Capítulo 19
Me eché hacia atrás, golpeando a Jack contra la pared, intentando partirle el espinazo, tratando de soltar sus dedos de mi cara. Sólo logré aumentar su determinación. En vida, Jack era mucho más fuerte que yo. Muerto, era fuerte e incansable. Me rodeó el cuello con el antebrazo y dio un tirón, en un intento de romperme el cuello. Lo que sí logró fue bloquearme la tráquea.
Me puse a dar vueltas como un loco, empujando con las manos sus piernas, que rodeaban mi cintura. Era igual que intentar doblar un trozo de hierro. El poco aire que había en mis pulmones se convirtió en dióxido de carbono, pero no podía soltarlo. De repente, empezaron a danzar estrellas negras ante mis ojos, chispas similares a señales de luz, una por cada neurona que moría en mi cerebro mientras yo me asfixiaba. Perdí el control, perdí la razón hasta el punto en que caí presa del pánico. Con la mente en blanco, me abalancé hacia delante, alejándome de la cosa agarrada a mi espalda, mi inconsciente era incapaz de detectar que seguía allí pegado. La presión de Jack sobre mí aumentó mientras yo buscaba apoyo en el suelo de ladrillo con los pies. Como una mula tirando de un arado, traté de sacármelo de encima.
La anoxia distorsionó mi sentido del oído: los latidos de mi corazón sonaban mucho más altos que el ruido de las vértebras del cuello de Jack rompiéndose. Me soltó de una forma rápida e inesperada y yo salí disparado hacia delante, cayendo sobre las manos y con la saliva chorreándome por la boca mientras mi cuerpo se contraía con violencia en busca de aire. No se trataba tanto de respirar como de tragar oxígeno de golpe. Hice un denodado esfuerzo por no vomitar. Si lo hubiera hecho, seguramente habría aspirado algo y me habría ahogado con mi propio vómito.
Me dolían los ojos, me habían reventado los capilares por la furia del ataque de Jack. Parpadeé sin control para activar los lagrimales y, después, me di media vuelta para sentarme y palparme con cuidado la garganta, tratando de calmar la piel en carne viva. Levanté la vista.
Tardé en reaccionar al ver lo que me había salvado. Jack estaba colgando de la cadena, los eslabones le rodeaban la garganta. Tan fuerte que estaban enterrados en su carne derretida. De alguna forma, mientras esperaba para hacerme caer en su trampa, se había enredado en la cadena. Seguramente no le molestó —no le hacía falta respirar— hasta que la presión constrictora le había reventado los huesos del cuello. Su cuerpo se balanceaba inerte de los eslabones de la cadena como si fuera ropa abandonada.
Su cabeza seguía con vida. Tenía la vista clavada en mí. Sus labios temblaban anticipando otro bocado de mi carne. Yo aparté la mirada.
Entonces me di cuenta de que me estaba desangrando. Bajé la vista hasta mi pecho y vi que estaba cubierto de sangre fresca. Levanté dos dedos temblorosos y palpé los contornos de mi herida. Jack me había mordido muy cerca de una arteria principal. Se había llevado un trozo de mi cuerpo, de mi nuca. Me cabían los dos dedos en la herida. Arranqué un trozo de mi camisa y metí la tela en el hueco, lo que fuera para detener el flujo de sangre.
—Oh, tío, esto ha sido muy bueno. —Gary se reía mientras yo apretaba el vendaje contra la herida—. ¿Lo pillas ahora, Dekalb? La raza humana está acabada y vosotros, los vivos, sois los últimos de la fila. No podéis competir, tío. Ni siquiera os vais a clasificar.
Me tambaleé sobre mis pies y apoyé una mano en la tosca pared de ladrillo para equilibrarme. Me mareé mucho al enderezarme. Definitivamente, una mala señal. Caminé hasta la bañera y bajé por la pendiente del suelo. —No puedes destruirme, gílipollas. Puedes dispararme en la cabeza y puedes quemarme, pero no importa. Puedo repararme, ¡puedo reconstruirme! —La cabeza mutilada de Gary chocó contra los ladrillos mientras hablaba—. ¡Soy invencible!
Le pateé el cuello hasta que le arranqué la cabeza del cuerpo y ésta salió rodando por el suelo.
Todavía no había acabado. Me llevó un rato volver a encontrar la sala de máquinas, pero era necesario. Necesitaba una bolsa y necesitaba asegurarme de que los cilindros de VX no iban a estallar por sí solos. A la tenue luz de los tubos químicos, retiré los explosivos de los cilindros. Desmonté el detonador y lo hice pedazos, que esparcí por la sala. Enterré los cilindros debajo de unos ladrillos sueltos. No podía hacer mucho más; los agentes nerviosos no se pueden tirar sin más por la alcantarilla ni se pueden dejar en un vertedero, pero, al menos, de esa forma ningún muerto viviente detonaría las armas químicas por accidente.
Había otra arma de destrucción masiva a tener en cuenta. No me gustaba la idea, pero tenía que llevármela conmigo. Vacié una de las pesadas mochilas que Jack y yo habíamos llevado hasta la fortaleza y metí la cabeza de Gary dentro. Le creí cuando me dijo que antes o después se podría regenerar, que podía sobrevivir a cualquier cosa. Podía machacar la cabeza hasta que no fuera más que una masa, pero ni siquiera eso sería suficiente, después de todo, había sobrevivido a un disparo en el cerebro. Teniendo la cabeza conmigo sabía que podría matarlo si volvía. Tantas veces como fuera necesario.
Me metí la Glock 9 milímetros de Jack en el bolsillo. No era mucho, pero era un arma y me hacía sentir obscenamente más seguro. Eso era algo que me hacía falta. Mis heridas me hacían sentir como si fuera a desmayarme en cualquier instante.
Para cuando estuve preparado para abandonar la fortaleza, me costaba respirar y tenía la vista borrosa. Cuando salí tambaleándome a la luz del día, me quedé momentáneamente ciego. Lo que vi después me animó muchísimo. Un borrón naranja y blanco flotando en el aire: los colores de la Guardia Costera. Ese debía de ser Kreutzer. Oh, gracias a Dios. Había venido. Me había temido que se hubiera llevado el Chinook a Canadá. Una cosa amarilla colgaba del helicóptero, pero no podía enfocar bien para distinguir de qué se trataba.
Cuando llegué al prado que había en el centro de las casas, Marisol ya había puesto a los supervivientes en fila para subir al helicóptero. El aire del rotor del Chinook me aclaró la vista y vi la expresión de su cara. Era de absoluta incredulidad… y esperanza. Nunca le había visto esa cara.
Fui hasta el hueco de la pared y vi a miles de muertos al otro lado, impacientes en su ansiedad por comer, retenidos por seis momias. Sólo seis. Los egipcios tenían los brazos entrelazados y estaban delante del agujero, dándome la espalda. El peso colectivo de cientos de hombres y mujeres muertos presionaba contra ellos, pero aguantaban inmutables, pateando a los que intentaban colarse entre sus piernas. Vi una momia femenina —la misma con la que había hablado— darle un cabezazo a un chico muerto y lanzarlo por los aires.
Pero allí fuera, en medio de los muertos, uno sobresalía hasta los hombros por encima de los demás. Literalmente. Un gigante se abría paso hasta la línea de contención de las momias. Apartaba a los otros monstruos a manotazos como si fueran moscas. Si las momias serían capaces de aguantar su ataque, era una pregunta sin respuesta.
Basta. No tenía tiempo para preocuparme. Esa barrera aguantaría. Tenía que aguantar. Me di media vuelta y, con la visión clara, vi el helicóptero descendiendo. El borrón amarillo que había debajo del Chinook resultó ser un autobús atado al tren de aterrizaje con tres cables de acero. Kreutzer depositó el autobús con cuidado, bueno, se balanceó mucho cuando las llantas reventaron una a una, pero al menos no se volcó, y, después, se apartó cinco metros a la derecha para aterrizar, dejando los cables extendidos en el suelo. Abrió la rampa de la parte trasera del helicóptero y los supervivientes subieron a bordo a toda prisa, entre los gritos de Marisol para que mantuvieran la fila y el orden.
—¡Los niños y las mujeres primero! —chilló—. ¡Y nada de empujar, joder!
Otra gente se subió al autobús por la puerta trasera de emergencia. La fila de supervivientes que esperaba para coger asiento parecía interminable, y sin pensar lo que estaba haciendo, me puse al final de la fila y llamé a Marisol a gritos para comprobar si había hecho un cálculo mental.
—¡Están todos! —me contestó por encima del ruido del helicóptero—. ¡Hasta el último de ellos!
(Tiempo después, hablaría con Kreutzer sobre cómo se le ocurrió ir a buscar el autobús y cómo sabía que no habría espacio suficiente para todos en el helicóptero. «Estaba en el jodido consejo de sistemas de la USGC, ¿sabes? —me respondió maldiciendo, como si eso lo explicara todo—.Técnicos informáticos. ¡Se nos dan bien las matemáticas!» Había calculado cuánta gente cabría en el Chinook vacío y decidió que nos quedaríamos cortos. Nunca me gustó demasiado ese tipo, pero tenía que reconocer que ése fue un razonamiento excelente por su parte).
Observé a Marisol subir por la parte trasera del helicóptero y, después, subí al autobús por la puerta de delante. Apenas tenía sitio para quedarme de pie en los escalones. Una pareja de supervivientes verdaderamente agradable me ofreció su espacio en el pasillo, pero yo rechacé su oferta. Cuando el autobús se elevó en el aire, la estructura metálica crujió de forma alarmante. Se saltó la suspensión y dio la sensación de que el suelo cedería en cualquier instante.
Quise echar un último vistazo a la ciudad. Apenas me fijé en la muchedumbre de muertos que teníamos debajo y que habían entrado a la carrera en la fortaleza cuando las momias dejaron de bloquearles el paso. Dos millones de manos se levantaron intentando capturarnos en el aire. Eso no era lo que yo estaba buscando. Quería ver las bocas de agua. Quería ver las escaleras de incendios y los jardines de los tejados y los palomares y las torres de ventilación que parecían gorros de chef. Quería ver los edificios, su colosal solidez, sus innumerables plantas cúbicas adonde nadie volvería a ir nunca más, y también quería ver las calles, las calles cortadas por los coches, por taxis abandonados que surgían por todas partes como champiñones. Quería echar una larga y significativa mirada a Nueva York, mi ciudad natal.
Sabía que sería mi última oportunidad de hacerlo. Mí cuerpo ya ardía de fiebre, tenía la frente cubierta de sudor a pesar de los escalofríos que me recorrían la espalda como si me cayera una cascada de hielo. Estaba mareado y tenía la lengua pastosa.
Me estaba muriendo.