Capítulo 5

Cinco semanas antes:

Mama Halima tenía sida, que era de hecho una condición demasiado extendida en África. Dependía de mí encontrar los medicamentos que necesitaba, la combinación de pastillas que mantenía baja su carga viral y evitaba que se debilitara. Aquello significaba una nueva vida para Sarah, y tal vez incluso para mí. Me pidieron que identificara los hospitales y los almacenes de suministros, las oficinas centrales de organizaciones internacionales de ayuda médica y las clínicas construidas por la Organización Mundial de la Salud. Naturalmente, hice lo que pude. Marqué cruces en los mapas, después me llevaron a los lugares que yo había señalado y me mantuvieron con vida mientras los saqueaba.

En Egipto, los rifles resonaron en la oscuridad, uno a uno. Los cuerpos giraron sobre sí mismos y cayeron, muertos. No tuve que acercarme demasiado para ver sus caras. Y me alegraba.

Las tiendas se agitaban sobre sus palos de aluminio con la fuerte brisa procedente del desierto, las ráfagas de aire pasaban sobre ellas. En la parte superior de cada tienda había pintada una cruz roja para que fueran visibles desde el aire. Dentro, a la luz de una lámpara de keroseno, niñas no mucho mayores que Sarah volcaban una caja detrás de otra, vaciando los contenidos sobre el suelo de tierra. Bolsas de plástico llenas de antibióticos, analgésicos en blísteres, insulina en jeringuillas hipodérmicas ya cargadas. Revisé los tesoros uno a uno, leyendo las inscripciones impresas en negrita en cada etiqueta. La Cruz Roja había abandonado el campamento y había dejado un tesoro oculto. ¿Cuánta gente estaría muriendo cada segundo en África esa noche por no tener unas cuantas pastillas de eritromicina?

Una chica de dieciochos años con uniforme militar cruzó la entrada de la tienda y escudriñó mi rostro. Me agaché entre los medicamentos esparcidos por el suelo y negué con la cabeza.

—Aún no —le dije.

Cuatro semanas antes:

Dos días después de salir de Dar es Salaam encontramos el hospital de campo que habían construido Médecins Satis Frontiéres entre los restos de un campamento fortificado. El centro de atención estaba colocado bajo una colina donde la naturaleza crecía sin control. Los árboles tapaban la estrecha entrada estilo bunker. Los nidos de ametralladoras estaban en pie, abandonados a la lluvia. Dentro del centro, bajo la tierra, iluminamos con las linternas cada rincón, encendimos las luces de cada quirófano, de cada sala de examen. Mi linterna seguía iluminando cosas en la espeluznante oscuridad, sombras con formas humanas, destellos, reflejos de mi propia cara en cuñas y lavabos limpios.

Allí no había nada. Ni una pastilla, ni una pizca de polvos medicinales. El lugar había sido desmantelado por profesionales, no quedaba nada, excepto miedo y sombras. Salimos al exterior, a la luz del sol y, de repente, las chicas soldado que me rodeaban levantaron las armas. Algo iba mal, lo notaban.

Yo no percibía nada en absoluto. Entonces lo oí: un sonido, el crujido de unas ramitas rotas por el peso de un pie humano. Un segundo después, noté el olor.

Estaba empezando a aprender algo de somalí. Sabía que su superior les había ordenado protegerme a toda costa. No me sentía demasiado halagado. Más de una vez se me había recordado que yo era el único que sabía dónde estaban los medicamentos.

Nos retiramos hacia el agua en una formación no muy definida en la que yo ocupaba el centro. Cada tanto, alguien disparaba. No veía nada entre los árboles. Lo logramos.

Tres semanas antes:

—¿Cuántos millones de personas en África tienen sida? —pregunté—. ¿Cuántos han tenido la misma idea que nosotros?

—Por tu bien, Dekalb, yo esperaría que ninguno. —Ifiyah, la comandante de las soldados adolescentes, hizo un gesto complicado. Las tropas estaban alineadas a su espalda. Detrás de nosotros, las oficinas centrales de Oxfam en Maputo estaban a oscuras, abandonadas. Como todos los malditos edificios de África. Seis días antes habíamos avistado algunos supervivientes en Kenia. Por lo que sabíamos, en Mozambique no había ninguno. Fuimos en helicóptero, sobrevolamos la selva, y durante el trayecto no vimos nada moverse, nada en absoluto.

Los muertos estaban allí fuera. Probablemente estaban más cerca de lo que me hubiera gustado. Nuestro plan —mi plan— consistía en asaltar el centro de Oxfam sin contemplaciones, y salir antes de que ningún bastardo inmortal pudiera olernos y venir a por un aperitivo. No obstante, un vistazo en el interior de las instalaciones de Maputo nos convenció de que estábamos perdiendo el tiempo. El lugar había sido devorado por las llamas. Dentro no quedaban más que cenizas frías y alguna que otra brasa.

—No quedan medicamentos para el sida —grité a la espalda de Ifiyah mientras ella se alejaba de mí. El rifle se bamboleaba en su hombro, pero no se volvió para mirarme a la cara—. Aquí no. Ya no. —Estaba demasiado cansado para tener aquella discusión. Dormía unas tres horas cada noche. Y no era por falta de oportunidad. Era por puro pánico.

—Entonces ¿qué es lo que propondrías? —me preguntó. Su voz era peligrosamente suave.

—No lo sé. No conozco ningún sitio más donde buscar, por lo menos en África. —Incluso las oficinas de Oxfam habían sido una opción forzada. Oxfam era una organización de desarrollo: nunca almacenaban medicamentos—. Sólo conozco un sitio en el que hay lo que estás buscando.

—¿Estás seguro de que en ese lugar hay lo que buscamos? ¿Por qué no lo has dicho antes? —Entonces sí se volvió para mirarme.

—Porque está a medio mundo de distancia —le expliqué. Era una broma sin ninguna gracia, lo sabía. Era el único consuelo que podía ofrecer, la seguridad de que existía lo que ella quería, aunque fuera en un lugar inalcanzable.

Nunca imaginé que me tomaría en serio.

—El edificio de Naciones Unidas —le dije.

—¿Qué edificio de Naciones Unidas? Hemos visto muchísimos, tú y yo, en estas dos semanas. —Me miró con los ojos entrecerrados, como si supiera que yo estaba bromeando, pero no lo cogió.

—No, no, el edificio de las oficinas centrales de Naciones Unidas. El edificio de la Secretaría General, en Nueva York, Estados Unidos. Hay una enfermería en la quinta planta. Solía ir cada año para vacunarme contra la gripe. Es como un hospital en miniatura. Tienen medicamentos para cualquier enfermedad que se te ocurra, cualquier cosa que un delegado pueda coger. Hay una sala para tratamientos crónicos. Medicación para el VIH que no te creerías…

Me mostró los dientes, parecía confusa, pero sólo por un segundo.

—Muy bien —dijo.

—Vamos, estaba bromeando —le dije una hora más tarde cuando nos subimos a los helicópteros y nos dirigimos a Mogadiscio—, No podemos ir a Nueva York a buscar esos medicamentos. Es una locura.

—Por salvarla haré cualquier locura encantada —me replicó Ifiyah. Su mirada era inflexible, tranquila—. Iré al otro lado del mundo, sí. Y tocaré la cara de la muerte, sí.

—¡Pero piénsalo un segundo! Ya no se puede volar a Nueva York sin más. No hay ningún lugar seguro para aterrizar allí.

—Entonces iremos en barco.

Sacudí la cabeza.

—Aun así, aun así… ¿Cuántos muertos hay en Manhattan ahora mismo?

—Podemos combatirlos —me respondió sin más.

—Has luchado contra docenas de ellos antes. Quizá cien a la vez. Habrá diez millones en Nueva York. —Esperaba que eso le asustara. A mí me asustaba muchísimo. Ella sencillamente se encogió de hombros.

—¿Has oído hablar alguna vez de la ablación? —me preguntó—. ¿Sí? Es una práctica muy habitual en Somalia. O lo era.

Negué con la cabeza, no quería que me distrajera. Sabía adónde quería ir a parar y no podía permitir que la conversación se desviara.

—Sé lo que es, una especie de circuncisión femenina…

Ifiyah me interrumpió.

—La circuncisión del clítoris es sólo la primera parte. Después los hombres cosen la vagina para cerrarla. Dejan una pequeña abertura para que pasen la orina y la menstruación. Cuando la chica se casa se arrancan algunos puntos, para que el marido pueda follársela como quiera. Muchas chicas contraen infecciones a causa de este amoroso procedimiento. Aquí mueren muchas más mujeres en el parto que en cualquier otro lugar. Mueren muchas más cuando tienen su primera regla.

—Eso es horrible. He dedicado mi vida a trabajar contra barbaridades como ésas —le aseguré, intentando recuperar algo de terreno. Ella no quería oírme. —Mama Halíma mata a cualquier hombre que intenta hacerlo. Lo ha ilegalizado. Era demasiado tarde para mí, pero no para mis hermanas kumayo. —Hizo un amplio gesto con el brazo, señalando a las chicas que iban sentadas en los asientos de los tripulantes con el cinturón abrochado—. Ellas no padecerán vuestras barbaridades. Así que si me estás preguntando si haré una locura e iré a Norteamérica a conseguir esas pastillas para salvar a Mama Halima, creo que tienes la respuesta.

¿Qué podía hacer después de aquello excepto bajar la cabeza avergonzado?