Capítulo 11

Seis horas antes:

Osman me entregó un cigarrillo de kif arrugado y una caja de cerillas antes de saltar sobre el Arawelo y comenzar a proferir órdenes a gritos para Yusuf.

—Te calmará los nervios —me explicó. Supongo que debía de tener el aspecto de un fantasma, la gente llevaba toda la mañana diciéndome lo pálido que estaba. No creía que el hachís suave de Osman fuera a ser de mucha ayuda, así que me lo metí en el bolsillo después de darle las gracias.

El barco zarpó del muelle de la Guardia Costera con un repique de pistones y una explosión de gases de los motores diésel. Osman giró lentamente, avanzando y retrocediendo con giros a cámara lenta. Las chicas que estaban en cubierta se agarraban a la barandilla o a las cajas de armamento estibadas y miraban melancólicamente la hierba de Governors Island. Esperaba no ver a Ayaan antes de que se marchara, pero allí estaba, en lo alto de la timonera, como una reina del baile en un barco especialmente oxidado para el desfile. Ella bajó la vista para mirarme y yo la alcé. Nuestros ojos se encontraron, quizá por última vez, y nos comunicamos a un nivel no verbal una oleada de respeto que no sería capaz de definir. Finalmente, me dedicó una sonrisa que me hizo sentir incómodo, y después se volvió para contemplar la bahía de frente.

Regresé a los hangares a la carrera, el tiempo era una parte importante del plan de Jack y no sería yo quien lo estropeara. El enorme helicóptero tubular Chinook, un CH-47SD, el helicóptero de carga más moderno y lujoso que tenían las Fuerzas Armadas, estaba sobre la pradera, esperándome. Entré corriendo por la rampa posterior y presioné el interruptor para elevarla detrás de mí, entonces corrí hasta la cabina, que se había convertido en una caverna después de que quitáramos todos los asientos, resonaba como el interior de una hormigonera. Kreutzer ya tenía los dos motores Super-D girando para ganar velocidad y estaba preparado para ascender. Naturalmente, se había quejado cuando le pedimos que nos llevara a Central Park, pero Jack tenía un poder de persuasión ineludible. En otras palabras, le dijo a Kreutzer que si no accedía voluntariamente a llevarnos, lo dejaríamos en Governors Island para que muriese de hambre. Si Jack dice algo así, la gente tiende a dar por hecho que no se está tirando un farol.

Tan pronto como llegué a la cabina de mando, Kreutzer nos subió treinta metros y después avanzó con tanta brusquedad que me caí de espaldas y aterricé sobre mi trasero. Me miró desde el asiento del piloto como si estuviera a punto de romper a reír.

—¿Cuántas horas de vuelo tienes en este aparato? —le grité por encima del rugido de los motores.

—Más que tú, gilipollas —me gruñó como respuesta.

Era justo.

Con más cuidado, me subí al asiento del pasajero. Jack, que iba sentado en el asiento del copiloto, me pasó unos tapones de goma para protegerme los oídos.

Atravesamos toda la bahía como un rayo y entramos en el espacio aéreo de Brooklyn, volando a poca altura y moviéndonos de prisa. Estábamos corriendo el primero de los muchos riesgos absurdos que requeriría esa misión. Si bien estábamos seguros de que Brooklyn estaba atestado de muertos y también de que algunos nos verían, sólo nos cabía esperar que la capacidad de Gary para utilizar a los muertos como espías no alcanzara un radio tan amplio o que, tal vez, no estuviera prestando atención a los barrios del extrarradio.

La ubicación de mi asiento no me permitía ver la calle, de forma que tuve la fortuna de ahorrarme la cara de sorpresa de cualquier muerto que nos divisara. Sólo alcanzaba a ver algún que otro edificio al pasar junto a mi ventanilla: los juzgados, la torre del reloj de Williamsburg Savings Bank, las oficinas centrales de los testigos de Jehová. Al entrar en Queens, Kreutzer subió otros treinta metros y viramos hacia el río.

—Última oportunidad —dijo él.

Yo fruncí el ceño, confuso. Estábamos a la altura del recinto de la ONU, el edificio de la Secretaría General, blanco y reluciente como una lápida, sobre el área en que se alzaba paralelo al río cortado por los cadáveres. Invertí la perspectiva mentalmente y entendí a qué se refería. Podíamos llegar por aire, coger los medicamentos y marcharnos sin más. Podía llamar a Ayaan y abortar la misión suicida. No veía ninguna paloma; tal vez Gary había cumplido su palabra y nos había despejado el camino.

Estábamos tan cerca. Estaba ahí mismo. ¡Ahí mismo!

Jack apoyó una mano sobre mi hombro y apretó con fuerza. No me estaba amenazando, ni siquiera me estaba recordando mis responsabilidades. Tan sólo era apoyo emocional de un tipo a quien hubiera considerado incapaz de tener un gesto así. Me volví para asentir con la cabeza y me recosté nuevamente en mi asiento.

No pasó mucho tiempo hasta que Kreutzer nos tuvo sobrevolando el puente de Queensboro a la altura donde cruzaba Roosevelt Island. Eso era lo más cerca que nos atrevimos a acercarnos a Manhattan en nuestro ruidoso medio de transporte. Me levanté del asiento y miré hacia abajo a través de las ventanas circulares del helicóptero. Veía a los muertos a lo lejos, reunidos en masa alrededor de los pilares del puente, con las cabezas levantadas hacia el cielo y las manos extendidas hacia nosotros.

Kreutzer se dio media vuelta en su asiento.

—No sé si alguno de vosotros ha aceptado a Jesucristo como su salvador personal, pero éste sería el momento.

Lo ignoramos y nos dirigimos a la parte de atrás de la cabina. Jack y yo nos turnamos para cerrarnos el uno al otro los trajes de seguridad, que eran iguales a los que Ayaan y yo habíamos utilizado cuando llegamos por primera vez a Times Square unos días —o una vida— atrás. Éstos estaban diseñados para la Guardia Costera, para ser utilizados en la recogida de vertidos tóxicos, así que eran más gruesos y menos manejables, pero había probado el mío en el exterior y sabía que podía caminar con él. Una vez estuvimos equipados, Jack me recordó los puntos básicos del rápel desde helicóptero. Me colocó un arnés de nailon que me rodeaba los muslos y después me enganchó el descensor —un ocho de aluminio— a la entrepierna con dos mosquetones. Cuando terminó, abrió una escotilla en la tripa del Chinook que dejó pasar una explosión de luz blanca y enganchó dos cabrestantes para cuatro cuerdas. Uno de los extremos de la cuerda atravesaba mi descensor con un complicado nudo. Jack ató una cuerda de seguridad a la parte trasera de mi arnés, y ya estaba preparado para saltar.

—Te veo en el piso de abajo —dije, intentando sonar duro. Jack no me contestó, así que contuve el aliento y salté a través de la escotilla.

Lo llaman rápel porque «caer como una piedra» no suena como jerga militar de verdad. Podía reducir mi velocidad de descenso si no me importaba quemar los guantes, la fricción de las cuerdas cada vez era más intensa, pero hice la mayor parte del descenso en caída libre, tal y como Jack me había enseñado. Todos los objetos caen a la misma velocidad —ya lo demostró Galileo—, pero cuando llevas una mochila de veinte kilos, sin lugar a dudas de la impresión de que estás cayendo más de prisa. Me frené sujetándome con fuerza a la cuerda hasta que mis guantes comenzaron —literalmente— a echar humo cuando me aproximaba al suelo, después flexioné las rodillas al tocar la calzada de cemento y eché a rodar para evitar el impacto y no romperme los tobillos.

En un segundo estaba de pie, sujetando la cuerda, mientras Jack descendía. Soltamos las cuerdas, nos quitamos los arneses y nos despedimos de Kreutzer con la mano, pero él ya estaba dando media vuelta con un amplio giro que lo llevaría lejos de Manhattan. Unos instantes después, quedó oculto tras una línea de edificios y el mundo se sumió en un súbito silencio, tan sólo me acompañaban el sonido de mi respiración y el crujido de mi traje. Jack había prohibido expresamente hablar durante esa parte de la misión, por si acaso. Con que un hombre muerto nos viese habríamos fracasado y nuestras vidas estarían condenadas.

El puente se extendía a ambos lados desde nuestra posición, un tendido de hormigón flanqueado de altas torres de hierro. Al este estaba Manhattan, el Upper East Side y, después, Central Park. Nos esperaba una buena caminata. Comenzamos a andar sin decir ni una palabra.