Capítulo 17

Gary entró en el recinto de Central Park como un héroe que regresaba a casa. Se sentía como si debiera llevar una capa. Tras él, lo seguían con soltura el hombre sin nariz y la mujer sin rostro.

Los trabajos de construcción del broch de Mael avanzaban a buen ritmo. Dos tabiques triangulares de soporte se alzaban a diez metros del suelo mientras que una de las paredes laterales ya superaba la cabeza de Gary. Los trabajadores muertos que estaban en el andamio tenían un aspecto poco firme en el mejor de los casos, pero subían y transportaban los materiales de construcción como si se tratara de reliquias de valor incalculable; colocaban los ladrillos tan juntos que Gary hubiera pasado apuros para intentar deslizar un trozo de papel entre ellos. Había grupos de hombres muertos en fosos ubicados alrededor de la construcción preparando los ladrillos, quitándoles el cemento viejo con las uñas. Algunos usaban los dientes.

Otras cuadrillas levantaban andamies, que eran entramados de tuberías de metal arrancadas de las fachadas de los edificios de Nueva York. Nunca se les agotarían las existencias. Las escaleras y plataformas que erigían los muertos eran poco estables y bastante precarias y los accidentes eran bastante frecuentes; en el breve lapso de tiempo que Gary había pasado en la zona del edificio, oyó en más de una ocasión el súbito golpe de un cuerpo no muerto cayendo al barro desde diez metros de altura. Con los huesos pulverizados y las extremidades inservibles, las víctimas volvían al trabajo en cuanto era posible: si todavía podían caminar, se suponía que podían arrastrar carretillas cargadas de ladrillos; si todavía podían utilizar los brazos se les ponía en los fosos a rascar cemento.

Los pocos desgraciados que efectivamente se quedaban paralíticos a causa de los accidentes aún eran de utilidad para Mael en calidad de taibhear o videntes, en el sentido más literal del término. Se les subía y ataba a las paredes en construcción del broch y sus ojos vigilaban el parque para el amo. Al carecer de ojos, él dependía de estos ayudantes, sin los cuales estaría ciego. Los muertos trepaban a las escaleras para alimentar con trozos de carne a los vigías y mantenerlos frescos.

El druida se sentaba en un montículo de rocas en el mismo centro del recinto. Su guardia de honor de momias estaba desplegada a su espalda, apoyadas unas contra otras, abrazadas a sus amuletos y escarabajos como una corte de magos deficientes. Delante de Mael, en el suelo, había extendido un mapa de la ciudad con puntos que indicaban las localizaciones de todos los supervivientes conocidos. Una de las momias se arrodilló frente al mapa mientras Gary se aproximaba y retiró las tres marcas de los lugares que Gary había asaltado durante la noche.

Apoyándose sobre su espada cubierta de cardenillo, Mael ahuyentó a la momia y levantó la cabeza para dar la bienvenida a su campeón.

¡Mi gowlach curaidh ha regresado! Tienes buen aspecto, amigo. La Gran Obra te sienta bien.

—Tengo derecho a existir —objetó Gary—, lo que significa que tengo que comer.

Sí, y lo has hecho muy bien. —La cabeza del druida se desplomó sobre su pecho—. Quizá demasiado. ¿Tenías que ser tan despiadado con los pequeños?

Gary se limitó a encogerse de hombros.

—Tú mismo dijiste que somos el mal y que debemos actuar como tal. Yo sólo seguía tus órdenes. —Gary se agachó y estudió el mapa. Quedaban muchísimos supervivientes, cientos. Podía seguir así durante meses y no quedarse sin alimento. Cualquier vestigio de compasión o simpatía que pudo sentir en su día por los vivos se estaba esfumando, quizá a causa de que le disparaban cada vez que se encontraba con ellos. O tal vez se estaba transformando en la criatura que Mael le había pedido que fuera—. Esto es lo que soy, ¿no? Un monstruo. No me critiques por ser bueno en mi trabajo.

Mael lo escudriñó un buen rato antes de darle la razón.

Sí. Perdona a un viejo mago por su palabrería sentimental. Tengo otro cometido para ti, amigo, uno que imagino que te gustará. Es un trabajo importante y requerirá de un hombre reflexivo para que salga bien.

Gary asintió. Estaba preparado para lo que fuera. Mael le había prometido que se sentiría en paz una vez hubiera aceptado el papel que el destino le había otorgado y, como era habitual, el druida tenía razón. Se sentía fuerte, mucho más que cuando había salido a rastras del sótano del Virgin Megastore con un agujero en la cabeza. Incluso más que cuando despertó por primera vez en una bañera llena de hielo.

Una mujer con unos vaqueros sucios y una camiseta atada al cuello que dejaba al descubierto sus pechos caídos y azulados tropezó y estuvo a punto de pisar el mapa. En su día debió de ser guapa, una latina con una generosa melena de cabello rizado. Pero para entonces, su rostro mostraba heridas supurantes y unos ojos nublados. Miró a Gary, después a Mael y, finalmente, apartó la vista. No era un comportamiento especialmente extraño para un muerto viviente, no obstante, a Gary le pareció que estaba más aturdida de lo que debería. Como si estuviera colocada, o en trance.

Para este trabajo necesitarás más refuerzos que tu comitiva habitual. Debes aprender a leer el eididh y a dirigir tropas en la batalla. Esta tiene una serie de conocimientos en su cabeza que quiero inculcarte, si eres capaz de hacerlo.

Gary se humedeció los labios, estaba más que excitado. Mael tenía poderes que le trascendían, iban mucho más allá, pero hasta el momento el druida había sido rácano a la hora de enseñarle trucos nuevos a su perro de ataque.

—¿Cómo…? —preguntó, pero sabía cuál sería la respuesta.

Ábrete, como ya te he dicho en otras ocasiones.

Gary asintió y alargó el brazo para coger a la mujer muerta por la nuca. Intentó hacer lo que ya había hecho otras veces: conectarse a la red de muertos, igual que hacía cuando tomaba el control de sus compañeros, igual que cuando había convocado a la multitud que devoró al superviviente Paul. Presionó hasta que notó el latido de su cerebro y aparecieron destellos blancos en los márgenes de su campo visual, pero sólo logró captar su atención. Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par, como si estuviera fascinada por las venas muertas de las mejillas de Gary.

Puedes hacerlo mucho mejor, hombre —se burló Mael—. No se trata de algo que puedas ver, oír o saborear. ¡Olvídate de esas cosas e inténtalo otra vez!

Un poco fastidiado, Gary hizo otro intento, y sólo consiguió desatar un zumbido en sus oídos. Sentía la sangre inerte agitándose en su cerebro, estaba seguro de que se iba a provocar un aneurisma. Pero entonces, al fin, algo crujió; en su mente surgieron unas molestas sombras, vetas de oscuridad, de energía oscura, que se transformaron en rayos, en hilos. Eran las hebras de la red que lo unía a todos cuantos lo rodeaban: la mujer muerta, Mael, los vigías colgados de la pared. Sentía al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro detrás de él.

Entonces vio la parte de atrás de su cabeza.

Estaba mirando a través de los ojos de sus subordinados, viendo lo que ellos veían sin dejar de usar sus propios ojos. Se volvió para mirar a la latina y sintió la conexión que los unía, la unión de la muerte. Sentía los pensamientos y los recuerdos que bullían alrededor de ella; era una información a la que ella misma ya no podía acceder porque su cerebro se había asfixiado cuando murió.

El suyo, no. De inmediato, dio con lo que Mael quería que encontrara. Algo que ella había visto mientras rebuscaba comida en la basura, algo importante. Una calle… una plaza… una entrada, una puerta de acero. Manos humanas, manos humanas vivas agarradas a los barrotes. Un ruido sordo chirrió y crujió en su entorno, sintió un sabor metálico en la boca, cobre, sangre seca, pero luchó por ignorarlo. Más seres humanos vivos, muchos más, cientos. Vio sus ojos tratando de ver en la oscuridad, sus ojos asustados. ¿Cientos?

Cientos. Su deslumbrante energía lo cegó. Quería arrebatarles esa energía.

Cuando volvió en sí, estaba a cuatro patas y un largo y reluciente hilo de baba caía desde su labio inferior al barro.

—¿Ahora? —preguntó.

Sí.

Gary hizo una señal y los trabajadores muertos descendieron de las escaleras para reunirse a su alrededor. Fue más allá con su mente y llamó a otros —un ejército de ellos— desde lugares tan lejanos como el lago. Una vez le cogió el tranquillo, era fácil. No necesitaba darles instrucciones detalladas como tenía que hacer con el hombre sin nariz y la mujer sin rostro. No tenía que gestionar las menudencias. Sencillamente les decía lo que quería y ellos lo hacían sin replicar. Era agradable. Era asombroso. Convocó a más, a tantos como pudo.

Déjame unos cuantos para poner un techo sobre mi cabeza, ¿eh, amigo?

Gary asintió, pero estaba demasiado ocupado reuniendo su ejército para prestarle demasiada atención al druida.

—Muchos… —dijo, sin saber si se estaba refiriendo a los vivos o a los muertos.