Capítulo 10
El no muerto miró fijamente mi mano descubierta como si no estuviera seguro de qué podía ser. Me alejé, cauteloso, pero él me siguió al instante, con la nariz arrugada en el centro de su rostro cianótico. Abrió la boca de par en par y vi sus dientes rotos recubiertos de baba, entonces se abalanzó, cerró los brazos como pinzas para rodearme por la cintura. Traté de apartarlo, pero el traje de seguridad limitaba mi movilidad. Intenté levantar la rodilla y golpearlo directamente debajo de la barbilla, pero si le di con fuerza suficiente, no se le notó. Cerró los dientes sobre un pliegue de mi traje y sacudió la cabeza con violencia, tratando de arrancarlo. Corría el peligro de caerme de espaldas, lo que seguramente me costaría la vida. Con el pesado equipo de respiración a la espalda me llevaría demasiado tiempo ponerme de pie otra vez. Los otros dos muertos del contendor se estaban acercando. Si me caía, tendría a tres de esas cosas encima.
¿Dónde demonios estaba Ayaan? Giré la cintura y la vi peleándose con el rifle. Parecía que no podía manipularlo, los pesados hombros del traje eran demasiado gruesos y no le permitían subir el rifle a la altura de los ojos. Seguramente podía disparar desde la cintura, pero si lo hacía, tenía tantas posibilidades de darme a mí como a mi atacante. Estaba solo hasta que ella encontrara una solución.
Mi aliento se condensaba en el interior del casco, lo que limitaba mi visibilidad mientras yo me retorcía y trataba de apartar al muerto aferrado a mi cintura. Me sujetaba, implacable, mientras yo intentaba cogerle los brazos. Cada vez que creía que lo había agarrado bien, se le caía una capa de piel muerta y me resbalaban las manos. No pudo atravesar el tejido del traje con los dientes —era un material bastante resistente—, pero yo sabía que antes o después iría a por mi mano descubierta y todo habría acabado. Incluso si lograba zafarme después de una mordedura, sería víctima de infinidad de infecciones secundarias. Todavía recordaba el terror en los ojos vidriosos de Ifiyah mientras la pierna se le hinchaba y le aumentaba el ritmo cardiaco.
La desesperación llevó mis dedos a la axila del muerto. Al fin tenía un punto en el que hacer palanca. Sentía que se me iban a romper los huesos de los dedos cuando por fin logré apartarlo de mí. Levanté una pierna con torpeza y lo pateé para alejarlo, sus dedos se movían en el aire como veloces garras. Aterrizó sobre su espalda e inmediatamente se puso otra vez a cuatro patas, con la clara intención de volver a por mí. Entonces, la parte superior de su cabeza explotó formando una nube de materia gris pulverizada.
Me di la vuelta, mis pulmones subían y bajaban, y vi a Ayaan. Había logrado quitarse el traje hasta la cintura, de forma que tenía los brazos libres para utilizar su AK-47. Mientras yo estaba inmóvil, mirándola, ella levantó el arma e hizo dos disparos rápidos; eliminó a los dos muertos que venían directos a por mí.
Nos quitamos a toda velocidad nuestros trajes, que ya no servían para nada. Venían más muertos, una multitud incontrolable procedente de la zona oeste, moviéndose tan rápido como podían. Al que teníamos delante le faltaban los brazos, pero su mandíbula trabajaba sin descanso mientras se cernía sobre nosotros. Eran demasiados para luchar contra ellos: teníamos que huir.
Cogí a Ayaan del brazo y corrimos en dirección al norte, por Broadway, pero también estaban allí, eran de los débiles, de los que habíamos visto lamiendo el musgo de las paredes. La ropa colgaba sobre sus esqueléticas figuras, era horrible ver sus cuellos atrofiados y su escaso cabello. Pero ahora que estábamos desprotegidos ya no parecían tan patéticos. Por el sur llegó una mujer muerta con una larga melena morena vestida con un traje de novia completo, cola incluida, tenía las manos cubiertas con unos guantes manchados de sangre y el velo echado hacia atrás, lo que nos permitía ver sus afilados dientes: sus labios atrofiados los dejaban expuestos. Decidí que teníamos que arriesgarnos. Debíamos matar a la novia y esperar que no hubiera más muertos detrás de ella. No me apetecía en absoluto encontrarme con el resto de los invitados.
Ayaan mantenía el rifle en alto y tan sólo esperaba mi orden para abrir fuego, entonces un destello naranja cruzó como un rayo delante de nuestros pies y fue directo al grupo más numeroso de no muertos con un maullido. Era un gato, atigrado, sarnoso, medio muerto de hambre y con pinta de estar rabioso. Era un gato vivo.
Al pensarlo, me di cuenta de que no recordaba la última vez que había visto un animal vivo. En las calles de Nueva York no había siquiera un perro callejero o una ardilla perdida. Podría tratarse de una mera coincidencia, pero para mí era un misterio insondable.
El efecto que produjo la llegada del gato entre los muertos fue eléctrico. Ignorándonos por completo, se volvieron a una para apresar al felino, sus manos se extendían tratando de agarrar su pelaje multicolor. El gato se echó a la izquierda, hizo una finta a la derecha y los muertos se cayeron unos encima de otros —literalmente— tratando de hacerse con un puñado del rayo naranja.
No supe si habían logrado su objetivo hasta más tarde. Mientras yo estaba clavado en mi sitio, hipnotizado por la escena, Shailesh, uno de los supervivientes del metro, apareció detrás de mí y me cogió del brazo. Grité como una criatura.
—¡Vamos! —dijo—. No nos quedan demasiados cebos. —¿Cebos? —pregunté. Claro. El gato. Los supervivientes debían de haberlo soltado a propósito para distraer a los no muertos el tiempo necesario para que Ayaan y yo pudiéramos entrar. Pisándole los talones a nuestro guía, sorteamos la puerta de hierro de la entrada a la estación —oí el golpe metálico de ésta al cerrarse a nuestra espalda— y bajamos un tramo de una oscura escalera. En la penumbra, vislumbré cajas de desechos por todas partes y unos cuantos perros y gatos de mirada furiosa amontonados unos sobre otros. Una bombilla aislada iluminaba los tornos. Pasamos por encima, ya que Shailesh nos aseguró que se habían quedado bloqueados cuando los trenes dejaron de funcionar.
Al otro lado de los tornos nos recibió un superviviente de aspecto serio que llevaba unos vaqueros desteñidos, pero limpios e inmaculados, y unas gafas. Tenía una escopeta de asalto en las manos y el cañón apuntaba lejos de nosotros. El arma se movió en sus manos cuando nos acercamos a él, inconscientemente lo mantenía a una altura segura. Hizo todo aquello con tal automatismo que supe que había estado en las Fuerzas Armadas. Otra persona no sería tan disciplinada en el uso de un arma de fuego. Llevaba una chapa identificativa en su camisa blanca, una de esas etiquetas cada vez más familiares que ponían «HOLA, MI NOMBRE ES… » pero el espacio de abajo estaba en blanco.
Se volvió hacia Shailesh. — ¿Estamos seguros? —preguntó él. Shailesh se echó a reír.
—Colega, es la primera regla para mantenerse con vida. Siempre van a por el objeto que se mueve más rápido. Cuanto más rápido se mueve, más se excitan. Tendrías que haberlos visto, Jack. Lo de ahí fuera parecía sacado de una película de Jim Carrey.
Jack no levantó la voz, pero lo que dijo a continuación hizo bajar la vista a Shailesh.
—Te he preguntado que si estamos seguros o no —repitió.
Nuestro guía asintió obediente.
—Sí. Escucha —me dijo Shailesh a mí—, Jack os conducirá al interior. Yo tengo que vigilar la puerta. Bienvenido a la República, ¿vale?
—Claro —dije sin comprender del todo—. Gracias.
Jack me observó durante un instante; me di cuenta de que me estaba evaluando. Le hizo la misma inspección a Ayaan, pero no nos dijo nada a ninguno de los dos, excepto:
—Por aquí.