23

Granate Agridulce

Lunes a la tarde

Una terrible nube de confusión obscurecía los pensamientos de Harold. Movió la cabeza pero parecía que su cráneo estaba lleno de piedras. Intentó tomársela con las manos pero se dio cuenta de que no podía. Tenía puesto un chaleco de fuerza. Mirando a su alrededor, se dio cuenta de que estaba encerrado en una habitación para suministros médicos. Se encontraba atado a una cama. ¿Por qué lo tenían allí como si fuera un animal?

El hedor de la sangre lo hizo sentir náuseas. ¿Quién había muerto aquí adentro? Luego se dio cuenta de que era su propio hedor. Era él quien tenía la sangre seca pegada en el cabello, que ahora parecía de paja. Eran sus pantalones los que estaban manchados de sangre. ¿De dónde había salido esta sangre...

Harold hundió el cuchillo en su carne. Las voces se detendrían; él las haría acallar.

Se le erizó la piel al recordarlo. Le dolía la herida que tenía detrás de la oreja.

Asegurando sus muñecas a ambos lados de la cara, Harold la miró fijamente. Esta mujer no iba a lastimarlos, ni a él ni a Nadine. Los ojos de la mujer brillaron, y Harold se sintió de pronto subyugado por un aroma a lavanda y miel. Ella estaba aquí. Nadine estaba aquí.

—¿Recuerdas que se suponía que tenías que protegerme? ¿Y protegernos? Su voz era nítida pero suave y amorosa. Aun cuando los labios de Nadine no se movían, él sabía que esas palabras venían de ella.

—Ahora estoy aquí... — murmuró Harold suavemente. —Por favor...deja de hablar. Cállate. Cállate.

Harold se inclinó para acercarse más a su hermoso rostro.

Inspiró profundamente, cerrando los ojos. Se sentía enfermo de vergüenza y deseaba que su mente dejara de recordar lo que había hecho.

—Me estás las...timando — dijo Nadine. — Pedazo de mierda, me estás lastimando. ¿Por qué no puedes dejarnos vivir en paz? ¿No has hecho lo suficiente ya? ¿No lo has hecho?

Sorprendido ante el cambio en el tono de su voz, Harold se echó hacia atrás. Algo estaba mal con Nadine. Su cara se veía diferente, y había algo en el color de su cabello y de sus ojos que no estaba bien. ¿Dónde estaba Nadine? ¿Por qué estaba atrapada en el cuerpo de esta mujer? Harold miró el cuchillo.

—Fue tu culpa, tu culpa — susurró Nadine. — Quizás debas reparar lo que has hecho y matarnos a ambas. La mujer miró el cuchillo.

Luchando violentamente con el chaleco de fuerza, intentó golpearse la cabeza. Quería arrancarse los ojos. ¿Cómo había llegado a esto?

Después de muchos intentos luchando para levantarse de la cama, liberarse del chaleco o de rodar sobre su cuerpo, se rindió y cerró los ojos. Estaba de espaldas como una tortuga, atado como un monstruo, y llorando como un bebé. Deberías haberte apuñalado a ti mismo, en vez de matar a esa mujer. Demonios, deberías haber levantado tu revólver de aquel sangriento piso y haberte volado la tapa de los sesos. Deberías haberte metido aquel cañón, aún caliente después de la muerte de Nadine, bien adentro de tu boca y disparado. Deberías haber probado el arma que le quitó la vida. El maldito revólver que te dio tu padre para proteger a tu familia. Harold sollozó. Intentó liberarse nuevamente del chaleco, pero apenas si pudo moverse; los medicamentos y el agotamiento eran más fuertes que él. ¿Por qué desataste la tragedia? Podías haberle hecho un gran favor al mundo aquel día. Pero no, fuiste débil. Y ahora no sólo estás lastimándola a ella, sino también a otras personas. 

Harold entraba y salía de los estados de conciencia. La combinación de las emociones que estaba experimentando con las drogas que le habían inyectado había creado un nauseabundo coctel que le provocaba esta somnolencia y que no quería volver a probar de nuevo. De pronto, se dio cuenta de que no podía abrir los ojos. No tenía fuerzas para hacerlo. La angustia surgió en su corazón y se derramó a través de sus ojos.

¿Por qué su mente ya no estaba más de su lado? ¿Por qué tenía que ser de esta forma? Algo le rozó la frente y al instante sintió el toque familiar de los besos de Nadine.

—Querido, no llores. Shhhh...todo estará bien.

Todavía incapaz de abrir los ojos, sintió que ella se deslizaba encima de él y presionaba su cuerpo alrededor del suyo. Se entregó a la sensación de sus brazos conteniéndolo. Ya no estaba preocupado por su incapacidad para moverse ahora que sabía que ella lo abrazaba con firmeza. Sabía que su cara estaba al lado de la suya.

—¿Nadine? — balbuceó.

—¿Por qué estás aquí? — preguntó ella. — ¿Por qué lloras?

—Tú me emp—pujaste aquí — respondió él.

—Tú mismo te provocaste esto, Harold.

Sintió que ella lo besaba en el cuello y toda la tristeza que sentía comenzaba a desaparecer. Sus músculos se relajaron; era como estar nuevamente en casa.

—Tengo miedo. No sé qué es lo que van a hacerme...

—Tu madre y yo no dejaremos que te maten. Sólo necesitas ayuda — dijo Nadine, acariciándole la cara.

—¡No! ¿Y si ellos te llevan? — se quejó Harold. —No podría... soportarlo nuevamente.

No hubo respuesta. Por un momento, pensó que Nadine había desaparecido, pero ella lo besó en la comisura de la boca. Sintió un estremecimiento en los labios. Desesperado por más besos, Harold la besó una y otra vez; con cada pequeño beso, sus labios se acercaban más y más. Una vez que se juntaron, la besó con nostalgia, dispuesto a recordar esa sensación para siempre. Ella se alejó, y ambos respiraron profundamente al unísono.

—¿Qué pasó con nosotros? — preguntó Harold. —¿Qué salió mal? Éramos perfectos...

—Eso es lo que yo pensaba...—murmuró Nadine. —Estaba equivocada. Yo no estaba bien.

—Lo siento — sollozó Harold. Podía sentir sus lágrimas cayendo por su rostro y mojando la almohada. —Yo—Yo...

—Está bien — respondió Nadine. —Éramos demasiado diferentes. Yo era parte de un mundo que estaba cambiando.

Un súbito recuerdo le punzó la mente.

La madre de Harold lo sujetó del brazo. Con expresión severa, le preguntó: —¿Estás seguro de que deseas casarte con ella?

—Por supuesto, madre, no seas absurda — respondió Harold frunciendo el ceño. —Ella es perfecta para mí.

—Es una cazadora de sueños. Tú eres una persona sensata. Sabes cuál es tu lugar. Necesitas una mujer que desee quedarse en su hogar. ¿Qué clase de madre será para tus hijos?

—Ella no ha podido ser más encantadora y dulce esta noche. Nunca tuviste problemas con ella hasta que anunciamos nuestro compromiso — contestó Harold liberándose del puño de su madre. —Sí, Nadine es una mujer extrañamente ambiciosa, pero amo su forma apasionada de vivir. Además, la gente cambia y tan pronto como nos casemos, se dará cuenta de que desea convertirse en madre — le aseguró.

—El matrimonio no es fácil, Harold, no se trata solamente de amor. Tú tienes que cambiar de la misma manera que ella. Tienes que proveer el dinero y proteger a tu familia; ese es el trabajo del hombre. Pero necesitas una mujer que desee hacer el trabajo de una mujer. Pienso simplemente que debe haber candidatas mejores para convertirse en la Señora Richards.

—No hables de mi novia de esa forma — le espetó Harold. Incapaz de dar una mejor respuesta, se marchó. No quería ser irrespetuoso con su madre, pero no podía quedarse escuchándola hablar de Nadine como si fuera alguien que él pudiera reemplazar fácilmente.

—No quiero que las cosas cambien — susurró Harold.

—Lo sé... — respondió ella. Harold pestañeó al sentir que las lágrimas de Nadine caían sobre su cara. Pudo sentir su sabor salado.

—¿Puedes quedarte conmigo? — Harold buscó con sus palabras llegar a ella, su objeto de seguridad.

—Estoy aquí — respondió Nadine, acomodando su cara en el hueco de su cuello.

—No, quiero decir... si los médicos vienen...

—Sólo tú puedes mantenerme aquí — contestó ella besándolo en las sienes.

*

Con las manos en el estómago, Sylvia entró apresuradamente en el baño más cercano. Sentía unos tenues focos de dolor en su abdomen. ¿Algo estaba mal con el bebé? ¿Era demasiado pronto para saberlo?

Los azulejos blancos cubrían el piso y las paredes del cuarto de baño. Se subió el entallado vestido hasta la cintura y se sentó en el inodoro. Con las medias enrolladas por debajo de las rodillas, inspeccionó por debajo de su vello púbico.

Una mucosa oscura y sanguinolenta cubría su ropa interior. Con uno de sus acicalados dedos, frotó las manchas concentradas. Tenían una consistencia pegajosa. La sangre se había coagulado. Le había venido el período...siniestramente oscuro al parecer.

Recostándose hacia atrás, respiró profundamente. Apoyó los temblorosos y sucios dedos sobre el abdomen expuesto. Los ojos le ardían mientras una mezcla de tristeza y alegría se apoderaba de ella. La vida que pensaba que estaba llevando en su interior, se había ido. ¿Habría habido vida alguna vez? ¿O su período se había demorado en esta oportunidad?

Mirando nuevamente hacia su ropa interior, pensó en el bebé que hubiera tenido si realmente hubiera estado embarazada. Un varón. Una niña. No le importaba el género del bebé. A un varón lo hubiera criado para hacer de él un hombre de buenos modales, trabajador, con valores, y un marido cariñoso. A una niña la habría ayudado a transformarse en una hermosa mujer y apoyado para que persiguiera sus ambiciones. Con un poco de suerte, la hija de Sylvia encontraría un hombre que la mereciera. No alguien como Markus. 

Era difícil pensar que entre los residuos de su pared uterina estaba el potencial para dar vida. Llevándose los dedos a la nariz, sólo pudo oler el singular aroma metálico de su período menstrual. No sentiría el aroma de una cabeza de bebé dentro de nueve meses. Ni habría pañales sucios que cambiar. Todavía la maternidad no era un camino en el que se embarcaría.

Las lágrimas cayeron en cascada sobre su rostro y algunas se perdieron entre los rubios rizos que acariciaban sus mejillas. Dirigiendo su mirada hacia los rosados querubines que adornaban el espejo del baño, se dio cuenta de que no podría haber sido el hijo de Markus. No se habían estado cuidando durante meses y aun así, no había quedado embarazada. Su semilla era vieja, estaba seca y era incapaz producir vida.

Estas no eran lágrimas de tristeza, sino de felicidad. Sacando un cigarrillo, lo prendió con dedos temblorosos. Que se limpie mi cuerpo del contacto con Markus, pensó Sylvia, mientras daba la bienvenida a los dolores menstruales con una sonrisa e inhalaba el mortal humo. Período menstrual o aborto...ella simplemente estaba feliz de no llevar al hijo de Markus en su vientre. Deja que vengan las olas del océano rojo...

*

Las heridas de Betty continuaban siendo dolorosas y delicadas pero ya no le quitaban la respiración. Levantó los temblorosos dedos y se asustó de ver cuánto temblaba todavía; no podía dejar de temblar.

—¡Yo no lo hice! — Se escuchó gritar desgarradoramente desde la habitación contigua.

Betty saltó en la cama, provocando que las heridas le ardieran de dolor. Aguzó los oídos para escuchar mejor.

—Señor Richards, necesito que se calme. Yo no soy la policía. Soy su médico, el doctor Orwell. ¿Me recuerda?

—Por favor, no se la lleve.

—Nadie se está llevando a nadie — dijo el médico. Su voz era apenas perceptible.

—¿Qué quieren de mí? Déjenme ir — rogó el señor Richards.

El hombre que había intentado asesinarla estaba en la habitación de al lado. El pensamiento la hizo estremecerse de miedo. Por breves momentos, sintió que la rabia surgía en su interior. Pero luego, sorprendentemente, la lástima y la piedad dominaron sus sentimientos hacia él.

—Quisiera que se quedara sentado, se relajara y respirara profundamente.

Pasaron algunos minutos donde el doctor Orwell se concentró en lograr que su paciente se relajara.

—Con calma. Me gustaría que me contara a quién lastimó y por qué lo hizo.

—Fue un accidente.

Betty se mofó de él. ¿Un accidente? Ella estaba segura de que el señor Richards había tenido la intención de lastimarla.

—Tenía miedo... Estaba confundido... La confundí con otra persona. Sé que no estoy bien.

—¿Recuerda a quién atacó?

—A la mujer del vestido verde.

Betty miró hacia el escritorio más cercano y vio su vestido verde adornado con manchas rojas.

—¿Qué me dice... sobre la señorita Helen Gardener? ¿O sobre el doctor Rodrigo Gorrin? ¿Se acuerda de ellos?

—Me acuerdo del doctor Gorrin.

—¿Por qué lo mató?

—¿Matarlo? —dijo el señor Richards alzando la voz. —Yo no lo maté. Él me salvó la vida. Me había caído en la cubierta la noche del asesinato. Me desvanecí. Sangraba profusamente. El buen doctor me ayudó. Con relación a la señorita Gardener, nunca llegué a conocerla. Sólo recuerdo que fue asesinada.

—Señor Richards—Harold, si me permite — ¿está seguro? Como puede imaginar, a partir de sus actos de esta mañana, la gente ha especulado que usted puede haber estado involucrado en más de un intento de asesinato.

—No... Tiene usted que creerme, doctor. Nunca lastimé a nadie más. No maté a nadie. Mi esposa... No maté a nadie. No podría...

El señor Richards continuó balbuceando que era incapaz de cometer un asesinato. Una mujer con el nombre de Nadine aparecía entretejida en el apenas coherente relato. Una punzada de piedad estrujó el corazón de Betty. Suena muy enfermo...Pero debería haberse podido controlar. Betty recordó que su primo también sufría de una enfermedad mental y cómo había avergonzado a la familia; había acosado sexualmente a los animales en la granja de su abuelo. Estas personas no estaban bien de la cabeza y quizás necesitaran más amor durante su crecimiento, pero ellos sabían lo que estaban haciendo. Simplemente tenían que aprender a controlarse mejor sus actos.

—Descanse ahora. Está a salvo aquí. Hablaré con las autoridades.

Estas fueron las últimas palabras que Betty escuchó del doctor.

En el silencio de su habitación, Betty no podía dejar de pensar. Sin dudarlo, ignoró la súplica de inocencia del señor Richards. Él la había atacado. Ella había intentado ayudarlo cuando se estaba cortando la oreja, y él había redirigido su violencia contra ella. No había dudas de su intención. Fue una tentativa de asesinato. Aterrorizada con la idea, rezó una plegaria en silencio.

Si bien no había estado presente durante las muertes de la señorita Gardener o del doctor Gorrin, estaba segura de que el señor Richards había tenido la intención de matarlos. Estaba en su maldita sangre. Considerar incluso la idea de que el señor Richards no era el asesino era algo que la hacía sentir molesta. Si creía que él era inocente, esto significaba que el asesino todavía estaba desplazándose por los corredores del Diamond Royale. 

Cuando el médico entró en su habitación, Betty titubeó. Había estado tan ensimismada en sus pensamientos que él la había sobresaltado.

—¿Se siente bien señora Jones?

—Yo—sí—no. Creo que prefiero descansar en mi propio camarote., si no le importa.

El médico suspiró y dijo: —¿Acaso la conversación que mantuve con el señor Richards la perturbó?

—Mucho — admitió Betty, con voz quebrada. —Como podrá imaginar, prefiero quedarme en la comodidad de mi camarote a estar en este lugar. La enfermera puede venir y hacerme los controles necesarios, o usted también si lo prefiere. No creo que mis nervios puedan resistir con este hombre descansando en la habitación contigua.

—Entiendo — dijo el médico asintiendo con la cabeza. —Déjeme que firme unos papeles y le enviaré a alguien para que la ayude.

—Uhm—doctor—no quiero husmear demasiado, pero... ¿usted cree en su súplica?

—¿Su súplica de inocencia?

—Sí — respondió Betty, aferrándose a la sábana.

—Realmente no lo sé. En su estado, no es plenamente consciente de lo que está pasando o de lo que ha pasado. Se sabe de personas que suprimen recuerdos traumáticos o distorsionan el relato de los acontecimientos. Parece persistente en su alegato de inocencia aun cuando admite haberla atacado.

Betty resopló en disgusto.

—Si le sirve de algo, el señor Richards se siente muy mal sobre ello y desea disculparse.

Betty se permitió emitir una temerosa carcajada.

—Nunca— ¿Una disculpa? El hombre quería disculparse después de prácticamente haberla matado. La idea era absurda. Sus dedos temblaron.

—¿Puedo irme, por favor? — le rogó al doctor Orwell, sonando más desesperada de lo que deseaba.