Capítulo 15
Me metí a presión entre las puertas de emergencia y bajé corriendo por la rampa hasta la acera, con cierta esperanza de no encontrarme solo. La comandante Ifiyah y su compañía estaban allí, esperándome, por lo que parecía, con un prisionero. Tenían a una persona arrodillada en el suelo con una cuerda alrededor del cuello.
No importaba. Tenía que contarle a Ifiyah lo que había sucedido. Había sido una estupidez por nuestra parte pensar que realmente encontraríamos los medicamentos que necesitábamos en esa ciudad maldita. Teníamos que marcharnos ya, antes de que nadie más muriese.
—¡Ifiyah! —grité, haciéndole gestos con las manos. Me agaché y me puse las manos sobre los muslos tratando de recuperar el aliento—. ¡Ifiyah! Al menos una de tus soldados está muerta. El enemigo está dentro, ¡vienen a por nosotros!
La comandante volvió la cara hacia mí con una estudiadísima expresión de desinterés.
—Tres muertas —dijo ella. Después vi a Ayaan a su lado. Oh, gracias a Dios, pensé al ver que al menos una de las chicas había sobrevivido—. Ayaan mantuvo el tipo y llevó a cabo una matanza con tus enemigos, Dekalb. Ya no quedan más.
Me dirigí adonde tenían al prisionero.
—Genial, pero aun así, no hay motivo para que nos quedemos aquí. Allí no había medicamentos. El hospital ha sido saqueado —le expliqué a Ifiyah.
Ella asintió distraídamente con la cabeza; por supuesto, Ayaan ya la habría puesto al corriente. Tuve un escalofrío al pensar qué más le habría contado Ayaan a su comandante. Cómo huí ante el primer signo de problemas (aunque seguramente lo entenderían: estábamos hablando de muertos viviente y abandoné a mis compañeras.
Mientras evaluaba el hecho de que no sólo Ayaan estaba en su derecha de hacer esa valoración, sino que estaba obligada a hacerlo y, de hecho, yo había sido bastante negligente respecto a mis obligaciones allí dentro, en aquel hospital, finalmente tuve tiempo para echar un vistazo al prisionero y comprobar que era uno de los muertos.
«Dios santo, tienen a una de esas bestias atada con una correa…» Mi cerebro me bramaba que me detuviese al tiempo que mis pies retrocedían, alejándome del cadáver animado. Para ser de su especie no tenía tan mal aspecto, se podían observar venas oscuras bajo su rostro blanco pastoso y sus ojos eran algo amarillentos, pero, en general, su piel estaba intacta. No obstante, me enseñó los dientes y yo solté un grito ahogado hasta que me percaté de que me estaba sonriendo.
—A Dios gracias, eres norteamericano —dijo él.
Sólo eso bastó para provocarme un dolor cerebral. Los muertos no hablaban. No gemían, aullaban ni se quejaban. Y, sin duda, no eran capaces de distinguir entre personas de distinta nacionalidad: eran verdaderos creyentes de la diversidad, los muertos eran devoradores que respetaban la igualdad de oportunidades.
—Tienes que ayudarme —rompió a hablar la cosa, pero entonces oímos un ruido sordo y volvimos la vista para encontrarnos a dos de los muertos —incluida la que no tenía ojos que había estado a punto de cogerme en el hospital— chocando contra las puertas de emergencia. Debían de quedar más de ellos dentro. Estaba demasiado oscuro para asegurarlo.
—Ifiyah, tenernos que volver al barco ya —dije, pero la comandante bahía llegado a esa conclusión antes que yo. Hizo unas señas con las manos a sus escuadrones y, tras un par de ladridos, estuvimos en marcha. Ayaan estaba a mi lado por casualidad.
—Pensaba que habías dicho que habías acabado con todos —le dije; no me sentía muy generoso en ese momento.
—Pensaba que así era —replicó ella. Enfocó la mirada hacia el hospital, pero las puertas aguantaban. Los muertos carecían de la agudeza mental necesaria para deducir que tenían que accionar la palanca en lugar de empujarlas sin más.
—Los dos que se comieron a mis dos hermanas kumayo ya no existen. No te he oído disparar para defendernos. No eres un hombre, Dekalb, ¿verdad?
Al menos, sabemos eso.
Me ardía el rostro con una sensación que se componía de un poco de rabia, un poco de culpa y, en gran medida, de fastidio porque ella no lo entendía, ella no entendía por lo que yo había pasado. Sin embargo, era consciente de que era mejor no decir nada. Incluso a mis propios oídos sonaría como un crío malcriado. Apreté los dientes y aceleré el paso para alejarme de ella. Había hecho una suposición correcta al pensar que era demasiado disciplinada para romper la cadena de mando. Al avanzar alcancé al muerto prisionero y a la soldado que lo llevaban con la correa, era Fathia, la experta con la bayoneta.
—Escucha, por favor, habla con ellas en mi nombre —me suplicó el hombre muerto cuando me vio.
Cuando desembocamos en la Catorce, negué con la cabeza, apenado. —¿Qué demonios eres tú? No. eres uno de ellos, no de verdad…
—Sí, de verdad —reconoció él y bajó la cabeza—. Sé lo que soy; no hace falta que me amargues. Sin embargo, no es todo lo que soy. Antes era médico— —No era capaz de mirarme a los ojos—. Vale, para ser sincero, era estudiante de medicina. Pero podría ayudaros, todos los ejércitos necesitan médicos, ¿verdad? Sí, ¡como en MASH! ¡Yo podría ser vuestro Hawkeye Pierce!
La masacre en el hospital había saturado mi imaginación.
—Un médico. ¿Te… te atacó uno de tus pacientes? ¿Te atacó alguno que pensabas que todavía estaba vivo?
—Por cierto, mi nombre es Gary —respondió él, apartando la vista de mí. Extendió la mano, pero no logré reunir valor para estrechársela—. Lo entiendo —dijo él—. No, no fue uno de mis pacientes. Me lo hice yo mismo.
Debí de palidecer.
—Mira, no parecía que hubiera alternativa. La ciudad estaba en llamas. Nueva York estaba ardiendo hasta los cimientos. Todos los demás estaban muertos. O me unía a ellos o me convertía en su cena, ¿vale? —Al no responderle, levantó la voz—: ¿Vale?
—Claro —farfullé. No tenía ningún sentido… salvo porque sí lo tenía. Yo había hecho cosas terribles para sobrevivir a la Epidemia. Le había confiado mi hija de siete años a una caudillo militar fundamentalista. Había encerrado a mí mujer y la había abandonado. Todo porque parecía la elección lógica en el momento.
—Como te he dicho, soy médico, así que sabía lo que me sucedería. Sabía que mi cerebro comenzaría a morir en el segundo que dejara de respirar. Ése es el motivo por el que los muertos son tan estúpidos: entre el momento es que mueren y en el que vuelven les falta oxígeno en el cerebro y las células se mueren. Pero no tenía por qué ser necesariamente así. Yo podía proteger mi cerebro. Tenía el equipo. Dios, apostaría cualquier cosa a que ahora mismo soy la persona más inteligente del planeta. —La más inteligente de los no muertos —le aclaré. —Si no te importa, prefiero el término «no viviente». —Me sonrió para demostrarme que estaba bromeando. Parecía tan desesperado y solo, yo hubiera querido acercarme a él, pero, venga, vamos. Incluso para un defensor de causas perdidas como yo, en este caso todavía había un trecho.
—Me conecté a un aparato de respiración asistida y después me sumergí en una bañera llena de hielo —explicó Gary—. Eso detuvo mi corazón de inmediato, pero el oxígeno siguió llegando a mi cerebro. Cuando me desperté todavía tenía pensamiento autónomo. Todavía puedo controlarme, Puedes confiar en mí, ¿vale, tío?, ¿de acuerdo?
No respondí. Las soldados se habían parado e Ifiyah estaba vociferando órdenes que no entendí. Observé la calle, intentando deducir qué sucedía. Estábamos enfrente de Western Beef, el mercado de carne. No hubiera entrado ni por un millón de dólares. Dos puertas más allá, había otro tipo de mercado de carne: un pretencioso club nocturno llamado Lotus. Ese era el Meatpacking District. Se podía cortar la ironía con una cuchara.
Ayaan se apoyó sobre una rodilla y levantó su arma. ¿Alguien había oído algo? No detecté ningún movimiento entre las pilas de cartones que había frente a Western Beef. El olor era espantoso, pero ¿qué se podía esperar de un almacén lleno de carne cuando se va la luz?
La puerta del Lotus se abrió primero. Un hombre bajo y rechoncho con un moderno traje negro salió a la calle tambaleándose. Desde nuestra perspectiva, podía ser que tan sólo estuviera borracho, no muerto. Ayaan apuntó con una lentitud y precisión perfectas, el disparo entró en su sien izquierda. Se derrumbó en la calle, un amasijo desgarbado de tela negra como un cuervo muerto.
—Puede que haya más —dije en voz alta. Uno de los comentarios más superfluos que hecho en mi vida. El disparo vibró en el aire que nos rodeaba como una campana, el sonido reverberó en las fachadas de cemento y los edificios de ladrillo mucho después de que el hombre cayera muerto. Otros vinieron convocados por el ruido.
Docenas de ellos, tipos grandes y fornidos con delantales blancos que salían a trompicones del Western Beef, turistas europeos cutres surgieron del club, ni siquiera se detenían para saludarse unos a otros, algunos incluso se daban manotazos en su locura por alcanzarnos. Las docenas se convirtieron en veintenas.
Y al sumar los muertos que venían cojeando desde los edificios de todas las direcciones, bueno…
Las veintenas se convirtieron en centenares.