Capítulo 7
Cuando Gary llegó a Central Park, ya se había convertido en un caos. Era un mar de barro interrumpido aquí y allá por charcos de agua estancada que tenían el destello multicolor de la contaminación química. Los fragmentos de hueso, indestructibles incluso en los bajos estándares de los no muertos, se apilaban en una especie de cunetas. No se veía césped en ninguna parte: los muertos se lo debían de haber comido a puñados. Incontables árboles rotos y combados elevaban ramas suplicantes al cielo nublado, se veían carnosos y blanquecinos en las zonas donde los muertos habían arrancado la corteza. Sin la red de raíces de las plantas vivas para mantenerla unida, la misma tierra que había bajo Central Park se había rebelado, emergiendo en forma de barro cada vez que llovía. Las amplias travesías se habían convertido en ríos de aguas revueltas y turbias. Las vallas que dividían el parque en diferentes áreas de descanso habían cedido bajo el poder de arrastre del agua y el barro, estaban caídas y enredadas como alambre de espino oxidándose al sol. En distintos puntos asomaban farolas entre el barrizal en torcidos ángulos que recordaban las tumbas de un cementerio abandonado. Los caminos asfaltados y los de gravilla que atravesaban los claros habían desaparecido por completo. Una marea de barro se había desbordado en la Sexta Avenida. A su paso, el barro se había solidificado en las alcantarillas y había dejado anchas franjas marrones por la calle con elaboradas formas de abanicos ramificados, también había arrastrado los coches, haciendo que chocaran contra los edificios a una manzana de distancia y se convirtieran en amasijos de metal sucio y cristales reventados.
Condujo al hombre sin nariz y a la mujer sin cara a la enorme extensión marrón del parque; notó como los pies se le hundían un centímetro en el suelo blando. Unos minutos después de cruzar la planicie, Gary estaba completamente perdido. A su alrededor, veía los altos edificios de la ciudad por todas partes excepto al norte, la tosca geometría de la ciudad desierta era como una serie de cadenas montañosas que lo inmovilizaban. Se sentía solo, pero observado. El misterioso benefactor lo esperaba en algún lugar más allá del siguiente montículo de tierra.
Desde que había comido pensaba con más claridad. Se había sacudido de encima el estado de semitrance que lo había cubierto como un manto desde que había recuperado las fuerzas en el sótano del Virgin Megastore y contaba con tiempo para reflexionar sobre el lugar al que se dirigía.
Alguien —una criatura desconocida— había llegado a él en el momento de máximo peligro y le había enseñado a abrirse a algo mucho más grande que él mismo, le había enseñado cómo conectarse con los sistemas nerviosos de innumerables hombres y mujeres muertos. A partir de esa conexión, había extraído la fuerza para mantenerse con vida incluso después de haber recibido un tiro en la cabeza. A cambio de esa enseñanza, el benefactor desconocido había convocado a Gary a su presencia y, sin pensárselo dos veces, Gary se había dispuesto a obedecer. Sin embargo, ahora que era capaz de pensar con un poco más de claridad, se preguntaba hacia dónde se dirigía. No se podía tratar de una persona viva; nadie con vida podría acceder a la red de muertos, Gary estaba seguro de eso, y además, ¿por qué un ser vivo iba querer ayudar a sobrevivir a un monstruo como Gary?
Pero si el benefactor estaba muerto, ¿qué podría querer de Gary? Incluso si el otro había logrado preservar su intelecto de alguna manera, como Gary había hecho, todavía compartiría su biología y psicología con los muertos. Los muertos sólo tenían un deseo: la necesidad de sustento. Parecía absurdo, pero Gary estaba convencido de que caminaba hacia el lugar donde sería devorado. Entrega a domicilio de comida rápida, en tu propia puerta.
Incluso si era cierto, si se habría librado de morir para convertirse en la comida de un muerto aún más listo que él, Gary seguía siendo incapaz de detenerse. Continuó arrancando sus pies del barrizal y dando un paso detrás de otro. A su espalda, el hombre sin nariz y la mujer sin rostro caminaban sin una queja ni una pregunta.
Cuando divisaron la primera ruptura de la monotonía en la embarrada extensión del parque, el sol ya estaba más alto. El zoológico apareció a su derecha, las instalaciones seguían en pie, aunque estaban medio enterradas en limo sólido. Agradecido por cualquier interrupción en clave visual de lo que se había convertido el parque, Gary le hizo un gesto con la mano a sus compañeros y se apresuró a entrar en el laberinto de jaulas anegadas del zoológico Naturalmente, no había animales en las jaulas; los muertos debían de haber hecho un trabajo rápido con ellos. Había algún que otro trozo de pelaje en el caos de un hábitat o alguna filigrana más elaborada en las rejas de hierro forjado, pero eso era todo. De la misma forma, los paneles informativos y las pantallas interactivas estaban enterrados o se los había llevado tiempo atrás alguna oleada de barro. Sólo quedaban a la vista los barrotes, una serie de jaulas vacías dividían la luz de la tarde en largas barras. Gary condujo a sus compañeros por los senderos de curvas que en su día eran la separación de las instalaciones para babuinos y pandas rojos, y que ya no eran más que canales de barro.
A la espera de ver algo, los llevó a un edificio decorado con cabezas esculpidas de elefantes y jirafas. Sus alegres formas caprichosas de otro tiempo se habían convertido en gárgolas espantosas, estaban manchadas a causa de las tormentas y el óxido se escurría de los ojos de los animales como lágrimas de sangre. Gary ignoró el escalofrío que le produjo aquel lugar y tocó los viejos picaportes de cobre de las puertas del edificio.
Las puertas se abrieron con una fuerza tal que lo lanzaron de espaldas diez metros más allá, su cuerpo cavó un profundo surco en el barro. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro se volvieron para mirarlo con una especie de shock que debían de haber visto reflejado en su cara. ¿Qué podía haber roto la quietud del parque con tanta violencia?
Un hombre desnudo salió con paso firme de la Casa de los Elefantes, sus gemelos eran como columnas. Medía por lo menos tres metros, era una temblorosa mole de carne pálida atravesada por venas negras. El gigante o lo que fuera carecía de tono muscular alguno, tan sólo tenía michelines enormes y carne blanda. Sus manos estaban hinchadas y eran prácticamente inservibles, unas uñas de proporción humana se enterraban en los extremos de sus dedos embotados. Una cabeza de tamaño normal asomaba en medio de la masa gelatinosa de su cuerpo como si fuera un percebe obsceno. Gary nunca había visto nada similar en su vida. Dedicó más de un segundo a la idea de que tal vez ése era su benefactor —y su perdición—, pero no podía ser. Cuando tiró de las cuerdas de la red que unía a todos los hombres y mujeres muertos no sintió la vibración de la inteligencia de esa bestia.
Lo que vio en el ojo de su mente era horrible de contemplar: energía oscura, muchísima más de la que parecía posible, una nube negra, turbia, retorcida de energía oscura que destellaba y radiaba enormes gotas desde el gigante y aun así su fuerza no disminuía: era una estrella negra. También había odio, un odio ardiente hacia cualquiera que osara entrar en los dominios de la bestia.
La criatura que estaba ante Gary no había nacido con ese tamaño. En vida había sido un hombre de complexión grande, pero no un culturista ni un atleta. Sencillamente, había sido uno de los primeros muertos vivientes en dirigir sus pasos al zoológico. Había vencido a los muertos más débiles cuando llegaron, había librado batallas épicas con los más fuertes, pero siempre había ganado. Su tamaño actual sólo se debía a que había comido mayores cantidades de carne que cualquier otro que lo hubiera retado.
Gary se dio cuenta de que ya no había elefantes en la Casa de los Elefantes, ni jirafas, o hipopótamos o rinocerontes u osos. Estaba observando lo que quedaba de ellos.
El gigante lanzó una patada en dirección al hombre sin nariz y la mujer sin rostro, y Gary les envió una orden urgente para que se retiraran. La mujer no fue capaz de moverse con la celeridad necesaria y el gigante le dio un manotazo en el costado. El hombre sin nariz trató de rodearlo por detrás y el gigante le dio una patada con una pierna que lo estampó contra un muro de ladrillos con un ruido sordo, de carne. La criatura quería a Gary a continuación y no iba a permitir dilaciones. Lo haría pedazos, Gary lo sabía —no para comerlo, puesto que los muertos nunca comían muertos—, sino por la ofensa de haber invadido su espacio.
Físicamente, Gary no daba la talla para enfrentarse al gigante. Levantó los brazos ante él y acarició los nexos que los unían a los dos en el espacio etéreo. Era doloroso tocar la energía desesperada del gigante, pero Gary alargó la mano y tiró con fuerza acercándose hasta que comenzó a desviar aquel calor enfurecido de la bestia.
El gigante no tenía forma de comprender lo que estaba sucediendo, pero lo sentía y debía de dolerle una barbaridad. Inspiró profundamente y se llenó los pulmones, luchando contra sus propios depósitos de grasa para introducir el aire en su cuerpo y luego lo expulsó con un gemido que pareció un toque de corneta. Gary se tapó las orejas, y en el proceso interrumpió su conexión con el gigante. Durante un instante, el mundo volvió a estar sumido en el silencio. Entonces, el gigante se volvió y comenzó a trepar por una jaula abandonada enterrando los dedos en el enrejado de metal, alejándose de Gary tan rápido como podía.
Mientras el gigante corría por la planicie de barro más allá del zoológico, Gary sintió deseos de aplaudirse para felicitarse. Estuvo a punto de hacerlo, hasta que algo se clavó en su dolorido cerebro como un tornillo. Era el benefactor, quizá preguntándose por qué se había desviado del camino que le había indicado.
Amaideach stócach!, aulló el benefactor. Era la voz del propio Gary, la misma voz que él oía al pensar, pero mucho más alta, y tan distorsionada que no podía tratarse de sus propios pensamientos. Otra persona —el benefactor— le estaba gritando en el oído de su mente. Las palabras carecían de significado para Gary, pero lo atravesaron como una espada de fuego y le derribaron al suelo, donde permaneció tirado durante un tiempo.
Cuando fue capaz de ponerse en pie de nuevo, recogió al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro (que tenía un aspecto un poco andrajoso tras la pelea con el gigante, pero todavía se podía mover) y regresó a su ruta hacia la parte alta de la ciudad. No tenía ninguna intención de volver a desafiar al benefactor.