Capítulo 9
—Claro. —Kreutzer se rascó con vehemencia el pelo desordenado—. Tiene sentido. Es chiita, ¿no es así? En realidad, ellos quieren convertirse en mártires. Para ellos es un trato favorable: una muerte rápida y, después, están en el jodido paraíso con setenta y dos vírgenes. —Lo ponderó durante un segundo—. O quizá ella se convierte en una de las vírgenes de alguien. Afróntalo, inmolarse es lo que mejor hacen.
Lo fulminé con la mirada.
—Es lo más estúpido que he oído en mi vida. Para empezar, la rama somalí del Islam se basa en las enseñanzas de la secta sufí, no de la chiita. Y, en cualquier caso, tan sólo una facción minoritaria de los chiitas apoya ese tipo de locuras. —Levanté las manos al cielo—. Es una adolescente, eso es todo. No entiende de verdad qué significa morir, pero sabe sin duda que la vida apesta. Está dominada por las hormonas y la energía y toda esa extrañada mierda culturalmente manipulada, una sexualidad oprimida que se proyecta en glamurosas ideas acerca de la trascendencia de la muerte…
—Es una soldado. —Jack arrancó una brizna de hierba y se la llevó a los labios, Sopló con fuerza y emitió un sonido agudo, similar a un lastimero fagot empezando a interpretar una elegía.
—Es una niña —dije yo. Pero, naturalmente, era mucho más que eso. En esos momentos, Jack la comprendía mucho mejor que yo Era una soldado. Lo que significaba que ella estaba inmersa en una idea más grande, un contexto en que había una comunidad a la que servir: su identidad nacional como somalí, su puesto como guerrera kumayo luchando por Mama Ha lima. El bien para la humanidad.
Era un sentimiento notablemente antiamericano, pero lo sentía. Cuando regresamos de nuestro infructuoso saqueo al hospital arrastrando lo quedaba de Ifiyah, lo había sentido. Mis propias necesidades, deseos y limitaciones ya no eran importantes. Cuando regresamos al barco y Osman comenzó a hacer chistes, yo me había sentido totalmente alejado de él y de su cobardía.
Nos lleva años aprender a rendirnos a lo que es más grande que nosotros mismos. Jack había pasado gran parte de su vida recibiendo entrenamiento para ese fin. Se suponía que los padres lograban sentirlo instintivamente tan pronto como nacían los hijos, pero algunos nunca aprendían a poner sus familias por delante de sí mismos de verdad.
Ayaan lo había descubierto en primaria. Era insultante, por no mencionar que también era inútil, negar la creencia más profunda de su alma.
La propia chica debió de oírnos —a duras penas logré mantener el volumen de mi voz después de que Kreutzer empezara a hablar de aquella manera—, pero estaba ocupada y no sintió la necesidad de intervenir en la conversación. Se estaba preparando. Se estaba preparando para que se la comieran viva.
De todas las cosas enfermizas que había visto desde que los muertos comenzaron a volver a la vida y el mundo se había sumido en un hambriento y envolvente horror, lo peor era ver a una chica de dieciséis años tocando el césped con la frente en un día soleado, en comunión con su dios. Podía comprender su motivación para desperdiciar su vida —incluso podía secundarlo, apretando los dientes, si era necesario—, pero sabía que era algo que me perseguiría para siempre.
Pero así eran las cosas. Era todo lo que podía aspirar a conseguir. Conseguiría los medicamentos, volvería a África y vería a Sarah. La tendría entre mis brazos y rezaría para que ella nunca tuviera que tomar decisiones como ésa, para que nunca tuviera que ver a gente aniquilarse por el bien de políticos corruptos de la otra parte del mundo. Construiríamos algún tipo de vida y yo me obligaría a olvidar lo que había sucedido. Por el bien de Sarah.
Mi misión estaba a punto de concluir. El precio: una chica de dieciséis años. Pero todo había terminado.
—No creí que fuera a ser tan sencillo —mascullé, golpeándome el muslo con un puño cerrado.
—Dekalb —dijo Jack—. Te olvidas de algo.
Oh, no, no me olvidaba. Era perfectamente consciente de que Marisol y los otros todavía estaban retenidos para convertirse en comida en un castillo en Central Park. Sabía que tenía la responsabilidad personal de matar a Gary.
También sabía que Ayaan me acababa de liberar. Había convertido todas esas cosas en minucias. En cosas que se podían ignorar. Podía cumplir mi misión sin apenas mover un dedo. El precio subía: doscientas vidas humanas. Doscientas una, si se contaba a Ayaan. Aun así, dudaba mucho de que los doscientos estuvieran igual de entusiasmados ante la perspectiva.
Jack no había terminado.
—Tengo algunas ideas, pero necesito a todos los hombres de los que pueda disponer para llevarlas a cabo. Te necesito, Dekalb. —Me miró fijamente aún cuando yo me resistía firmemente a mirarlo a él.
Finalmente, lo seguí hasta el tráiler sin decir ni una palabra y me hundí en una de las cómodas sillas. Kreutzer deambulaba al fondo, sin hacer más que frotarse las manos con nerviosismo mientras Jack estudiaba las imágenes en alta resolución de Central Park y las cosas que Gary había construido allí.
—Tenemos que empezar por un par de supuestos —dijo por fin, esa última palabra sonaba como algo que tenía mucha cola y que acababa de aterrizar en su boca. Éste era un hombre que creía que hacían falta datos contrastados para comprar un cepillo de dientes eléctrico. Organizar un intento suicida de rescate conllevaría declaraciones juradas ante notario de operativos de inteligencia y una carta firmada del Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas en la que se describiera con todo tipo de detalles cuál era su misión. Naturalmente, en este momento no se podía permitir esos lujos—. Vamos a comenzar por suponer que esto es posible. Después, vamos a dar por hecho que contamos con el equipo y el personal suficientes para llevarlo a cabo.
Asentí con la cabeza, pero seguí resistiéndome a mirar la pantalla.
—Vamos a dar por sentado que él sigue siendo lo bastante humano para compartir algunas de nuestras limitaciones. Que sólo se puede concentrar en una cosa a la vez.
Me froté el puente de la nariz.
—Quieres utilizar el suicidio de Ayaan como maniobra de distracción. —Naturalmente, tenía sentido. Gary anhelaba una sola cosa: vengarse. Si se le ofrecía en bandeja de plata, ¿cómo se daría cuenta de que nos colábamos a su espalda con una sierra para cortarle la cabeza?
Se me ocurrían un montón de cosas por las que se daría cuenta. No era estúpido. Ya lo había subestimado antes y el coste no había sido nimio. Pero Jack estaba pensando en el plano de las posibilidades, no en términos de qué pasaría, sino de qué podría pasar. Incluso yo sabía que eso era un terreno peligroso.
—Tenemos que dar por sentada otra cosa: él no sabía que esto estaba aquí cuando construyó sus fortificaciones.
El comentario me hizo levantar la vista. ¿Gary había pasado algo por alto? ¿Algo que podría resolver nuestros problemas? Jack tenía un dedo sobre la pantalla, señalaba una forma de planta rectangular sin ningún rasgo particular en el territorio del parque. Estaba ubicado en la manzana inmediatamente por debajo de donde cortaba la calle Setenta y nueve; antes era una carretera asfaltada y ahora no era más que un cordón de lodo. No tenía ni idea de qué era.
Cuando Jack me lo contó, tuve que pensar seriamente en lo que íbamos a hacer. En cómo lograríamos colarnos dentro de la fortaleza de Gary y salir con vida llevándonos a doscientos seres humanos en fila. No se podía hacer.
Pero íbamos a hacerlo.
—¿Cómo empezamos? —pregunté.