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Rubor Helado
Sábado al mediodía
Benjamin se secó las gotas de transpiración que corrían por su frente. El turno del almuerzo estaba particularmente ajetreado hoy. Se movía rápidamente llevando los platos rebosantes de comida hacia las mesas y regresaba con los platos vacíos al fregadero. Mary, que estaba lavando la vajilla, refunfuñaba cada vez que le entregaba un nuevo lote sucio. Cuando las manos de Benjamin no estaban ocupadas, su mente no paraba de pensar, con los ojos atentos. La buscaba a ella, a Sylvia.
—¿Y esa sonrisa? — ladró Mary. Ella era la amiga que le había hablado sobre el puesto vacante en la cocina del Diamond Royale.
La amargura de Mary se había acrecentado con la muerte de Helen. Después de todo, habían sido compañeras de habitación.
Benjamin rodeó con sus brazos a Mary que lloraba descontroladamente, y con la mano se cubría la boca en un intento por sofocar su llanto.
—Ella... Helen era mi compañera de habitación — dijo Mary.
—No era como nosotros, pero tampoco era una inglesa blanca. No puedo acordarme de dónde venía. Éramos buenas amigas.
—Lo siento— dijo Benjamin, casi murmurando las redundantes pero amables palabras de condolencias. Una expresión que había escuchado muchas veces durante sus años en Londres.
—¿Por qué? Tú no lo hiciste — respondió Mary mientras se golpeaba la pierna con el puño, una y otra vez.
—¡Para! — Benjamin le sostuvo la mano, mirándola fijamente a los ojos. —Tú tampoco lo hiciste.
—Tendría que haberlo sabido — susurró Mary, entrecerrando los ojos.
¿Por qué? Tú no eres responsable — insistió Benjamin. Deseaba abandonar a Mary por temor a que el jefe de ambos regresara, pero algo lo retenía allí. Los labios de Mary lo cautivaron cuando se separaron. ¿Qué estaba por confesar? Sus ojos redondos y de espesas pestañas, se posaron en los de él.
—¿Quién te contó lo que había pasado con Helen?— preguntó Benjamin.
—Alguien vio a una mujer gritando y pidiendo ayuda. Tenía en sus brazos a Helen. Las dos estaban cubiertas de sangre. Ahora las dos desaparecieron.
—¿Piensas que esa mujer mató a Helen?
—No— dijo Mary con determinación, y retiró la mano que Benjamin le estaba sosteniendo.
—¿Cómo lo sabes?
Mary no respondió.
Si bien Benjamin se había sentido conmocionado por la muerte de la joven, no estaba tan afectado porque no la había conocido. Lo que lo aterrorizaba era saber que había un asesino suelto en el barco. Las teorías y los rumores corrían entre la tripulación. Alguien se atrevió a sugerir que todo el asunto había sido una broma planeada por el señor Phillips para agregar un brillo adicional al lujoso crucero.
Benjamin sirvió el plato de lasaña que había estado balanceando en su mano derecha. El hombre, con una expresión nerviosa pero fría en la cara, miró a Benjamin y lo tomó. Benjamin se sobresaltó. —Aquí tiene su comida, señor.
—¿Cómo te llamas? — preguntó el hombre con un seco acento americano.
—Benjamin, señor.
—Puedes llamarme señor Jones. ¿Puedo distraerte un momento?
Benjamin miró nerviosamente hacia atrás, hacia la ventana de la cocina. Todavía no había tenido tiempo de almorzar, pero no podía negarse. El señor Jones tomó su tenedor y hurgueteó la lasaña con el ceño fruncido.
—Discúlpame por entrometerme, pero ¿en qué ocupaste tu tiempo anoche?
A Benjamin se le formó un nudo en la garganta. Su piel se estremeció como si de pronto le hubieran echado un balde de agua helada encima. ¿Para quién trabajaba este hombre? ¿Era un investigador o un chismoso? ¿Estaría investigando a todos o Benjamin le parecía particularmente sospechoso? Podía imaginarse a Mary soltando comentarios racistas en respuesta a la pregunta del señor Jones. Él sabía que era inocente, pero temía decir algo que lo incriminara.
—Estuve trabajando, señor Jones. En la cocina y en el bar.
—¿Tienen recesos para almorzar? — preguntó el señor Jones, rascándose el labio superior. Benjamin advirtió una larga y raída área de barba incipiente, como si el hombre estuviera dejándose crecer el bigote. El señor Jones no dejaba de rascarse el labio.
—Sí, pero generalmente no podemos tomarlos — respondió Benjamin en nombre del equipo. — Había mucho trabajo.
El jefe de cocina, Gary, que usualmente dirigía a los trabajadores, distribuía los escasos recesos como bocados de carne a una jauría de perros hambrientos. Benjamin y Mary raramente recibían algunos, pero Benjamin no pensaba que esto era así por no ser un buen trabajador sino por el color de su piel. No era ningún secreto que Gary era un racista patético y fracasado.
—¿Le dieron algún receso la noche anterior?
—Sí.
—¿A qué hora y por cuánto tiempo? — continuó diciendo el señor Jones mientras sacaba su libreta de anotaciones y escribía con letra elegante. El nombre de Benjamin encabezaba la página.
—No recuerdo exactamente...pero eran cerca de la 1:30. Regresé a los 10 minutos.
—¿1:30 AM? — preguntó el señor Jones levantando una de sus cejas. — ¿Sabe que a la 1:40 AM hubo un ataque en este barco?
Benjamin asintió con la cabeza. El señor Jones frunció los labios y escribió en su libreta.
—Se ve mal, señor, pero le aseguro que no tuve nada que ver con el ataque. No me encontraba en esa parte del barco. Fui a los baños que están detrás de la cocina y encontré un asiento para descansar. Nada más.
—¿Nada más?
Benjamin sacudió la cabeza. Había algo más, pero el señor Jones no tenía necesidad de saber lo que Benjamin había estado haciendo. Él no tenía nada que ver con la muerte de Helen, y la entrevista tenía que ver con eso. A pesar de estar consciente de ello, Benjamin tenía deseos de deshacerse de todo lo que sabía con este investigador. Quería contarle todos los rumores que había escuchado, la conexión entre Mary y Helen y cualquier otra cosa que liberara a Benjamin de sospecha y posiblemente ayudara a hacer un poco de justicia para la persona asesinada.
—¿Hay algo más que quiera decirme?
—No sé nada más, señor.
Benjamin se secó la transpiración de la frente con la manga de la camisa en vez de sacudir la cabeza como un perro mojado. El señor Jones lo dispensó con un movimiento de la mano. Esto siempre irritaba a Benjamin; lo hacía sentir como si fuera una mosca. Benjamin asintió con la cabeza y le auguró una placentera comida. Luego, sin mirar hacia atrás, se marchó de regreso a la cocina para enfrentarse con una andanada de insultos por parte de Gary.
—¿Qué demonios estabas haciendo? — disparó Gary.
—Un cliente me estaba hablando.
Los demás trabajadores lo miraron de soslayo, escuchando sin descaro. Con el rabillo del ojo Benjamin podía ver que Mary aún estaba lavando los platos, pero su velocidad había disminuido drásticamente. Su cabeza ahora estaba levemente inclinada, y podía ver el arco de su oreja ¿Estaban todos escuchando? Por supuesto que sí; escuchar a Gary abusar verbalmente de la gente era una de las pocas maneras de entretenerse en este trabajo rutinario.
—¿Hablando? ¿Es que acaso estás en tu horario libre? — ladró Gary.
—Me pidió que le enviara sus felicitaciones al chef.
Benjamin esperaba que esta mentira contentara a Gary. Instantáneamente, la boca de Gary se torció en una mueca complaciente. Con un ademán de la mano, le indicó que se fuera. Benjamin ignoró a su jefe. Observó cómo Gary se alejaba balanceándose como un pato con la cabeza del doble de su tamaño.
—Ahora es tu turno de ser el cerdo que limpia los platos — le gritó, por encima del hombro. Quizás Gary le había asignado el peor trabajo, pero al menos había dejado de gritar.
Para ser honestos, a Benjamin le importaba un bledo lavar los platos. Esto le daba tiempo para pensar y estar a solas. Las corridas entre los clientes, tomar los pedidos y caminar balanceando platos sucios tenía su precio. Incluso cuando regresaba a su camarote, tenía que compartirlo con otro trabajador de la cocina. Raramente tenía oportunidad para reflexionar en soledad.
Benjamin se dio cuenta de que Mary ponía los ojos en blanco y reprimía una sonrisa. Se acercó hacia ella.
—Estás tan lleno de mierda — dijo Mary en un tono sorprendentemente amable, como si el orgullo lo suavizara.
—¡Y tú eres tan expresiva cuando quieres! — respondió Benjamin
—¿Qué demonios estabas realmente haciendo?
Benjamin no pudo evitar suspirar. No quería acordarse del acento americano seco y áspero del señor Jones cuando lo interrogaba. ¿Volvería a ver a ese hombre? Sería incapaz de olvidar esa cara.
—Era simplemente un hombre haciendo preguntas. Nada más.
Mary arqueó una de sus cejas, y apretujó los labios.
Benjamin escudriñó la habitación en busca de “espías”. —Sobre el ataque — susurró, con los labios entrecerrados.
Los rasgos de Mary se suavizaron, pero seguía sorprendida a juzgar por sus cejas arqueadas.
—Me hierve la sangre cuando pienso en la muerte de Helen.
El agua en la pileta era de un color gris diluido, enfermizo. Ella se enjuagó las manos enjabonadas y se las secó lentamente con un trapo. Tosió y le dirigió una mirada, instándolo a que continuara con el relato.
—No es nada, estoy seguro. Probablemente estaba haciendo preguntas al azar — dijo Benjamin.
—Mejor para ti entonces — su respuesta le cayó como una bofetada en la cara.
Benjamin expulsó las palabras de su boca. —¿Qué quieres decir? ¿Por qué sería mejor para mí? Yo no maté a Helen.
El corazón le quemaba en el pecho, y la rabia bullía bajo su piel.
—Quizás tenía alguna razón — respondió Mary, y sus palabras quedaron suspendidas en el aire mucho después de que terminara de pronunciarlas.
*
Sábado a la tarde
Los dedos de Patricia recorrieron las paredes de su jaula, su prisión. Buscaba desesperadamente una suerte de eslabón débil, un agujero en la pared, algo, pero no podía encontrar nada. El techo, el piso y las paredes estaban en buen estado. Los custodios le habían traído un colchón para que durmiera, un cubo vacío, y un cubo con agua. Eso era todo lo que tenía, junto con la valija y la ropa. ¿Cómo podía luchar contra sus captores? ¿Arrojándoles una camisa sucia en la cara? ¿Arrojándoles sus desperdicios en la cara?
Caminó por el diminuto espacio. El señor Phillips no había pasado a hacerle otra inconveniente visita. Los custodios, Smith y Robinson, ocasionalmente la dejaban a solas en su cuarto. Y siempre cerraban con llave si tenían que hacerlo.
Al mediodía, le habían traído un sándwich, evidentemente del restaurant del barco, y se habían marchado nuevamente. No estaban haciendo guardia afuera. Ya hacía una media hora que se habían marchado. Si pudiera encontrar una manera de abrir la puerta, podría echarse a correr. Pero, ¿hacia dónde?
Estaban en un barco. Un barco relativamente grande pero, como todo barco, tenía sus límites. No podía correr, a lo sumo esconderse. No sabía cuántos hombres tenía el señor Phillips a su disposición, pero estaba segura de que podía organizar un equipo para buscarla. Si podía mantenerse viva, cuerda y alerta por unos pocos días más, entonces tendría un lugar hacia donde escapar. El barco tenía previsto arribar a Nueva York dentro de tres días, el martes a la mañana. El manejo del tiempo era fundamental para su escape.
El estómago de Patricia gruñó. Había devorado el sándwich de jamón y queso en unos minutos. ¿Le traerían más comida pronto? El sándwich había sido su primera comida desde el asesinato.
Frustrada, Patricia se arrojó contra la puerta. Se escuchó un ruido sordo. No se movió, y estaba segura de que se le harían moretones en los brazos. Algo caliente le hizo cosquillas en las mejillas. Una gotita cayó en la hendedura de sus labios. Tenía sabor salado. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro. Los sollozos llenaron el silencio de la habitación y luego, los lamentos de angustia reemplazaron a los tímidos sollozos. La incertidumbre de su destino hacía que la espera fuera insufrible.
Exhalando profundamente, Patricia trató de calmarse. Si los custodios regresaban, ella no quería que la escucharan o la vieran llorar. Se agachó para mirar por el agujero de la cerradura. Podía ver claramente el lado opuesto de la pared. La pintura se estaba descascarando. El papel tapiz del mundo exterior se burlaba de ella.
Tres días, se dijo a sí misma. En tres días me escaparé de esta habitación y de este barco. Te ayudaré, mamá. No he olvidado mi promesa. De pronto, escuchó unos pasos. Un solo par de pasos. ¿Era uno de los custodios que venía a ver cómo estaba? ¿Era el señor Phillips?
Rápidamente, se trepó al colchón. Al pasar la mano por sus húmedos rizos, notó que sus otrora esbeltos, cuidados y firmes dedos estaban temblorosos. El elegante esmalte rojo de sus uñas se había descascarado y las puntas de los dedos lucían roídas. ¿Qué podía hacer? ¿De qué otra forma podía pasar los incesantes segundos, minutos y horas de su cautiverio? Los frágiles nervios de Patricia la iban consumiendo lentamente.
Las pisadas se detuvieron ante su puerta. De pronto, escuchó una tos educada y masculina. Algo parecía extraño, fuera de lugar.
—¿Hay... hay alguien allí adentro? — dijo una voz masculina. Detrás de la puerta, que amortiguaba sus palabras y su marcado acento, Patricia apenas si pudo escuchar lo que él había dicho. Se quedó sentada allí, sorprendida. Conmocionada. ¿Quién era este hombre? No hablaba con arrogancia u hostilidad. ¿Podría salvarla?
—¿Hola...?
El hombre comenzó algo a murmurar para sí en otro idioma.
El miedo aferró su corazón con dedos de hielo. ¿Estaba por marcharse? Patricia corrió hasta la puerta y miró por la cerradura. La visión estaba bloqueada por la figura del hombre. Tres golpes sonaron a través de la puerta de madera y la vibración del sonido le hizo cosquillas en las manos.
—¿Quién... quién eres? — susurró Patricia, temerosa de que los custodios estuvieran cerca.
—¿Perdón?
—¿Quién eres? — repitió, forzando la voz.
—Rodrigo. ¿Está usted bien, señorita? Soy médico. ¿Puede abrir la puerta?
Si sólo fuera tan simple.
—No... — respondió Patricia, conteniendo la respiración y tragándose las lágrimas.
—Escuché a una mujer llorando. ¿Era usted? ¿Está lastimada? Por favor, abra la puerta.
—No... no puedo — murmuró Patricia lastimosamente.
¿Qué pasaría si los custodios regresaban y encontraban a Rodrigo intentando ayudarla? ¿Lo matarían? ¿La matarían a ella? Una imagen vívida de Rodrigo siendo apaleado, y de ella escuchando los golpes sordos a través de la puerta acompañados por sus gritos de dolor, la petrificó. ¿Cómo podría seguir viviendo después de eso?
—Vete, márchate. Los custodios regresarán pronto. No puedes saber que yo estoy aquí. Déjame, por favor.
Ella podía escuchar su propia voz, desesperada. Las lágrimas comenzaron a rodar nuevamente por sus mejillas. — No pueden verte aquí. No sé cómo podrían reaccionar. ¡Vete!
Unos pocos segundos pasaron sin respuesta. ¿Ya se habría ido? Patricia se recostó contra la puerta y se deslizó hasta el piso. Pasó los dedos a través de los enredados nudos de su cabello y luego dejó descansar las manos en su regazo. Sintió que los latidos de su corazón se tranquilizaban. Ya no tenía que temer a los custodios. El bondadoso extraño estaba a salvo.
Justo cuando alguien podía haberla ayudado, tuvo que dejarlo marchar. ¿Era esto parte de su plan de escape, arruinar todo? Frustrada con ella misma, Patricia dio un golpe en el suelo.
—Regresaré — dijo Rodrigo. La voz del hombre la sorprendió.
Inmediatamente Patricia colocó la oreja contra la puerta. Escuchó el amortiguado tip—tap de sus pasos mientras se alejaba.