

—Hace calor en esta habitación ¿no le parece? ¿Desea que abra la ventana? — preguntó el señor Phillips, poniéndose de pie.

—Es...está bien, es solo que mis pulmones están en te...terribles condiciones. Ya se me pa...pasará.

Tapándose con su pañuelo para sofocar el ataque de tos, Michael no se había dado cuenta de que el señor Phillips ya había abierto la ventana.

—Muchas gracias.

La voz de Michael todavía sonaba ronca. Sentía el calor de la vergüenza y el rubor en sus mejillas.

—Entonces, ¿conocía a la señorita Helen Gardener?

El señor Phillips había dejado de sonreír.

Michael negó con la cabeza. —No, no la conocía.

El señor Phillips frunció los labios, aparentemente poco convencido.

—¿Le es fiel a su esposa, señor Jones?

Michael bajó la mirada. ¿Cuánto sabría el señor Phillips sobre su matrimonio? ¿Estaba intentando chantajearlo?

—Puedo no ser el marido perfecto, pero no tuve nada que ver con la bailarina. Yo estaba allí junto a usted y a su esposa cuando la atacaron. Es imposible que usted piense que puedo estar involucrado.

La penetrante mirada del señor Phillips se mantenía firme sobre Michael.

—El asesinato es un acto complicado. A menudo involucra a varios jugadores. Yo sé que usted estuvo...de alguna manera involucrado con una de las bailarinas la misma noche en que sucedió el asesinato.

Michael pudo sentir que la sangre se le escurría de la cara. Esto era. Esto era el fin de su vida y de su carrera. ¿Por qué se había acostado con esa zorra? Los dedos se le cerraron en forma de puño. El labio inferior le temblaba. Estaba listo para suplicar, para convertir en cenizas lo último que le quedaba de dignidad. Estaba dispuesto a humillarse si tenía que hacerlo. 

—A pesar de su cuestionable affaire, tengo razones para creer que no es usted un asesino sino un insignificante e infiel marido. ¿Le suena acertado, señor Jones?

—Sí — dijo Michael y bajó la vista, avergonzado. El señor Phillips lo miró con desagrado.

—Ahora, Michael— ¿puedo llamarlo así?

—Sí.

—Sé que ha estado poniendo el ojo sobre mis negocios durante mucho tiempo. Me he percatado sobre usted y su familia. Pero tengo un asunto entre manos, que me está dando un gran dolor de cabeza.

El señor Phillips se masajeó las sienes antes de tomar otro sorbo de whisky.

—Sé que está desesperado por asociarse conmigo. También sé que estaba a mi lado cuando ocurrió el asesinato, y que valora el futuro de sus hijos — dijo el señor Phillips lentamente mientras sus ojos parpadeaban intentando atrapar la mirada de Michael.

—Por lo tanto, lo he elegido para hacerle esta propuesta especial. 

Michael levantó la vista para mirar al señor Phillips. No estaba seguro hacia dónde estaba dirigida la amenaza sobre sus hijos, pero ya sabía que estaba atrapado en un trato mortal. No podía negarse; no podía echarse atrás.

—Lo que sea.

Los ojos del hombre se entrecerraron y su rostro se endureció.

— Michael, lo necesito para encontrar a esa rata apestosa que piensa que tiene las pelotas suficientes como para joderme en mi propio barco.

*

Sábado al mediodía

Curiosa por observar el movimiento sensual de las olas, Sylvia se había acercado a la baranda, pero ahora no podía alejarse. El océano la había seducido y atrapado. Ocasionalmente, se quitaba el cabello de la pálida cara y lo acomodaba detrás de sus orejas puntiagudas.

Sylvia miraba fijamente el océano aferrada a la baranda del barco. Incluso bajo el sol, el frío de la baranda y el viento enfriaban sus manos y su rostro. Tembló, y de pronto deseó haberse puesto unas medias panty debajo del vestido de encaje. Su cabello rubio flameaba salvajemente en el viento y obscurecía su visión, pero no le importaba. Observaba el mar con la mirada vacía, perdida. 

Respirando profundamente, disfrutó sentir la combinación del frío de la baranda, el calor del sol, y el dolor del cabello golpeando sobre su rostro. ¿Cómo sería saltar al agua? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Markus me reemplazara? ¿Cuánto tiempo tardaría en olvidarme? ¿Acaso me importaría? Algunos pensamientos persistían más que otros en su cabeza, pero la mayoría de las veces, sentía que su mente estaba en blanco.

El vacío que a menudo sentía la atormentaba, y este tormento crecía día a día. Había aprendido a contener estos sentimientos de insatisfacción tiempo atrás. Había aprendido a sentir menos. Este adormecimiento ahora la mantenía paralizada en un costado del barco. Tuviste la oportunidad de elegir, y lo hiciste. Dinero, dinero, dinero. Ya lo tienes, entonces sé feliz. Maldición, sé feliz. 

—¿Señorita?

Sylvia vaciló y vio a un anciano caballero a su lado.

—Lo siento.

De golpe, salió de su ensueño y se alejó de la baranda.

—Oh, no quise interrumpirla. Su cárdigan estaba en el suelo, y no quería que se cayera por la borda.

El hombre tenía el ceño fruncido y su rostro denotaba preocupación. ¿Sospechaba algo más?

Ruborizándose, Sylvia recogió el cárdigan. ¿Cuándo se le había caído? Se le cerró la garganta, e intentó controlar el sentimiento de vergüenza.

—Es mejor que se lo ponga; está demasiado frío acá afuera — dijo el anciano, sonriendo. — Tenemos que cuidarnos ¿sabe?

Sylvia asintió vigorosamente mientras se lo deslizaba por el cuerpo.

—Muchas gracias. Me tengo que ir — dijo abruptamente, y se alejó.

Cuando entró, miró hacia el reloj del salón de entretenimientos. Recordó que tenía que verificar el programa del día con Markus. 

Sylvia encontró un espejo y se retocó el rostro y el cabello. Al aplicarse más maquillaje, sintió que borraba aquellos estúpidos pensamientos que había tenido en la cubierta del barco. Intentó olvidar cuán ridícula habría parecido para el anciano. Feliz o infeliz, esta era la vida que ella había elegido.

Una vez que se encontró en un estado aceptable, se dirigió apresuradamente a la oficina que Markus tenía en el barco. El corredor estaba ocupado por habitaciones con oficinas exclusivamente construidas para aquellos que las habían solicitado. Markus, si bien de vacaciones, tenía numerosos negocios que atender, especialmente cuando estaba trabajando en proyectos para revitalizar la actividad comercial con su nuevo contador. Las dificultades financieras habían sido una amenaza real durante muchos años.

Sylvia se alisó el vestido antes de entrar en la oficina de Markus. Lo vio encorvado sobre el escritorio, aunque el respaldo de la silla obstruía su visión.

Liebling— susurró.

Si hubiera sido por ella, se habría quedado en la cubierta disfrutando del sol estival, pero necesitaba saber si tenían alguna cita que la incluyera a ella. Markus tenía mal carácter cuando estaba estresado y, para tranquilizarlo, tenía por costumbre encontrarse con él temprano durante la mañana para verificar el programa del día.

El hombre sentado se dio vuelta y, para su sorpresa, no era Markus sino Jacobus. Una leve conmoción se dibujaba en su rostro. La sonrisa de Sylvia se desvaneció.

— Disculpa — murmuró en holandés. El rubor subió a sus mejillas.

—Por favor, mevrouw, Sylvia, soy yo el que tiene que disculparse.

Se puso de pie y dijo: — Tu marido me pidió que revisara unos documentos de trabajo.

Sylvia no estaba segura sobre cómo debía reaccionar. Su primer instinto fue disculparse y marcharse, pero este hecho era peculiar; no recordaba que hubiera sucedido antes algo así. Markus era la única persona que trabajaba en esta oficina. ¿Le había dado permiso a Jacobus para que trabajara aquí? ¿O estaba husmeando en la oficina de su esposo?

—¿Dónde está Markus? — preguntó Sylvia.

—Salió a buscarte.

¿Era una mentira inventada rápidamente o le estaba diciendo la verdad? No parecía alterado. Sylvia lo miró fijamente antes de apartar sus ojos de su intensa mirada. Frunciendo sus labios, se acarició descuidadamente el cuello.

—Si puedes correrte... — dijo Sylvia, acercándose al escritorio. Él dio solamente un paso hacia atrás. Podía sentir su presencia. Estaba tan cerca que la hacía sentir incómoda. Ella miró hacia abajo. Los documentos desparramados sobre el escritorio parecían tener que ver con algo relacionado a ventas.

Markus era dueño de uno de los negocios de las joyas más finas de toda Europa. Sylvia adoraba entrar allí y elegir joyas nuevas; naturalmente, como esposa de Markus, ella era dueña de una extravagante, rara y extremadamente cara colección. Tocó las brillantes joyas talladas en forma de lágrima que pendían de su cuello. Todas las tres joyas eran del tamaño de grandes monedas. Una de ellas era un rubí, la otra un zafiro y la tercera, una esmeralda. Esta piedra más modesta, para sus estándares, era su favorita. Le recordaba a los campos de tulipanes de su infancia. Amaba a todas sus joyas como si fueran extensiones de su propio cuerpo. 

—Soy un hombre honesto — dijo Jacobus, interrumpiendo sus pensamientos. Sylvia giró para mirarlo a la cara.

—No lo dudo.

Jacobus no respondió, pero sus labios se crisparon. El silenció llenó la habitación. En forma inconsciente, ella jugó nerviosamente con las gemas multicolores en su cuello. Advirtió que los ojos del hombre se dirigían hacia allí, ¿estaba mirando su collar o sus senos? 

—¿Qué es lo que más extrañas de tu hogar? — quiso saber Jacobus, levantando la mirada para encontrarse nuevamente con sus ojos. Sylvia fue tomada por sorpresa y se encontró cautivada por sus penetrantes ojos azules.

—Mi hogar ahora es Alemania.

Jacobus torció los labios como para decir que no estaba convencido por su respuesta.

—Bien, Sylvia. Debo regresar a trabajar — dijo Jacobus. Luego colocó su mano en la cintura de ella y la apartó hacia un lado. Conmocionada por su contacto, ella se echó hacia atrás apresuradamente y casi trastabilló. Jacobus volvió a mirarla con el ceño fruncido.

—¿Estás bien?

—Debo encontrar a Markus — se excusó Sylvia, sintiendo que sus mejillas ardían de calor. Él continuaba mirándola como si estuviera cautivado por su conmoción.

—¿Sabías que...? — dijo Jacobus suavemente.

La puerta de la oficina se abrió.

—Sylvia, mi perla, ¡ven aquí!— vociferó Markus.

—Espero que hayas cuidado muy bien de mi esposa. ¿Revisaste las cifras de las ventas?

—Justamente le estaba contando a Sylvia que Nueva York era antiguamente conocida como Nueva Ámsterdam — dijo Jacobus girando para enfrentarse a Markus. 

—Ah, bien, a mí siempre me gustaron los holandeses — dijo Markus, riendo entre dientes.

Los brazos de Markus rodearon el cuerpo de Sylvia, y ella volvió a asumir rápidamente el rol de la esposa perfecta. Aun cuando tenía sus quejas sobre su marido, se sintió relajada envuelta en este abrazo familiar.

Markus parecía relajado y alegre, y Sylvia asumió que Jacobus le había dicho la verdad.

—Te veré en la cena — le dijo. — Ahora debo regresar y recostarme un rato. Me siento con náuseas.

—Hay un montón de aire fresco en la cubierta — dijo Jacobus. Sylvia se sentía enferma, mareada y terriblemente abrumada.

—¿Habrán limpiado después de lo que sucedió anoche?— preguntó Markus, preocupado.

—Creo que sí. ¿Te imaginas el hedor de la sangre si no lo hubieran hecho?— murmuró Jacobus.

—¿Sangre? — los ojos de Sylvia se agrandaron. Ella no había visto sangre alguna mientras estuvo en la cubierta.

—Una mujer fue apuñalada. Una noticia terrible, terrible.

—¿Saben quién lo hizo? — preguntó Markus

—Dijeron que ya tenían todo bajo control.

¿A quién te refieres? — preguntó Sylvia.

—Al señor Phillips y al personal de seguridad que tiene en este lugar. Eso es todo lo que sé.

Sylvia se dirigió hacia la puerta, sintiéndose más enferma que antes. Esa pobre mujer...

—Tenga cuidado, señora Wrinkler. Han ocurrido cosas extrañas en este barco — dijo Jacobus con un tono condescendiente que la enfureció.

—Sí, sí, ten cuidado — Markus repitió como un loro. Sylvia apretó los dientes y abandonó la habitación. No sabía qué intenciones tenía Jacobus o qué era lo que deseaba, pero sentía que no podía confiar en él.