9

Magenta Inmaculado

Sábado a la noche

Toda la atención de Michael estaba concentrada en respirar profundamente. El familiar aroma de la oficina del señor Phillips sofocaba sus sentidos. El gran reloj dorado colgaba sobre la puerta que estaba detrás de Michael. Su constante tic—tac lo atormentaba mientras esperaba la llegada del señor Phillips.

La libreta de anotaciones que Michael había estado utilizando para tomar nota de sus entrevistas solo contenía unas pocas páginas de garabatos. La última pista era la posibilidad de una pareja presente en la escena del crimen. Desde que ocurrió el incidente, todos habían negado su presencia en la cubierta. La única persona que había admitido estar presente era Harold, quien lamentablemente estuvo inconsciente la mayor parte del tiempo.

¿Qué haría el señor Phillips? Si Michael no le entregaba algo, no podía esperar que mantuviera su promesa sobre la sociedad. ¿Por qué simplemente no podía hacer un avance en el caso?

La puerta se abrió y una momentánea ráfaga de aire fresco entró en la habitación.

—Disculpas por la demora — dijo el señor Phillips, tomando asiento en su lugar.

—Espero que todo se encuentre bien, señor.

—La esperanza no nos sirve de nada en este momento. ¿Qué has encontrado?

Michael hizo una pausa.

—Naturalmente, todos niegan haber estado en la cubierta.

—¿Has interrogado a todos?

—No, pero al menos a unas cuarenta personas, señor.

—¿Solamente cuarenta? — dijo el señor Phillips, apretando la mandíbula.

—Descubrí que había una pareja en la cubierta en ese momento — dejó escapar Michael, petrificado ante la desilusión del señor Phillips.

—Bien, ¿Y quiénes eran, por todos los demonios?

En este momento, Michael supo que tenía andar con pies de plomo por el tono del señor Phillips y por las venas de su cuello que estaban tensas como cuerdas.

—Esperaba arrojar más luz sobre este asunto en el día de hoy.

El puño del señor Phillips golpeó contra la mesa de roble.

Michael vaciló y suplicó: —Discúlpeme por mis fracasos. Pondré más empeño, se lo prometo.

Se hizo un silencio incómodo.

—He estado tratando desesperadamente de ubicar a la mujer que encontró a Helen, pero su paradero es incierto — dijo Michael, intentando atenuar su responsabilidad.

El señor Phillips desestimó el comentario con un movimiento de su mano.

—Pronto arreglaré un encuentro entre ustedes dos. Yo también pienso que ella tiene información, y hemos estado intentando obtenerla.

Michael no estaba seguro qué hacer con las palabras del señor Phillips. Todo era muy bizarro.

— Este caso es importante. Quiero asegurarme de que se haga venganza.

—¿Venganza?

—Estoy dispuesto a encerrar a todos en sus camarotes hasta saber exactamente qué pasó aquella noche.

Michael frunció los labios. ¿Qué parte de información vital desconocía? El señor Phillips cruzó las manos, y su rostro se cubrió con un aire de extraña serenidad.

—Helen era mi amante.

*

Mientras Patricia hurgueteaba con su dedo el deslucido borde del empapelado, se preguntaba si alguna vez había sido verdaderamente feliz. Quería sobrevivir a este calvario y ser liberada, no había dudas de ello, pero en las horas solitarias de su confinamiento, había sido víctima de sus propios pensamientos. Cuando la vida de una persona está en juego y su futuro es incierto, el pasado es la única posesión que se puede valorar. Y ése era el problema. Patricia no tenía mucho para valorar, al menos, dentro de lo que podía considerar.

La única vida que conoció fue la vida del trabajo. Patricia nunca quiso crecer pareciéndose a su madre, una esposa abandonada cuya vida se había consumido por un trabajo tedioso en una fábrica textil en Londres. En cambio, ella tenía sueños de convertirse en alguien más importante. Pero apenas si era una ciudadana de tercera clase. Si no fuera por sus grandes habilidades para la persuasión, nunca hubiera sido capaz de conseguir los pocos, ingratos y a veces vergonzosos trabajos que había obtenido. Si se convertía en el chivo expiatorio de esta gente o moría en su intento de escape, ¿quién la extrañaría? Nadie, excepto su agonizante madre.

Darse cuenta de cuán insignificante habían sido sus treinta años, cuán insignificante era su vida, quebró sus defensas. La esperanza a la que había estado aferrándose desesperadamente se desvaneció.

La puerta crujió al abrirse. La mirada de Patricia se dirigió hacia allí. Deseaba que fuera Rodrigo, pero sabía que esto era imposible. El señor Phillips entró.

—Señorita Greenwood— dijo el señor Phillips, sonriendo como si acabara de encontrarse con una antigua amiga. Ella quiso escupirlo en la cara pero se contuvo.

—Por favor, señor Phillips. No hice nada malo.

—Permíteme no estar de acuerdo contigo, Patricia.

—¿Qué? ¿Qué hice?

—Me arrebataron algo muy querido — dijo el hombre, aferrando el mango de su bastón con más fuerza.

—Casi ni la conocía.

—Entonces, ¿la conocías?

Apenas. Estuvimos esperando juntas en la fila antes de embarcar. Compartimos un café una mañana. Eso fue todo. Difícilmente podría decir que éramos amigas.

—¿Cómo se ganaba la vida Helen?

Patricia movió la cabeza, agotada.

—No lo sé. La contrataron para entretener a las personas del crucero; era una de las bailarinas.

—Mmm... Eso era lo que normalmente hacía. Refresque mi memoria, señorita Greenwood. ¿A qué te dedicas?

La mirada de Patricia fue gélida. ¿Qué estaba insinuando? ¿Que ella también ofrecía servicios sexuales en la cubierta? ¿Por qué importaría eso ahora? Eso no cambiaba que una mujer, no “una simple prostituta”, sino un ser humano había sido asesinado. ¿Considerarían a Patricia como algo menos que un ser humano si simplemente podían llamarla “puta”?

—Trabajé como asistente administrativa en Londres.

—Ah, Londres, una gran ciudad — afirmó el señor Phillips. ¿Intentaba suavizar las cosas?

—¿Cuál fue la razón de este viaje?

—No quiero faltarle el respeto, señor Phillips, pero esto es ridículo. He estado encerrada en esta habitación desde ayer. No hay pruebas que me conecten con el asesinato de Helen, y usted me retiene aquí contra mi voluntad.

—¿Por qué tomaste este crucero? —exigió el señor Phillips, indiferente a las palabras de Patricia.

Con los labios sellados, Patricia desvió la mirada. No iba a dejarse intimidar por este anciano. Ella era inocente.

—¿Estabas acompañada por algún amante? ¿Él estaba contigo en la cubierta?

Patricia continuaba sentada, silenciosa como una piedra.

—¿Adónde lo escondió Helen?

Silencio.

—No pienso involucrarme en tus juegos adolescentes, Patricia. Esto es grave. Tu vida está en juego.

Si él no estaba dispuesto a contestar sus preguntas, ¿por qué ella tendría que responder a las él?

La frustración se dejó entrever en el profundo suspiro del señor Phillips, cuando dijo: —Muy bien. Como quieras.

Se puso de pie, afirmándose en el bastón.

—Creo que sabes algo. Regresaré mañana con más preguntas. Smith y Robinson ya están aquí.

Los dos custodios entraron a la habitación con una sonrisa de satisfacción que alteró aún más sus nervios.

—Buenos días, señorita Greenwood — el dulce tono del señor Phillips le hizo erizar los vellos del brazo.

—Yo — yo tengo derechos — dijo Patricia con voz temblorosa.

Con una sonrisa petulante, el señor Phillips dijo: —Si mis investigaciones son correctas, tu madre es una pobre viuda que apenas si puede mantenerse. Me sorprende que haya podido criar una hija. Solo debes haber rasguñado el dinero suficiente para obtener un pasaje de tercera clase en este barco. Estamos en aguas internacionales donde la ley es gris, y no tienes a quién pedir ayuda. 

Patricia tragó saliva.

—Mis hombres están aquí para ablandarte. Para recordarte cuán severo soy. La próxima vez quiero respuestas. Vendré por ellas — dijo el señor Phillips, con un aire de arrogancia.

El señor Phillips se marchó, dejándola sola con sus custodios.

La débil luz de la lamparita que colgaba del techo se vio bloqueada por los hombres cuando se pararon frente a ella. Sus sombras se acercaron amenazantes.

—¿Así que no quieres cooperar? — gruñó Smith.

Algo se rompió en el interior de Patricia.

—Yo... yo no tengo un amante — dijo Patricia, negando con la cabeza.

Se hizo un silencio. Smith miró a Robinson que sonreía burlonamente. Patricia tuvo un mal presentimiento en el estómago.

—El señor Phillips nos dio piedra libre para obtener esta información.

—¿Una información que no existe?

Robinson dio un paso hacia adelante, y Patricia se echó hacia atrás. El custodio avanzó otro paso más, hasta dejarla arrinconada contra un rincón de la habitación.

—¿Qué demonios está pasando?

La voz de Patricia era ronca. Desesperada, miró a ambos hombres. Algo había cambiado. Smith no podía borrar la sonrisa de su repulsiva cara. Los ojos de Robinson brillaban con malicia.

Patricia corrió hacia la puerta y la abrió. Intentó escurrirse por el corredor pero los regordetes dedos de Robinson la sujetaron del cabello. Bruscamente, la arrastró dentro de la habitación. Smith cerró la puerta de un golpe.

—¡Socorro! — chilló Patricia.

El revés de Smith sonó como un trueno sobre su rostro. Sus dientes mordieron la parte interna de las mejillas y sintió el sabor metálico de la sangre en su boca. Luchó contra el puño de acero de Robinson que asía su cabello mientras que con la otra mano la sujetaba del brazo.

—Dinos quién era tu amante, puta — escupió Smith. Su saliva corrió por el rostro de Patricia.

¿Hacían esto para tener razones para lastimarla? Patricia temblaba de miedo. No tenía miedo a morir. Lo que la aterrorizaba era pensar en la tortura que tendría que soportar antes de que llegara la dulce liberación de la muerte.

—¿Necesitas que te recordemos qué es lo que hacen los amantes? — le susurró Robinson al oído. Le corrió el cabello hacia un costado, dejándole el cuello expuesto. Su lengua caliente y perezosa se deslizó sobre él, provocando una serie de estremecimientos en su cuerpo y dejándola temblando. En forma burlona, Smith comenzó a bajarse el cierre de los pantalones.

—Déjenme, por favor — les rogó. La abrumadora sensación de muerte le perforó los pulmones, dejándola sin aliento. Tenía los ojos anegados de lágrimas. Se retorció con furia, pero Robinson le clavó las uñas en los brazos.

La hicieron arrodillarse.

Ella deseaba poder darles un nombre. Deseaba desesperadamente darles la información que buscaban, pero no podía. No tenía ningún amante; había estado sola durante dos años y no había encontrado una compañía romántica en el crucero. Ella no sabía de qué estaban hablando. Era como pedirle a un pescado que volara.

Si bien no podía mover los brazos, todavía tenía los dedos libres, y Patricia intentó agarrar algo, a ciegas. Sintió los pliegues de tela de los pantalones de Robinson alrededor de su tobillo. La sensación de frío del metal contra sus dedos remontó sus esperanzas. El cuchillo de bolsillo que Robinson había guardado en su pantorrilla estuvo en sus manos antes de que el hombre se diera cuenta de lo que pasaba.

Con un estallido de adrenalina, Patricia cortó el tobillo de Robinson. El hombre gimió mientras ella luchaba para liberarse de su captor que momentáneamente había aflojado su dominio. Por un momento, Smith se quedó paralizado. —¿Qué demo—

No pudo correr directamente hacia la puerta porque ambos hombres estaban obstruyendo la salida. En vez de eso, corrió hasta el lado opuesto de la pequeña habitación. Los enfrentó con una mirada salvaje. Sujetaba el cuchillo con tanta fuerza que comenzaba a sentir que le cortaba el pulgar.

—¡Aléjense!

Ella sabía que no podía superarlos en fuerza, pero quizás con este cuchillo tenía una ventaja. No era un cuchillo particularmente intimidante, pero podía infligir el daño suficiente para un escape. Por suerte, hasta ahora, no habían desenfundado sus armas. Ellos la habían subestimado. Pero no dejaba de ser cierto que también se había subestimado a sí misma.

A pesar de sus labios temblorosos, el cuchillo no temblaba en su mano. Si bien los hombres se habían sorprendido momentáneamente, ahora se largaron a reír a carcajadas.

Robinson caminó hacia ella. —No seas estúpida, Patricia.

—¡No se muevan!

Robinson dio otro paso hacia adelante. Instintivamente, ella intentó golpearlo. Las manos del hombre eran grandes como platos y se agitaron en el aire para contener el golpe. Patricia se balanceó de forma dispersa.

Robinson le sujetó la mano izquierda, y ella le clavó el puñal en el pecho. El hombre gritó de dolor y la soltó como si hubiera tocado un hierro caliente. Smith hizo un rápido movimiento hacia ella. Patricia arremetió nuevamente contra Robinson, y le cortó el hombro con el cuchillo. Lo apartó a empujones y, tambaleándose, corrió hacia la puerta. Robinson se llevó la mano al pecho.

—¡Atrápala, idiota! — le gritó a Smith.

La espalda de Patricia golpeó contra la puerta. Luchó frenéticamente con la perilla hasta que ésta giró fácilmente. Los hombres no habían cerrado la puerta cuando entraron. Antes de que pudiera pensar nada más, unos dedos mugrientos la sujetaron de la espalda y la empujaron nuevamente adentro de la oscura habitación. Patricia intentó girar con el cuchillo en alto, pero Smith ya le había inmovilizado ambos brazos detrás de la espalda.

Patricia comenzó a gritar e intentó apuñalar a Smith en la entrepierna, pero él la tenía bien sujeta. Robinson la golpeó sin vacilar, interrumpiendo sus alaridos. Sentía la cara como si la hubiera atropellado un camión. Tenía el labio partido.

—¡Perra estúpida! — vociferó Robinson en su cara al tiempo que se aplicaba presión sobre el hombro herido. Tenía las manos manchadas de sangre. De pronto, cayó al suelo, fuera de combate.

Una figura apareció detrás de él, con una máscara de tela que ocultaba su identidad. Tenía un extinguidor de fuegos en las manos. Esto era demasiado surrealista. Con maldad, Patricia se retorció y se las arregló para golpearle la pierna a Smith. Él la liberó. Ella corrió hacia la puerta medio abierta.

Patricia irrumpió en el corredor y miró frenéticamente hacia atrás y hacia adelante. ¿Adónde iría? Seguramente alguien notaría a una extraña mujer con el cabello desgreñado, los ojos desorbitados, las manos cubiertas de sangre, por no mencionar el cuchillo que todavía empuñaba como si su vida dependiera de ese objeto. 

—Rápido.

Patricia reconoció la voz. El enmascarado era Rodrigo. Una sensación de alivio le corrió por el cuerpo antes de que ambos se echaran a correr.

La adrenalina hervía en sus venas. Le costaba respirar y sentía una puntada en un costado, pero continuó corriendo. Durante las últimas veinticuatro horas había estado encerrada en una habitación con escaso espacio y falta de ejercicio. Sus músculos estaban doloridos, y tenía la cara golpeada, pero así y todo se sentía fuerte.

Doblaron y dieron vueltas por los corredores. Hasta donde podía suponer, Rodrigo la estaba llevando donde el señor Phillips, pero siguió su instinto. Continuamente miraba hacia atrás para ver si Robinson y Smith estaban detrás de ellos, pero no se los veía, al menos por ahora. ¿Qué había hecho Rodrigo con Smith? Deseaba que hubiera muerto y, sin embargo, una parte de ella deseaba que todavía estuviera vivo.

El aire le dio de lleno en la cara, y la sangre en sus manos se estaba secando. Era mucho más que un cuchillo lo que estaba aferrando... se estaba aferrando a una esperanza. Había una posibilidad de poder escapar.

*

—Lamento mucho tener que interrumpirlos a usted y a su esposa pero es necesario que hablemos.

Con los ojos adormilados, pero leal a su jefe, Michael cerró la puerta de su habitación detrás de él y salió al corredor. Los globos de luz titilaron cuando Michael se apoyó contra la pared. Un par de bolsas descoloridas colgaban debajo de sus ojos.

—Lo siento, señor, no me había dado cuenta de que usted me estaba buscando.

—Ha habido un pequeño cambio de planes...

Algo en la forma en que las arrugas del señor Phillips se plegaban, lo desconcertaba

—¿Cambio de planes?

—Sí... parece que la mujer que encontró a Helen se ha escapado. Se llama Patricia. Estuve tratando de interrogarla, de obtener algunas respuestas para que Helen finalmente pueda descansar en paz, pero...se ha escapado. Creo que ella es la culpable.

—¿Culpable de asesinato? — dijo Michael, abriendo los ojos desmesuradamente.

—Todavía no está claro, pero una cosa sí es cierta.

Michael se inclinó un poco más cerca.

—Esa mujer — respondió el señor Phillips — debe ser capturada.

—Señor... — Michael hizo una pausa. ¿Estaba arriesgando su vida y su reputación? Él tenía que pensar en su familia.

—He estado invirtiendo mucho tiempo en esta investigación y...

—Te nombraré socio del banco. Tendrás suficiente dinero para bañarte en billetes de dólares nuevos todas las noches por varios meses. Tienes mi palabra — dijo el señor Phillips extendiéndole una mano arrugada.

—Cuente conmigo — respondió Michael sin dudarlo. Ambos hombres se estrecharon la mano. A Michael le habían ofrecido un trato que aceptaba de buen grado. Una recompensa por la cual habría estado dispuesto a matar.