Capítulo 15
El mejor plan de Jack —el plan que llevaba días pensando, planificando e imaginando todas las formas en que podía llevarse a cabo— era matar a todos los vivos de la fortaleza de Gary. Construiría ocho bombas, todas con gas nervioso VX suficiente para acabar con la población de un barrio de la ciudad. Después, entraría a la carrera en la fortaleza con el detonador en la mano. Ya lograra acercarse al exterior del criadero de Gary, o entrara en el espacio donde estaban cautivos los supervivientes —y tal vez, en el proceso, lograba ver una última vez a Marisol— o fuera detenido por los muertos en el camino, en cualquiera de los casos, él apretaría el botón del detonador. La nube de gas tóxico resultante se extendería a lo largo y ancho de esa parte de la ciudad. Tardaría horas en disiparse. Cualquiera que se expusiera a ella, incluso durante unos pocos minutos, moriría. No había defensa contra el VX. No bastaba con contener el aliento y esperar que se disipara. Una vez que impregnaba la piel, estabas muerto. De nada servía lavarse.
Creía que utilizando el gas nervioso se aseguraría de que los muertos no se volvieran a levantar. La acción del VX consistía en interrumpir todo el sistema nervioso haciendo imposible que el cuerpo funcionara. Quizá hubiera evitado que Marisol y los supervivientes de Times Square volvieran a la vida. Nunca lo sabremos.
Intentamos matarnos el uno al otro durante aquel espantoso segundo con todo lo que nos restaba. Lo apuñalé con el machete de combate y me tiré encima de él. El utilizó toda su destreza con un arma de fuego e intentó dispararme al corazón. Disparar a un ser humano vivo es diferente a disparar a un muerto viviente. Cuando disparas a un ser humano vivo, especialmente uno que se mueve, entonces, disparar a la cabeza, me habría dicho Jack, es difícil incluso desde cerca, cuando disparas con el arma a la altura de la cadera. Aunque logres dar en la parte más huesuda de la anatomía humana, que es la parte más propensa a desviar un disparo. Puede que logres alcanzarlo en el cuero cabelludo, lo que sólo conseguirá cabrearlo. Puede que le des en la mandíbula, lo que le producirá una herida fea, pero en el shock del impacto la mayoría de la gente ni siquiera lo sentirá. Sin embargo, un disparo en el pecho como mínimo, perforará el pulmón. En términos de poder de detención, siempre deberías disparar al torso.
Yo no tenía entrenamiento con el machete. No conocía ningún movimiento especial. Sin duda, no sabía cómo matar a un ser humano vivo con un cuchillo. Me limité a saltar, saqué mi cuchillo y esperé que todo saliera bien.
El falló. Supongo que es posible que él no quisiera dispararme de veras, que sólo me estuviera haciendo una advertencia. Pero estamos hablando de Jack, así que creo que podemos descartar sin demasiadas dudas esa posibilidad. Es mucho más probable que no lograra apuntarme bien. Recordad, todo esto sucedió a la luz de cuatro lámparas químicas. Tubos luminosos. Yo era una sombra acercándome a él en una habitación llena de sombras. Y falló.
Yo, no.
Había sangre —tantísima sangre— encima de ambos que no me di cuenta de qué había pasado hasta más tarde, cuando tuve oportunidad de examinarme y no encontré ningún orificio de entrada humeante. Yo había logrado acuchillarlo a través de muchas arterias y venas principales. Su sangre no sólo se derramaba, manaba de su abdomen. El salvajismo de mi corte era tal que alojé el cuchillo en su interior y lo dejé allí. Era como cortar un chuletón al punto con un cuchillo bien afilado.
Tiempo después, pensaría en numerosas ocasiones sobre ello. En ese momento, me quedé tumbado encima de él, respirando con dificultad, totalmente inconsciente de lo que estaba sucediendo a mí alrededor; sólo sabía que todavía estaba vivo, y también estaba bastante seguro de que no por mucho tiempo.
El disparo se oyó en toda la fortificación. Una delación absoluta de nuestra presencia.
Cuando la puerta se abrió, yo no la oí aunque debió de hacer un fuerte ruido. Cuando las manos del muerto se estiraron para cogerme, yo apenas las noté. Era más consciente de cómo mi peso hizo que me deslizara de entre sus dedos una y otra vez. Me sentía como el objeto inamovible original. Me sentía como si no hubiera fuerza en el espacio y el tiempo capaces de moverme.
Al final, el muerto me cogió de los tobillos y me arrastró fuera de la sala de máquinas. También sacaron a Jack a rastras. Todavía estaba vivo. Más o menos. Tenía los ojos abiertos y brillantes. Me miraba exento de emoción mientras nos arrastraban por un largo pasillo, se nos bajaban los pantalones y nuestros culos se deslizaban sobre las irregularidades del suelo, la fricción me quemaba el cuerpo en los lugares que tocaba las baldosas.
Entonces, el tiempo se descongeló y yo traté de defenderme. Me abalancé hacia delante, cogí los dedos podridos que estaban atenazados alrededor de mis tobillos. El muerto me soltó y yo rodé hasta sentarme, antes de que pudieran patearme hasta la muerte.
Creedme, lo intentaron. Me las arreglé para recuperarme y ponerme de pie. Entonces, cinco de ellos más o menos se lanzaron sobre mí, sus hombros se apoyaban en mi pecho y mi espalda. Con tan sólo el peso de sus cuerpos putrefactos me aplastaron contra la pared. El hedor era terrible, sobre todo al mezclarse con la peste oleaginosa de la sangre de Jack que empapaba mi camisa.
No me ataron; carecían de la coordinación para hacerlo. Sin embargo, me empujaron hacia delante con las manos y los pies como si fueran niños jugando con una lata. Cada vez que me daba la vuelta para atacarlos, me volvían a espachurrar contra la pared hasta que me calmaba.
Tenían todo el tiempo del mundo. No se iban a cansar. Al final, sencillamente me dejé llevar. Llegamos a un lugar en el que el pasillo se convertía en una amplia sala. Entonces, me tiraron al suelo y me dejaron a cuatro patas. Yo levanté la vista.
Seis hombres muertos formaban un círculo en las paredes de la sala. La habitación, circular y de techo alto, no era tan grande como yo hubiera esperado. Parecía más pequeña porque la mayor parte del suelo había sido perforada y convertida en una enorme cuenca, una tina. Una bañera. La cavidad estaba llena de un líquido con un olor repugnante. Reconocí el hedor del formaldehído, un precursor químico, un ingrediente presente en muchas armas químicas. Me habían entrenado para reconocer ese olor. Algo del tamaño de una col grande flotaba sobre la superficie, pero no podía verlo bien, la luz del día entraba por el cielo abierto y yo estaba cegado por la claridad tras haber pasado tanto tiempo dentro del túnel y la sala de máquinas.
Una momia —una momia egipcia de verdad, con asquerosas vendas que le colgaban de las extremidades— cogió a Jack de un pie y le puso unas esposas de policía alrededor del tobillo mientras lo suspendía en el aire. Tomé nota mentalmente: las momias son muy, muy fuertes. Aunque tampoco esperaba sobrevivir el tiempo suficiente para sacarle partido a esa información. El otro extremo de las esposas se cerraba alrededor de un gancho que pendía de una cadena que subía hasta la abertura por donde entraba la luz. Izaron la cadena unos cuantos centímetros y Jack se quedó balanceándose como una res en un gancho de carne. No se movía en absoluto. La sangre caía como un denso riachuelo por su brazo izquierdo hasta el suelo. No era capaz de mirarlo. Si seguía vivo, debía de estar sufriendo muchísimo. Si estaba muerto, no lo estaría durante mucho tiempo.
Volví a mirar hacia la cosa con forma de col de la bañera. Abrió dos ojos muy rojos. Me sonrió. Era la cabeza de Gary.
—Hola —dijo él.
Miré a mi izquierda y a mi derecha. Los muertos se habían apartado de mí, como si le estuvieran presentando la comida a su amo. Me incliné hacia delante, con las manos como garras, con la intención de arrancarle los ojos a Gary o algo. Me bastaba con herirlo, de cualquier forma. Me separaba un largo trecho del funcionario amante de la paz que él había conocido en Union Square. Él estaba a punto de descubrir cuánto.
Gary se puso de pie en su bañera, haciendo un sonido similar al de las olas al romper en la orilla, y alargó una mano para darme un bofetón que me tiró al suelo. Me quedé sin aire en los pulmones y aparecieron chiribitas ante mis ojos. Levanté la vista y vi la mano que me había derribado. Era como una de esas manos de espuma extra grandes que reparten en los encuentros deportivos. Era enorme, cada dedo tan grueso como el tallo de un árbol joven. Gary estaba desnudo, su cuerpo era una masa temblorosa de grasa y venas muertas. Era gelatina de cadáver embuchada como una salchicha a punto de estallar en cualquier momento.
Medía dos metros treinta de alto y un metro ochenta de ancho. Debía de pesar quinientos kilos. La cabeza no le había crecido en absoluto. Parecía diminuta, una verruga entre los hombros, tenía el cuello enterrado entre michelines. Bajó la vista para mirarse.
—Pico entre horas —explicó.