16

Rubí Tallado

Lunes a la mañana

La hoja de la navaja se deslizó por la mejilla de Michael, arrastrando la espuma de afeitar. ¿Cómo podía desembarazarse del peso que le había echado el señor Phillips sobre los hombros? No sólo había arruinado sus vacaciones, sino que ahora temía por la seguridad de su familia.

Ya no sólo tenía que descubrir quién había asesinado a Helen sino también concentrar su atención en otra mujer: Patricia. Si bien deseaba que el crucero llegara a puerto, temía por lo que sucedería si fracasaba en su tarea.

Apenas despuntó la mañana, salió del camarote para hablar con el doctor Orwell y con Harold, antes de encontrarse con el señor Phillips. El año pasado, cuando Betty había sufrido un colapso nervioso, ella solía contarle historias que no eran ciertas. Cada vez que estaba estresada, Michael tomaba sus historias con pinzas. Si bien no estaba del todo convencido de que el hombre en la cubierta fuera Harold, o de que hubiera arrojado un cuchillo entre otras posibles cosas, estaba lo suficientemente desesperado como para seguir la pista. Si Betty estaba en lo cierto, finalmente habría servido para algo.

Orwell no estaba en su despacho, y no había forma de saber si Harold todavía estaba internado allí adentro. Después de golpear algunas puertas, Michael se marchó, derrotado. En vez de perder más tiempo, se dirigió a las oficinas del señor Phillips.

—Adelante, Michael — dijo el señor Phillips. Michael abrió la puerta y se sentó enfrente de él.

Un grueso cigarro colgaba de los labios del señor Phillips.

—A partir de la rápida investigación que hice ayer, nadie ha podido localizar a Patricia — informó Michael.

—No te estás esforzando lo suficiente — contestó el señor Phillips, echándole el humo del cigarro a la cara. Un ataque de tos explotó dentro de los pulmones de Michael. Intentó sofocarlo lo mejor que pudo. Asintió con expresión apenada.

—Llegaremos a Nueva York mañana a la mañana. Necesito resultados ahora. Busca en todos los camarotes. La encontraremos. Puedes decir que es por el bien de las personas a bordo y que tiene que ver con la muerte de Helen. Si la gente tiene algún inconveniente, que venga a hablar conmigo.

—¿Y si los pasajeros no se encuentran en su camarote?

—Aún mejor, así no se darán cuenta. Robinson y Smith te acompañarán — dijo el señor Phillips alcanzándole una llave. —Acá tienes una llave maestra.

—¿Es simplemente el reloj de bolsillo lo que usted desea?

El señor Phillips dirigió a Michael una mirada aterradora. Michael se arrepintió inmediatamente de haber abierto la boca.

—No es simplemente un reloj de bolsillo— dijo el señor Phillips, frunciendo el ceño. Por debajo de su espesa piel arrugada parecía que se arrastraban parásitos.

—No sólo se trata de un objeto que vale miles de libras, sino que es una pieza clave para la negociación de mi próximo gran contrato. 

—Pero... ¿por qué yo, señor? — preguntó Michael, tomando la llave dubitativamente.

—¿Realmente piensas que eres la única persona que está involucrada en este caso? — dijo el señor Phillips, echándose a reír.

—Pregunto simplemente porque me he preparado para ser un gerente de banco, no un detective.

—Te aprecio mucho, Michael, más que a muchos de mis otros empleados — susurró el señor Phillips.

—Aunque eres descartable. No me desilusiones de nuevo — finalizó el señor Phillips, echándole una nube de humo de su cigarro en el rostro.

*

A primera hora de la mañana, unos fuertes golpes tan inquietantes como relámpagos se escucharon contra la puerta. Con los ojos bien abiertos, Benjamin vaciló. ¿Quién era? Por un momento, se dispuso a tomar el elemento contundente más cercano y se preparó para la irrupción. Los golpes continuaron, sin dejarse intimidar por la hora.

—¡Abre! — gritó un hombre detrás de la puerta.

Benjamin miró a su compañero de habitación, y éste le dijo: —¡Abre rápido, hombre!

Sintiendo la presión, Benjamin se apresuró a abrir la puerta. El señor Jones con su ralo bigote estaba de pie ante la puerta, flanqueado por dos robustos hombres. Benjamin comenzó a transpirar. ¿Sabían algo sobre él y Sylvia? ¿Estarían por matarlo?

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Jones?

—Hazte a un lado. Estamos rastrillando todo el barco para ver si alguien está escondiendo a un fugitivo en forma ilegal.

Estupefacto y con la mirada en blanco, Benjamin preguntó: —¿Un fugitivo? ¿Quién? ¿Esto tiene que ver con el asesinato de Helen?

—Así es, sospechamos que esta mujer tuvo que ver con la muerte de Helen.

Irrumpieron en el camarote, empujando bruscamente a Benjamin a un costado de la habitación. En cuestión de segundos, los tres hombres levantaron colchones y arrastraron los escasos muebles. Benjamin y su compañero pertenecían al personal de cocina. No tenían habitaciones principales con baño privado o muebles superfluos. Alguien que estuviera huyendo de las autoridades en un barco habría elegido un escondite mejor que un camarote destinado a la clase trabajadora.

—Aun pudiendo, no creo que ella se hubiera escondido aquí — dijo Benjamin.

En forma ruda, el señor Jones sujetó a Benjamin del cuello y lo arrojó contra la pared. El golpe en la nuca fue fuerte. El puño del señor Jones se tensó sobre su cuello, asfixiándolo. Los demás en la habitación se quedaron quietos.

—Esto no es cuestión de broma, niño. ¿Tienes alguna otra información que quieras compartir conmigo, pedazo de mierda? Esta es tu última oportunidad. Yo sé que sabes más de lo que dices — lo amenazó el señor Jones, atravesándolo con la mirada. 

La idea le cruzó por la mente. Podía contarle al señor Jones sobre Sylvia. La horrible sensación de que Sylvia hubiera matado a Helen lo hacía sentir enfermo, pero pensar que otra mujer inocente fuera perseguida fue casi suficiente como para que Benjamin expresara sus dudas. Pero no podía. Simplemente no podía.

—¡No sé nada más! — dijo Benjamin, luchando por respirar. —Lo siento, suélteme por favor.

Liberándolo, el señor Jones escupió en el piso.

—Basura, te estaré vigilando.

Benjamin continuó masajeándose el cuello mucho tiempo después de que el señor Jones y los hombres se fueron. Si bien sabía que el señor Jones no dejaba de ser otro blanco racista de la clase alta, no había esperado que lo tratara así. Incapaz de soportar el embarazoso silencio entre él y su compañero de habitación, salió al corredor. 

Afortunadamente, el señor Jones y los custodios ya se habían trasladado al otro corredor.

—Mierda — dijo Benjamin por lo bajo.

Eventualmente irían al camarote de Sylvia. Tenía que advertirle en caso de que realmente hubiera hecho algo que la incriminara.

Un parte de su ser la amaba, pero el otro resto de su ser luchaba desesperadamente contra ese sentimiento. La relación romántica entre ambos era tan frágil como el cristal, no tenía futuro. ¿Por qué torturarse? Eran personas totalmente diferentes, incompatibles de acuerdo a los estándares de la sociedad. Solamente sabía una cosa: culpable o no, no podía dejar que cayera si podía evitarlo.

Temeroso, decidió ir a avisarle. Mary apareció en el corredor, y Benjamin advirtió su presencia. Ella se masajeaba el hombro; parecía afligida.

—¿Fueron a tu habitación también? — preguntó Benjamin, dirigiéndose hacia ella.

—Sí...

—¿Te encuentras bien?

—Esos bastardos... ¡Creen que pueden hacer lo que quieren!

Benjamin coincidió con ella. Lo enojaba saber que de tener otro color de piel y ganar más libras al año, lo habrían tratado en forma civilizada.

—¿Qué te dijeron? — preguntó Mary.

—Que lo hacían por razones de seguridad. Algo sobre un fugitivo.

—Están buscando a alguien. Creo que saben quién es el asesino.

Ambos se quedaron mirando hacia el corredor por donde se habían marchado los hombres. Sylvia. Con esta idea en su mente, Benjamin apuró el paso.

*

Rodrigo golpeaba incesantemente el pie contra el suelo, en señal de impaciencia. La comida estaba demorando más de lo anticipado. A propósito, había ordenado un desayuno más abundante y estaba esperando que le envolvieran los restos para llevar a su camarote. El pedido era extraño, porque Rodrigo nunca antes había pedido las sobras, pero esperaba que no resultara sospechoso. Y, sin embargo, sentía como que tenía un gran cartel sobre su cabeza que decía: ÉL LA ESTÁ OCULTANDO.

A mal tiempo, buena cara. En los malos tiempos, pon una buena cara. Este era un refrán que decía su esposa y que siempre la acompañaba. Enfrenta los momentos de adversidad sin demostrar tus dificultades emocionales. Muéstrate seguro. Avanza con buen ánimo. ¿Estaba ocultando su angustia lo suficientemente bien?

Las aves de cotilleo se agrupaban a su alrededor. Podía escuchar el constante murmullo sobre quién—hizo—aquello—y—con—quién. Las indirectas se utilizaban para apuñalar a las personas por debajo de la mesa o por la espalda. La clase alta se ufanaba de lo inmaculada que era y, sin embargo, estaba tan contaminada como el resto.

Afortunadamente, el mozo regresó con la mitad de su sándwich y los restos de ensalada en un recipiente. Al ponerse de pie para regresar al camarote, una de las personas dijo algo que lo hizo sentar nuevamente en su silla.

—¿Por la seguridad del Diamond Royale? ¿Por qué entonces estarían cuestionando a todos?

—Creen que la persona que atacó a la bailarina todavía está a bordo, y que es peligrosa.

—¿Quién te dijo eso?

—Si tan sólo te sentaras y escucharas, te sorprenderías de cuántas cosas puedes enterarte — siguió el parloteo. Rodrigo tuvo que coincidir con la mujer.

Las voces de las mujeres bajaron unos decibeles, forzando a Rodrigo a aguzar el oído.

—Han estado golpeando en todas las puertas desde el amanecer.

—¿En todas las puertas?

—Deben asegurarse de encontrar a esta mujer.

—¿Realmente piensas que fue una mujer la que atacó a la bailarina?

—Todo lo que sé es que ellos piensan que fue una mujer.

—¿Estás segura de que no están simplemente inspeccionando los cuartos comunes del personal? Es esa clase de gente la que procrea criminales.

—Están inspeccionando todos los camarotes. Los hombres que lo están haciendo no parecen particularmente amigables que digamos...

Una gran dosis de adrenalina corrió por el sistema sanguíneo de Rodrigo y aun así, no pudo ponerse de pie para marcharse. Los hombres del señor Phillips estaban inspeccionando los camarotes. Tenía que asegurarse de que Patricia estuviera bien y que se trasladara a otro lugar. ¿Encontrarían el agujero que habían hecho? ¿Lo habrían disimulado suficientemente bien?

A pesar de la oleada de vértigo que lo inundaba, pudo finalmente ponerse de pie y apresurarse para llegar a su camarote. Cuando dobló la esquina del corredor, advirtió que su puerta ya estaba abierta. Lentamente, se dirigió a la habitación y miró hacia adentro.

—¿Patricia?

Cuando habló, los tres hombres aparecieron desde su interior. El señor Jones era uno de ellos. El recipiente que Rodrigo llevaba consigo se deslizó de sus manos. La bandeja del desayuno hizo un ruido sordo cuando cayó al sucio suelo. Rodrigo empalideció. Nunca había sentido tanto miedo en su vida. 

Dios — susurró. ¿Podría Dios salvarlo?

—Doctor Gorrin, esta ha sido una sorpresa inesperada — dijo el señor Jones sonriendo.

En silencio, Rodrigo consideró salir corriendo. Pero ¿hacia dónde? No había hacia dónde correr en un barco. Nadie lo ayudaría. Advirtió que sus ropas habían sido arrojadas sobre la cama. La habían encontrado.

—Nos tomamos la libertad de echar un vistazo en su camarote mientras no estaba. Fue bueno que lo hiciéramos. Tenía usted unos cuantos secretos que estaba ocultando... Para empezar, es usted muy malo para la construcción.

Los custodios lo sujetaron y lo arrojaron dentro de la habitación. Cerraron la puerta de un golpe.

—¿Dónde está ella?

—No lo sé — respondió Rodrigo con dificultad, luchando con la presión que sentía en el pecho. No podía respirar.

—Estaba aquí esta mañana. Volví con un poco de comida. No sé dónde pudo haber ido.

No tenía sentido mentir. Se preocupaba por Patricia porque era inocente, pero él quería vivir. Quería regresar con su familia.

—Bueno, parece que nuevamente se ha fugado. Ahora, ¿por qué lo haría?

Rodrigo negó vigorosamente con la cabeza. —No lo sé.

El rostro del señor Jones se acercó incómodamente al de Rodrigo.

—Es mejor que me diga todo lo que sabe.

Rodrigo sintió un súbito pinchazo. Cuando miró hacia abajo, vio que el Señor Jones había colocado un cuchillo sobre su abdomen. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—No lo sé. La ayudé a salir de aquel cuarto. Construimos ese escondite. Eso es todo. Se lo juro. Por favor, por favor, no me mate. Mi familia me necesita.

—¿Es usted el asesino?

—No, por supuesto que no.

—¿Eran ustedes los dos amantes que estaban en la cubierta?

Conmocionado y confundido, Rodrigo negó con la cabeza.

—¡No! A mí me llamaron para salvar a Helen, no pude haberla matado. Todo esto es una gran equivocación. Esa mujer, Patricia, fue secues—

—Ella robó algo que era muy querido para el señor Phillips. ¿Lo tiene en su poder?

La comprensión del hecho golpeó a Rodrigo como una bofetada. Por un segundo, se quedó mirando a la distancia, con los ojos vidriosos. El reloj de bolsillo de oro. No era una reliquia familiar; debe haber pertenecido al señor Phillips. ¿Era por eso que ella ya no estaba cuando él regresó al camarote? ¿Lo había utilizado para ganar tiempo y hacerse del reloj antes de huir nuevamente?

Rodrigo se ahogó cuando el incontrolable deseo de sollozar le escoció en la garganta. El cuchillo se hundió más en su estómago, punzando la carne.

—Hable — exigió el señor Jones.

Rodrigo asintió con la cabeza: —El reloj de bolsillo... ella lo tiene. Por favor, déjeme ir.

El señor Jones retiró el cuchillo y lo deslizó dentro de su bolsillo. Una oleada de alivio inundó a Rodrigo. Sobreviviría a este calvario.

—Si ella escapa... — suspiró el señor Jones — usted le habrá hecho perder mucho dinero al señor Phillips. Debe pagar el precio.

Dicho esto, el señor Jones giró hacia él sujetando un revólver en la mano. Rodrigo se quedó sin aliento; estaba petrificado. Cuando vio que el cañón del arma apuntaba a su pecho, se le congeló la sangre. El miedo danzaba en los ojos del señor Jones, y le temblaba la mano. 

—No, por favor, no dispare — suplicó Rodrigo. —Mi familia me espera.

El señor Jones cerró los ojos brevemente.

Bang. Rodrigo cayó, tropezando con el peso de un tren contra su pecho. El ardiente dolor le recorrió todo el cuerpo y cada aliento de vida le quemaba en el pecho. Buscó la herida y la encontró debajo de su caja torácica. Sabía cómo hacer para tratar una herida de bala y sin embargo, no podía hacerlo. Qué irónico destino ser médico y ser incapaz de salvarse la vida. 

Los zapatos de cuero del señor Jones emitieron un odioso crujido cuando se acercó al cuerpo caído de Rodrigo. No era este el final que Rodrigo había imaginado para su inevitable muerte. No sólo pensaba que podía haber permanecido en esta tierra durante más tiempo, sino también imaginaba que su esposa iba a estar tomándole la mano y tendría a sus hijos a su alrededor. Tenía los dedos manchados de sangre; la vida se le escapaba de las manos mientras yacía tendido en el piso y estaba rodeado por sus asesinos. Lentamente, su mirada reconoció la pistola que apuntaba hacia su rostro. 

De alguna forma, en medio de la desesperación, Rodrigo pensó en Patricia. Después de todo, ella era la razón por la cual estaba desangrándose como un cerdo en su propio camarote. ¿Cómo podía haber escapado? Ambos podrían haber sobrevivido. Una última lágrima se deslizó por sus mejillas al darse cuenta de que todo había sido por dinero. Ese maldito reloj de bolsillo. Esperaba que ella aun pensara que todo había valido la pena, incluso su vida.