Capítulo 12
Nuestro paseo a través del Upper East Side me provocó un dolor de huesos y me dejó empapada la espalda de sudor, pero no nos divisaron, que era lo principal. Las calles estaban desiertas, era de suponer que Gary había convocado a todos los muertos de esa zona para que se unieran a su ejército. Eso no significaba que no nos la estuviéramos jugando. Nos movíamos por las calles de Manhattan utilizando una estrategia para ponernos a cubierto que Jack llamaba «sobrevigilancia limitada», lo que significaba que yo me escondía en una entrada a la sombra, vigilando la esquina, mientras Jack cruzaba el espacio abierto tan rápido como podía. Después, tomaba posición detrás de algún tipo de cobertura y yo hacía lo mismo que él acababa de hacer, sólo que con mucha más torpeza.
Vimos que una serie de edificios habían sido derrumbados por medio de la fuerza bruta, seguramente para extraer los ladrillos de la torre de Gary. Había manos y pies entre las pilas de escombros. Era evidente que a Gary no le importaba mucho la seguridad laboral cuando enviaba a sus tropas en busca de materiales de construcción. Sólo vimos a un hombre muerto en activo, lo que fue suficiente para provocarme palpitaciones. Si Gary hubiera estado usando sus ojos en ese momento, estaríamos jodidos, y hasta que no llegáramos al parque y supiéramos si Gary nos había descubierto no teníamos forma de saber si eso había sucedido. Pensar en ello me hacía desear entregarme al pánico, así que intenté quitármelo de la cabeza. Lo que no funcionó.
El tipo muerto estaba de pie en medio de Madison, un tramo prácticamente vacío de coches. Nos estaba dando la espalda, observando el escaparate de una tienda tapado con una valla publicitaria que habían convertido en una cartelera gigante. APERTURA EN 2005: LA PERLA, aseguraba el anuncio. Debajo había una mujer explosiva que no llevaba nada más que un sujetador y unas bragas, con la espalda arqueada y la cara mirando hacia la cámara con desinterés. Incluso aumentada diez veces su tamaño normal, su piel parecía impoluta, sin poros.
La piel del muerto había perdido el color y estaba salpicada de manchas, acribillada de heridas y desprendiéndose a jirones de sus manos y su espalda. Movía la cabeza adelante y atrás y el cuello le crujía cada vez que lo hacía. ¿Qué podía estar buscando en el anuncio? ¿Pensaría que la mujer gigante era algún tipo de comida? Nunca había visto pruebas de que los muertos estuvieran interesados en el sexo.
Jack y yo esperamos quince minutos detrás de un edificio a que el cadáver se fuera, pero se hizo patente que no iba a ir a ninguna parte. Finalmente, le eché un vistazo a Jack y saqué mi machete de combate de la mochila. Él asintió. Mi intención era pasarle el arma, pero al parecer era mi turno. Levantó un dedo ante la visera. Me estaba diciendo: «Hazlo en silencio».
Imaginé que era mejor resolverlo rápido. Corrí hacia el monstruo tan de prisa como fui capaz con mi pesado traje, con el machete en alto para poder apuñalarlo en medio de la cabeza. Sin embargo, cuando el hombre muerto giró sobre un tobillo inestable y se volvió para mirarme, me detuve en seco. Tenía los ojos tan cubiertos de esclerótica blanca que sus pupilas estaban totalmente ocultas. Debía de estar casi ciego. La mandíbula le colgaba inerte bajo la piel, desconectada del resto de su calavera. Nunca había visto a un hombre muerto en tan mal estado. Me inundó la compasión, pero no antes de que hubiera bajado el machete seccionándole la cabeza. Cayó sobre el pavimento como una madeja deshecha.
Llegamos al extremo de Central Park en menos de una hora. Examinamos el paisaje devastado: barro seco, muchísimo, y numerosos árboles moribundos que nos ofrecían algo de cobertura. Divisamos a unos cuantos muertos dando vueltas, pero estaban lo bastante lejos para no vernos. Ésa era nuestra esperanza. Jack me condujo por una de las transversales, las calles que cruzaban la ciudad por el medio del parque. Fuimos agachados entre los muros que convertían la transversal en un cañón cerrado artificial y pronto teníamos agua embarrada hasta los tobillos. Cuando los muertos devoraron el césped y las plantas de Central Park destruyeron lo único que se interponía entre los cuidados jardines públicos y la erosión. La primera tromba de agua había convertido Central Park en un conjunto de arroyos, propenso a las inundaciones espontáneas y a los erosivos efectos de los rápidos que se formaban en las corrientes. Las transversales eran ríos de poca profundidad y el agua que en su día estaba almacenada en las cuencas del parque —estanques, lagos, el embalse Jacqueline Kennedy Onassis— se había convertido en poco más que charcos oleaginosos. Es imposible caminar sigilosamente sobre agua estancada, pero, afortunadamente, no íbamos muy lejos. Cruzamos unas puertas de hierro encastradas en el muro de contención tras recorrer unos cincuenta metros por la transversal. Al otro lado estaba la oscuridad, mucha oscuridad.
Jack sacó la ganzúa de su abultada mochila. El cierre de las puertas parecía bastante simple, pero soltarlo requirió algo de forcejeo y unos tirones. En un momento dado, Jack sacó una lima de metal y limó ruidosamente la parte frontal de la cerradura. Quizá estaba atascada a causa del óxido. Yo estaba absorto vigilando a los muertos, así que no estoy seguro. Finalmente, la cerradura cedió y, tras un clac, nos encontramos dentro.
El túnel que había al otro lado de la puerta tenía el suelo de tierra (en ese momento sumergido en unos cuantos centímetros de agua; a mis pies veía la arena, que emitía destellos fugaces de mica y se convertía en nubes de polvo cada vez que yo cambiaba el peso de pie) y el techo abovedado de ladrillos blancos. Había luces, pero no funcionaban. En el interior del túnel había sutil bruma que empañaba nuestra visibilidad a más de tres metros. Nuestras propias sombras se proyectaban amenazantes flotando sobre el vapor. Cada movimiento que hacía aparecía magnificado, aumentado más allá de toda lógica. Las sombras se multiplicaban a medida que nos internábamos en la oscuridad, las formas cambiantes se cernían sobre nosotros o se alejaban de los reflejos de nuestras linternas en el agua. Podría haber habido cualquier cosa en el túnel: un ejército de muertos podría haber estado avanzando hacia nosotros y no nos habríamos dado cuenta. Las estrechas paredes y el cielo abovedado parecían cerrarse más adelante, amenazando con desaparecer en cualquier momento y arrojamos a la oscuridad infinita sin aviso previo.
Al final, llegamos a una sala donde había un equipo de turbinas completo que, gracias a Dios, llevaba mucho sin funcionar, porque, de lo contrario, nos habríamos electrocutado. Las enormes máquinas circulares estaban alineadas como huevos o formas durmientes entre nosotros y una escalera de caracol de hierro forjado que ascendía en la húmeda oscuridad. Las botas de goma no hacían mucho ruido en los escalones, pero el agua que caía de entre los pliegues de nuestros trajes mientras subíamos hizo nuestro ascenso ruidoso, de un chapoteo incesante. En lo alto de la escalera había un habitáculo de ladrillo con unos cuantos muebles y un colchón sucio en un rincón. Había ventanas, pero no dejaban ver nada más que una pared de ladrillos colocados torpemente. Había una puerta, una puerta de incendios de acero cerrada que era nuestro próximo destino. Dando por hecho que condujera a alguna parte.
Gary había erigido su torre en una amplia zona de Central Park y, al parecer, no había pensado mucho qué había por el camino. Había tirado abajo muchos de los edificios del parque para hacerse con los ladrillos, pero otros —los que estaban cerca del Grat Lawn— habían sido incorporados a la estructura. Belvedere Castle, uno de mis sitios preferidos en Nueva York, se había convertido en un mero contrafuerte de la enorme muralla. En el lado de la torre que daba a la parte alta de la ciudad, la caseta de vigilancia del embalse sur había sido destinada a un fin similar. La habían integrado por completo en la torre, algo que Jack había descubierto en el montaje del vídeo que conseguimos con el Predator. Lo que Gary no sabía, o eso esperábamos, era que había un túnel que conducía desde la caseta sur hasta una de las transversales. Era el túnel en el que acabábamos de entrar.
Era posible que la puerta ante la que nos encontrábamos hubiera sido sellada durante las obras. También era posible que diera directamente a las habitaciones personales de Gary. O a una sala de vigilancia llena de cadáveres violentos. No teníamos otra forma de averiguarlo que probar.
Ése era nuestro plan. Ayaan distraería a los muertos, atrayendo tantos soldados de Gary como pudiera, y aguantaría tanto tiempo como fuera posible en el tejado del Museo de Historia Natural. Entre tanto, Jack y yo nos colaríamos en la fortaleza de Gary, mataríamos a todos los muertos vivientes que nos encontráramos dentro (incluyendo a Gary) y llevaríamos a los supervivientes a un lugar al que Kreutzer pudiera ir a recogerlos en el Chinook. Era el mejor plan que habíamos sido capaces de urdir. Yo estaba comprometido con él, dispuesto a dar mi vida para que saliera adelante. Ambos lo estábamos.
Jack no perdió un segundo. Cogió el pomo y lo giró. La puerta se abrió, tenía las bisagras bien engrasadas, y reveló un oscuro pasillo de ladrillo. No apareció ningún muerto para atacarnos. Recibimos una bocanada de aire seco que barrió la escasa bruma que ascendía por la escalera de caracol. Cerró la puerta otra vez; aún no estábamos listos para comenzar nuestro asalto.
Jack se quitó la pesada mochila de los hombros y la tiró al suelo, después me ayudó a hacer lo mismo. Abrió la cremallera de mi mochila y comenzó a sacar unos largos cilindros plateados con boquillas en los extremos, los típicos que se utilizan para almacenar aire comprimido. Yo no los había visto nunca.
—¿Qué son? —susurré, mi voz fue inaudible incluso para mí dentro del casco protector.
Jack levantó la vista. Su rostro, enmarcado por la visera de plástico, mostraba una calma total. —Hay un cambio de plan —dijo.