Capítulo 4
Una de las momias condujo a la mujer embarazada ante Gary. La habían atado a una silla de ruedas después de que ella intentase golpear el cráneo de uno de sus captores con un ladrillo. Un intento valiente, sin duda, pero Gary se preguntaba hasta dónde pensaba llegar esta mujer en un ciudad llena de muertos cuando no era capaz de correr o, como máximo, caminar como un pato pero rápido. Su hinchada barriga se apoyaba sobre su regazo como si se hubiera metido una bola de bolos debajo de la camiseta.
La momia empujó la silla hasta la pila de ladrillos sobre la que Gary estaba sentado y esperó pacientemente su siguiente orden. Gary se tomó su tiempo. Había estado de un humor pacífico toda la mañana, contemplando el cielo, el broch inacabado a su espalda y las nuevas edificaciones que había ordenado construir en el Great Lawn, sin pensar en nada. Después de los eventos de la noche anterior, consideraba que se merecía la oportunidad de descansar.
Su cuerpo se había quedado contraído durante horas después de su pelea con Mael, la energía oscura que había detenido del druida chapoteó en su estómago, su cabeza y sus dedos hasta que un rayo oscuro le cerró los ojos y la boca. Había consumido al menos un centenar de los muertos que estaban fuera de los muros del broch mientras se retorcía tratando de mantener su llama; la energía de Mael amenazaba destrozarlo, desintegrarlo físicamente, y él había tomado su efímera fuerza vital para alimentar su cuerpo calcinado y malherido. De algún modo, se las arregló para no estallar. Tras horas de convulsiones en una esquina, rodeándose las rodillas con los brazos mientras su cerebro navegaba reiteradamente en un sinfín de alucinaciones y permanecía cegado a causa del destello fosforescente de la luz oscura que había visto, hasta que por fin fue capaz de mantenerse erguido y pasear un poco.
—Has ganado peso —le dijo la mujer embarazada. Marisol, su nombre era Marisol—. Supongo que es lo que sucede cuando te das un atracón y se te olvida purgarte.
—¿Eh? —Gary levantó la vista. Se frotó las sienes y trató de volver. Esos momentos congelados en el tiempo cuando se quedaba absorto en la contemplación de su propio ombligo se parecían demasiado a la muerte, a la confortable muerte de verdad—. Discúlpame. Estaba a kilómetros de aquí —le dijo. Necesitaba hacer algo, algo físico o era probable que volviera a sumergirse en las ensoñaciones otra vez—. Vamos a dar un paseo, ¿te parece? La momia empujó la silla de ruedas de Marisol mientras Gary deambulaba por el muro de cinco metros de altura que rodeaba su nuevo poblado.
—¿Te ha gustado el desayuno? —preguntó Gary. Se había asegurado de que todos los prisioneros tuvieran mucha comida. Las latas abundaban en la ciudad abandonada, pero a los no muertos no les servían de nada, puesto que carecían de la destreza manual necesaria para utilizar un abrelatas.
—Oh, sí —dijo la mujer, acariciándose la tripa como si estuviera satisfecha—. Me encanta empezar la mañana con crema de patatas con cebolla fría. Si quieres que comamos, necesitamos que nos proveas de un equipo para cocinar. ¿Has oído hablar del botulismo?
Gary sonrió.
—No sólo lo he oído, también lo he visto. Yo era médico. Pero no podéis hacer fuego, no puedo arriesgarme a que os hagáis daño.
—No puedes vigilarnos todo el tiempo. Si deseamos lo bastante suicidarnos, lo haremos. Si dejamos de comer… o escalamos a lo alto de este muro y saltamos. —La mujer no lo miraba a los ojos.
—Tienes razón. No puedo deteneros. —Gary la condujo por unos surcos. Se podía cultivar cualquier cosa en el barro de Central Park; después de décadas de fertilización, barbecho y un intenso y amoroso cuidado por parte de jardineros profesionales, la tierra era rica y oscura. Desde que Gary estaba atento para evitar que los muertos se comieran cualquier cosa viviente que veían, habían empezado a brotar hileras e hileras de semillas en la tierra desnuda—. Esta área será vuestro jardín. Contamos con que en un futuro seáis capaces de cultivar vuestra propia comida. Verduras frescas, Marisol. Podréis volver a tener verduras frescas. Imagínatelo.
—¿Estás sordo? ¡Te he dicho que preferimos suicidarnos a ayudarte! —La mujer se revolvió contra las cuerdas que la sujetaban a la silla. La momia se agachó para contenerla, pero Gary hizo un gesto negativo con la cabeza. Al balancearse adelante y atrás, impulsándose contra las cuerdas, Marisol acabó por derribar la silla, y cayó de lado sobre el lodo que le salpicó la cara y le apelmazó el cabello.
Gary la ayudó a levantarse colocándole las manos bajo las axilas.
—Te he oído. Y creo que tal vez tú serías capaz de quitarte la vida. Pero los demás tomarán sus propias decisiones.
Fueron hacía una estrecha parcela entre dos casas artesanales de ladrillo que todavía estaban en construcción. Gary le mostró el doble grosor de las paredes y la instalación de aislante colocada entre las dos capas. Sería acogedor en invierno y fresco en verano, le explicó. Y estarían prácticamente a salvo: el muro del perímetro mantendría alejados a los muertos.
—¿Cómo no ibas a ser feliz aquí?
—Para empezar, por el hedor —replicó ella.
Gary sonrió y se postró de rodillas para mirarla a la cara. Ella se negaba a mirarlo, pero no importaba.
—Cuando trabajaba en el hospital vi a un montón de gente morir. Gente mayor cuando le llegaba el momento; jóvenes, destrozados en accidentes, que a duras penas sabían dónde estaban. Niños, vi morir niños porque no tuvieron mejor idea que beber detergente o saltar por la ventana, justo antes de morir, todos me llamaban para pedirme un último favor. — ¿Sí? —preguntó con desprecio.
—Sí. Y siempre era lo mismo. «Por favor, déme un hora antes de morir. Un minuto más». La gente se asusta con facilidad ante la muerte, Marisol, porque es muy extensa y nuestras vidas son muy cortas. Le estoy ofreciendo a tu gente la oportunidad de vivir vidas largas y plenas. No puedo recuperar el mundo que hemos perdido. No puedo ofrecerles cenas suculentas ni vacaciones de lujo o American Idol, pero puedo brindarles la posibilidad de no vivir aterrorizados constantemente. Es una oportunidad para empezar de nuevo. Una oportunidad para formar familias, enormes familias. Mucho más de lo que tú les ofrecías en aquella ratonera.
—¿Y a cambio de todo esto tú qué consigues? ¿A mi hijo? ¡Ya te has comido a mi marido, joder! —El pelo se le había puesto delante de la cara y sopló para apartárselo, inflando las mejillas enrojecidas por la rabia.
—Todo tiene un precio. Yo sólo necesito una comida al mes, incluso menos si soy cuidadoso. No es mucho pedir. —Pensó en Mael y en su tribu de Orkney. Se turnaban para ser sacrificados. Era algo que la gente podía aceptar si lo convertías en una necesidad.
—Marisol, voy a ofrecerte una oportunidad ahora mismo. Fue tu embarazo lo que inspiró toda esta generosidad que siento, así que quiero darte algo verdaderamente especial. Puedo convertirte en la alcaldesa del último pueblo seguro de la Tierra. —Él se aproximó y le echó su fétido aliento—. O puedo devorar tu cara ahora mismo. Pero no me contestes todavía, ¡aún hay más! Lo haré sin que te duela. No sentirás nada. Incluso me aseguraré de que no vuelvas. Sólo morirás. —Agarró los apoyabrazos de la silla de ruedas y le dio vueltas y vueltas. Estaba disfrutando del momento—. Muerta, muerta, muerta para siempre siempre siempre y siempre, y tu cuerpo se pudrirá en la tierra hasta que las moscas vengan y pongan sus huevos y nazcan las larvas en tus preciosas y diminutas mejillas.
Cuando paró, ella respiraba con dificultad. Temblaba visiblemente, como si tuviera muchísimo frío; él olió algo rancio y ácido emanando de sus poros. Nada especial en realidad. Sólo se trataba de miedo.
—Así que ¿cómo será, eh? —preguntó él—. ¿Almuerzo pronto hoy o debería empezar a llamarte señora alcaldesa?
Tenía los ojos entrecerrados por la rabia.
—Hijo de puta. Quiero la banda más grande y sedosa del mundo que diga ALCALDESA en mayúsculas. Quiero que la gente sepa quién les vendió.
Gary desplegó una amplia sonrisa para que ella pudiera verle los dientes.