Capítulo 18
Los antidisturbios muertos estaban sólo a cuarenta metros de nosotros. Ya los divisábamos con claridad: los uniformes acolchados, los cascos con viseras de plástico que dejaban ver su piel cianótica. Avanzaban a trompicones como si sus músculos se hubieran agarrotado y tuvieran la misma flexibilidad que la madera seca. Sus pies se deslizaban por el suelo, buscaban el equilibrio que estaba claro que no les sobraba.
—No se detendrán —me dijo Gary—. No se detendrán nunca.
No me hacía mucha falta ese dato. Ifiyah, la comandante herida de las niñas soldado que me rodeaban, había cometido el error de tratar a los muertos vivientes como a cualquier otra fuerza enemiga. Ella había intentando derrotarlos con fuego abierto sostenido desde una defensa organizada. Había confiado en que podía matarlos a todos. Pero, sencillamente, no había balas suficientes en el mundo.
Ayaan disparó otra vez y reventó la bota de un policía. Éste se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero no lo derribó. La única parte vulnerable de su cuerpo, la cabeza, estaba protegida por un casco que el rifle relativamente lento AK-47 no podía traspasar.
Yo lo sabía mejor que nadie. Ése bien podía haber sido uno de los problemas que yo tenía que resolver cuando me estaba formando en la ONU. A 710 metros por segundo —casi dos veces la velocidad del sonido a nivel del mar en un día despejado— las balas podían impactar con gran fuerza sobre esos cascos, pero la malla protectora de Kevlar del interior de los mismos dispersaba esa fuerza. Era el tipo de información que se esperaba que un inspector de armamento de la ONU supiera. Que el objetivo estuviera vivo o no nunca fue una variable a tener en cuenta.
En el lado este del parque —nuestro flanco más expuesto— oí un grito, y al volverme, vi a una de las chicas haciéndome señas con la mano. La había enviado allí para echar un vistazo y su señal significaba que teníamos una horda —un auténtico ejército de no muertos— cruzando la Sexta Avenida, a menos de dos manzanas de nuestra posición. A su velocidad media de paso, cinco kilómetros por hora (la velocidad media de un ser humano vivo caminando es de seis kilómetros y medio por hora, pero los muertos tienden a entretenerse), eso nos daba como máximo diez minutos antes de que llegaran hasta nosotros. Tal vez —sólo tal vez— podíamos acabar con los ex antidisturbios cuando los tuviéramos más cerca, pero hacerlo hubiera llevado tiempo, un tiempo que no teníamos.
No tenía nada en lo que apoyarme excepto mi formación, así que seguí haciendo cálculos mentales. No importaba lo inútiles que fueran.
Los ex policías estaban a treinta metros cuando finalmente espabilé. Las chicas seguían disparando infructuosamente. Todavía seguían practicando una guerra de guerrillas. Las tácticas de la guerra de guerrillas dan por hecho que el oponente responde con decisiones lógicas a las acciones. Los muertos no sabían nada de lógica. Tenía que hacer algo disparatado, verdaderamente perturbador.
Las chicas habían descargado su armamento extra en una pila a los pies de la estatua de Gandhi, una ironía que ignoré por el momento. No estaba seguro de nada de lo que pensaba, excepto que necesitaba armarme. El AK-47 que me habían entregado en el barco tenía el cañón curvado como resultado del uso desesperado que había hecho del arma como palanca en el hospital. Necesitaba una nueva arma si iba a luchar.
Nunca había disparado un arma con intención de herir a nadie. Me sabía de memoria las especificaciones, estructuras y estadísticas, pero nunca había disparado ni una pistola en combate. Ni siquiera me fijé en el arma que cogí. Sabía de forma abstracta que era una pieza rusa antiblindaje, un RPG-7V. Recordaba que había leído el manual de instrucciones. Sabía cómo cargar una granada por el extremo posterior del cañón y cómo apoyar el resto del tubo sobre el hombro. Tenía conocimientos suficientes para quitar la tapa del mecanismo de visualización y para cerrar un ojo y mirar por el visor con el otro. Alineé la retícula con el casco del policía muerto más próximo. Después apunté más abajo, a los pies. Apreté el gatillo. Sabía cómo hacerlo aunque no hubiera utilizado esa arma en particular antes.
Los muertos estaban a veinte metros de distancia.
Un cono de chispas y fuego de casi un metro salió por el extremo del cañón y Fathia dio un salto gritando: el humo le había quemado la mejilla. La granada salió disparada. No hubo retroceso. Aparté el tubo vacío de mi ojo observé la granada propulsada por cohete desaparecer en una columna de humo blanco. Se movía con lentitud, como si estuviera suspendida en el aire. Vi cómo se desplegaban unas aletas en la cola, se estabilizó notablemente en el aire y corrigió su trayectoria. Observé cómo impactaba en el suelo, justo delante del hombre muerto que iba a la cabeza.
Un breve destello de cegadora luz blanca fue tragado al instante por una nube gris que se hinchó rápidamente, transformándose en furiosos tentáculos de humo. Los escombros caían del cielo, estaban por todas partes: esquirlas de cemento, trozos de césped, una mano amputada. Hizo mucho menos ruido del que yo esperaba. Nos bañó una oleada de brisa caliente que onduló los pañuelos de las chicas, y tuve que parpadear para evitar que me entrara arenilla y polvo en los ojos.
El humo se dispersó y vi un cráter de un metro rodeado de cuerpos destrozados, extremidades arrancadas, huesos al aire que apuntaban acusatoriamente al cielo. Un par de ex policías todavía se movían, tenían espasmos, pero seguían arrastrándose hacia nosotros con los dedos rotos en todas las direcciones. La mayoría estaban caídos, inmóviles, en la acera, víctimas de la metralla y el shock hidrostático.
—Xariif —murmuró Ayaan. Significaba «listo», y era lo más bonito que me había dicho nunca.
Me colgué el tubo vacío, del que todavía emanaba humo por ambos extremos, al hombro y le hice una señal a nuestra exploradora para que se reuniera con nosotros. El tiempo era un verdadero problema. Una vez nos hubimos reagrupado, conduje a las chicas en una carrera desesperada por la Catorce abajo en dirección al este, hacia el Virgin Megastore. La entrada principal, un vestíbulo de forma triangular con puertas de cristal, estaba cerrada a cal y canto, pero eso era bueno. La entrada secundaria que había al lado de la cafetería de la tienda se abrió cuando tiré del pomo de cromo. Hice pasar a las chicas, indicándoles que se dispersaran en abanico y aseguraran el lugar. Gary cerraba la fila. Crucé el arma en la puerta antes de dejarlo entrar. Estábamos asustados, cansados y seguíamos en grave peligro. No sería de gran ayuda para la moral de las chicas tener que ver a Ifiyah morir. Quería hablar con Gary sobre qué se podía hacer y cuáles eran nuestras opciones.
—Ella morirá —dije, pero él estaba preparado.
—Déjame intentarlo. Quizá pueda salvarla.
Ambos sabíamos las posibilidades que había. Nadie había sobrevivido a la mordedura de un no muerto. La boca del muerto que había atacado Ifiyah seguramente rebosaba de microbios —gangrena, septicemia, tifus—, que debían de haberse inoculado directamente en la herida. A eso había que sumarle el shock y la pérdida masiva de sangre; el resultado era que Ifiyah apenas tenía más oportunidades dentro, con nosotros, que fuera con los muertos.
No obstante, seguía viva. Quizá acababa de disparar una granada autopropulsada por cohete a una multitud, pero eso no me había cambiado por completo. Si había una posibilidad de que Ifiyah sobreviviera, tenía que concedérsela.
Suspiré y le sujeté la puerta abierta. Masculló un gracias y entró en los sombríos grandes almacenes. Lo seguí pegado a sus talones y cerré la puerta a mí espalda.