Capítulo 9
—Ése está demasiado activo —dijo Ayaan, barriendo el muelle con los prismáticos. El muerto en cuestión no llevaba nada más que unos vaqueros muy ajustados, desbordados por su carne hinchada. Se agarraba a una pila de madera con una mano mientras que con la otra arañaba el aire. Su cara hambrienta siguió el barco cuando pasamos de largo.
Desde lo alto de la timonera, Mariam pidió su rifle Dragunov y una de las chicas se lo pasó. Mariam se afianzó apoyándose en la torre de radar del Arawelo y miró a través del visor de su rifle de francotiradora. Me coloqué los dedos en las orejas un momento antes de que disparase. El hombre muerto del muelle dio una vuelta en medio de una nube de restos de materia gris y cayó al agua.
Tenía dieciséis años y Mariam ya era una experta francotiradora. ¿Cuándo habían tenido tiempo las chicas soldado de entrenarse? Supongo que no había ninguna otra cosa que hacer en Somalia. No había televisión por cable ni centros comerciales.
Osman se aclaró la garganta y yo devolví la mirada al mapa.
—Aquí —dije señalando una H azul en el mapa, sólo a unas manzanas del Hudson. Levanté la vista hacia la línea de edificios de la orilla y señalé un hueco entre dos de ellos—. El Centro Médico St. Vincent. Tienen, mejor dicho, tenían un centro de tratamiento de VIH. —Me encogí de hombros—. Es peligroso. Estaremos lejos del campo visual del barco por lo menos una hora. Pero es la mejor opción sino no podemos llegar a las Naciones Unidas.
El capitán se frotó la cara y asintió. Le gritó a Yusuf una orden para que llevara el barco a una dársena vacía y las chicas se fueron poniendo en pie en la cubierta, echándose las armas al hombro y comprobando su funcionamiento. Osman y yo nos peleamos con un trozo de aluminio ondulado de tres metros de largo y los mismos de ancho, que hacía las veces de pasarela del pesquero.
Los motores chirriaron y el agua se arremolinó cuando Yusuf detuvo la embarcación de golpe. Las chicas comenzaron a saltar a tierra incluso antes de que hubiéramos colocado la pasarela: la comandante Ifiyah en primera posición, ordenando a todas sus hermanas kumayo a unirse a ella. Rugían como leones mientras corrían a sus puestos en dos filas de doce integrantes cada una sobre el muelle de madera (Mariam todavía seguía arriba con su Dragunov). Yo me puse la mochila en los hombros, estreché la mano a Osman y emprendí camino bajando cuidadosamente por la pasarela como si tuviera miedo de caerme al agua. Estaba tranquilo, mucho más que cuando habíamos probado el camino del East River. Ayaan me había enseñado un truco: provocarme el vómito antes de la batalla para no sentir el impulso después. No me había costado mucho. El olor a muerte y decadencia que desprendía Manhattan se sumaba a mi malestar general y me había dejado mareado desde que habíamos divisado la Estatua de la Libertad.
El sonido de mis pisadas sobre el muelle tenía eco a causa de la quietud imperante. Me desplacé para agacharme detrás de Ayaan, que no me prestó atención alguna. Estaba concentrada, absolutamente en paz en esa locura. Levanté mi propio AK-47 e intenté emular su postura de disparo, pero sabía por la manera que me pesaba la culata en el hombro que lo estaba haciendo mal.
—Xaaraan —dijo suavemente, pero no se dirigía a mí. La palabra significaba «ritualmente sucio», o más literalmente, «carne sacrificada impropiamente». No se me ocurría una descripción más acertada para los hombres y las mujeres que venían hacia nosotros por el muelle. Rostros con muecas grotescas sobre cuerpos hinchados y sangrientos que se inclinaban en ángulos antinaturales, las manos se alargaban en nuestra dirección retorcidas como garras, los dientes rotos, los ojos en blanco, su silencio; el silencio era lo peor. La gente, la gente de verdad hacía ruido. Estos eran muertos.
—Diyaar! —gritó Ifiyah y las chicas abrieron fuego, un rifle después de otro saltaba hacia arriba después del estruendo que dejaba un cadáver más dando vueltas antes de impactar contra el muelle. Vi como uno era alcanzado en los dientes. El esmalte danzaba por los aires. Otro con el pelo hasta hombros se doblaba sobre el estómago pero seguía avanzando hacia nosotros, corriendo y a la vez cojeando sobre unos pies inseguros, renqueando en nuestra dirección de una forma inexorable que me aterrorizaba. Una mujer con una chaqueta vaquera y unas botas negras le adelantó y vino directa a por mí; el viento le apartaba el cabello y desvelaba que le habían devorado las dos mejillas. Sus mandíbulas se abrían y cerraban con anticipación mientras tendía los brazos para agarrarme. Una nube de humo estalló en su estómago y cayó de espaldas, pero otros la apartaron para coger su puesto.
—Madaxa! —ordenó Ifiyah: «Disparad a la cabeza». Vi a unas cuantas chicas cambiar de postura nerviosas y levantar los cañones de sus rifles un pelo. Dispararon otra vez y los muertos cayeron, haciendo un ruido sordo al golpearse contra el muelle o rodando hasta caer al agua, o desplomándose de espaldas sobre la muchedumbre que acababa de aparecer a su alrededor y se aproximaba más rápido. ¿Habían estado esperándonos? Había tantos, incluso con el ruido que estábamos haciendo no podía creer que hubiéramos atraído a tantos sin que estuvieran advertidos de nuestra llegada. A menos que, tal vez, Nueva York, la ciudad permanentemente abarrotada, simplemente tuviera tantos muertos vivientes. Si ése era el caso, estábamos perdidos. Sería imposible lograr nuestra misión.
—Iminka —jadeó Ifiyah. Ahora. Horrorizado como estaba apenas me había percatado de lo más horrible de todo, los muertos nos estaban ganando terreno. Sólo unos pocos metros nos separaban de la marea que se acercaba. Las chicas no se asustaron, pero yo sí, estaba híper ventilando y muy cerca de hacérmelo en los pantalones. Como si fueran una única persona, ajustaron los rifles con un sonoro chasquido y abrieron fuego automático.
Si creía que la matanza de antes era terrible, bueno, no tenía ni idea. Había visto rifles en disparo automático en otras ocasiones. En mi trabajo como inspector de armamento hubo muchas ocasiones en las que algún cacique local o atamán quería impresionarme presenciando su despliegue de armamento. Sin embargo, nunca había visto armas automáticas de asalto dirigidas contra norteamericanos. No parecía importar que ya estuvieran muertos. La primera línea que estaba ante mí explotó, las cabezas trituradas, los cuellos y los torsos hechos jirones fibrosos. Los que estaban detrás se agitaban sin parar como si estuvieran teniendo violentos ataques mientras las balas los acribillaban por todas partes.
No se puede describir el ruido de veinticuatro Kalashnikov a pleno fuego automático, así que no lo intentaré. Te sacude, literalmente, la vibración te hace sentir que tu corazón se va a parar y la intensidad del ruido puede llegar a dañar los órganos internos en exposiciones prolongadas. Y seguía, seguía y seguía.
Cuando acabó, estábamos ante una pila de cuerpos inmóviles. Una mujer con una camiseta que decía I Love New York con las mangas arrancadas, luchaba para salir de la montaña y abrirse camino hacia nosotros, pero una de las chicas —Fathia— dio un paso adelante y le clavó la bayoneta del extremo del rifle en la cabeza. El cadáver se derrumbó. Después de eso, todos tuvimos el zumbido en los oídos durante un rato, observamos detenidamente el extremo del muelle, a la espera de una nueva oleada, pero no aparecieron.
—Nadiif —anunció Ifiyah. El muelle estaba despejado. Las chicas se relajaron visiblemente y se colgaron los rifles al hombro. Unas cuantas se echaron a reír armando mucho bullicio y patearon los cuerpos masacrados sobre: el muelle de madera. Fathia e Ifiyah chocaron los cinco. Todas las chicas sonrieron, excepto Ayaan.
Su cara era impasible como una máscara cuando extendió la mano y cogió la boca del cañón de mí Kalashnikov. Me estremecí, creía que se estaba quemando a propósito por algún motivo —el AK-47 era conocido porque se sobrecalentaba después de disparar durante periodos prolongados—, pero entonces retiró la mano y me mostró la palma intacta.
—No has disparado —dijo Ayaan. La indignación de su rostro era fulminante.
De repente me dí cuenta de que no había hecho ni un disparo. Había estado demasiado ocupado observando a las chicas.
—No soy un asesino —protesté.
Ella negó con la cabeza amargamente.
—Si no vas a luchar, entonces ya eres uno de los xaaraan.
Las chicas se diseminaron por el muelle, la comandante Ifiyah se puso al volante de la furgoneta mientras ellas barrían la costa en busca de cualquier señal de movimiento. Ayaan se apresuró a retomar su posición al frente de la formación en cuña. Yo me volví y miré hacia el Áramelo. Osman me hizo una señal de que todo iba bien levantando el pulgar. — Síguelas ya, Dekalb —dijo, mostrando una amplia sonrisa—. Estaremos aquí, protegiendo el barco.