Capítulo 19
Seguí la linterna de Jack por una interminable serie de escaleras, así como tramos sin funcionamiento de escaleras mecánicas. A medida que avanzábamos se hizo más sencillo ver en la oscuridad. Pensaba que mis ojos se estaban ajustando a la oscuridad, pero en realidad se trataba de que habíamos llegado a Grand Central y la luz —luz solar de verdad— entraba a través de los altos ventanales de la estación. Cuando aparecimos en los pasillos de mármol que conducían a la explanada principal, de repente volví a ver, parpadeé rápido, con los ojos llorosos.
Ayaan hincó una rodilla en el suelo y barrió la terminal vacía desde el visor de su rifle. Jack se quedó pegado a las paredes, pero yo estaba tan contento de haber abandonado los túneles que no era capaz de mantener ese saludable nivel de paranoia. Los dejé pasar delante de quioscos vacíos, tiendas desiertas de camisas de hombre o de discos o de flores, después de pasar un puesto de limpiabotas entramos en la enorme explanada principal y pude levantar la vista hasta el techo verde y azul con los diagramas dorados del zodíaco, hacia los grandes ventanales a través de los cuales brillaban claros haces de luz amarilla. No había ningún signo de vida o movimiento por ninguna parte.
Lo de Times Square me había impresionado, y esto debió de impresionarme también. Según mi experiencia, Grand Central estaba siempre atestado. Pero había algo en el lugar —su escala catedralicia o, quizá, el destello del mármol— que le confería una especie de lúgubre paz. Realmente, no había tiempo para deleitarse en los detalles, pero me costaba apartar el interés de la aplastante quietud de la terminal. Era un lugar construido para gigantes durmientes y yo anhelaba descansar un rato en su gracia megalítica. Los conduje por el pasaje que discurre por debajo del edificio Graybar hasta una hilera de puertas de cristal. Contaban con cierres arriba y abajo pero Jack tenía una pistola para forzar cerraduras de la policía. Tenía el aspecto exterior de una pistola, pero donde debería haber estado el cañón, asomaba una gruesa ganzúa. Prácticamente podía abrir cualquier puerta de la ciudad. En un principio, sólo las autoridades civiles podían poseer ese tipo cosas, pero Internet las había puesto a disposición de todo el mundo; Jack la había conseguido del mismo proveedor que le había vendido la SPAS-12.
—Comprueba la calle —dijo mientras se agachaba para abrir la cerradura inferior de la puerta. Era una operación complicada: tenías que accionar la pistola para retirar el perno cilíndrico al tiempo que utilizabas un par de apriete para girar la cerradura.
Eché un vistazo a través del cristal a Lexington y vi coches abandonados y edificios desiertos, pero nada que se moviera más allá de una bandada de palomas que revoloteaban entre las paredes de un par de torres de oficinas abandonadas. Parecía que íbamos a seguir en racha. Desde allí tan sólo estábamos a unas manzanas del complejo de edificios de la ONU. Si continuábamos callados y no llamábamos la atención sobre nuestra presencia, podíamos lograrlo. Casi parecía que algo había limpiado toda esa sección de la ciudad. Quizá la Guardia Nacional había levantado barricadas para mantener alejados a los muertos. Tal vez seguían allí. Quizá había soldados vivos protegiendo ese último bastión de Nueva York, esperando a que llegáramos y los encontráramos.
—¿Hay algo? —preguntó Jack. La cerradura cedió con un estruendo metálico que espantó a las palomas que había fuera. Levantaron el vuelo, batiendo las alas mientras se elevaban hacia el cielo, una detrás de la otra. Jack se puso de pie y empezó a trabajar en la cerradura superior.
—Negativo —respondió Ayaan. Estaba observando los pájaros, tan embelesada como yo, quizá fijándose en cómo las palomas confiaban totalmente unas en otras; todas imitaban los movimientos de su vecina, de manera que cada vez que la bandada cambiaba de posición parecía que las recorría una oleada de movimiento, como si fueran una única entidad con muchos cuerpos.
La segunda cerradura estaba abierta; Jack guardó las herramientas. Empujó la puerta y ésta se abrió, dejando entrar una ráfaga de aire frío del exterior.
Aire que apestaba a decadencia y podredumbre.
—¡Agachaos! —gritó Jack cuando la bandada de palomas se agitó en el aire, girando para entrar por la puerta abierta. El ex Ranger cerró de un portazo y decenas de aves se estamparon contra el cristal; sus ojos empañados no reflejaban otra cosa que deseo. Hambre. Una temblaba a unos centímetros de mi cara, separada sólo por el delgado cristal de seguridad; vi en su lomo las marcas donde había sido picoteada hasta morir. Me atacaba con el pico al otro lado del cristal, desesperada por un bocado de mi carne.
Oí un batir de alas a mi espalda y Jack se puso en posición con la escopeta en ristre. Abrió fuego y el disparo resonó por las paredes de mármol. Los pájaros descendían en picado desde el aire por ambos lados mientras las palomas que habían logrado entrar cogían impulso para un nuevo ataque. Jack disparó una y otra vez, y Ayaan abrió fuego en automático, convirtiendo a las aves muertas en nubes de plumas azules y carnaza ensangrentada. Me dolían los oídos a causa del ruido, me preocupaba que me empezaran a sangrar.
Noté una presión en mi espalda, y cuando me volví vi a las palomas chocando contra la puerta, tratando de abrirla a golpes con sus cuerpos. Empujé la puerta con el hombro mientras Jack exterminaba a las últimas intrusas y aplastaba las cabezas de las que sólo habían quedado mutiladas por sus disparos. Ayaan se colgó el rifle al hombro y me ayudó mientras los pájaros de fuera redoblaban sus esfuerzos.
—¡Esto es un locura! —dijo ella—. ¡Estamos jodidos!
Jack volvió a cerrar la puerta con las manos temblorosas tan rápido como pudo. El ataque lo había sorprendido incluso a él.
—Animales no muertos… No se ven mucho. La mayoría de la fauna de la ciudad fue devorada en las primeras semanas. No recuerdo la última vez que vi una ardilla.
—¿Qué podemos hacer? —pregunté, alejándome de la puerta en el mismo momento que otra paloma se estampaba contra ella. El cristal estaba empañado con la suciedad de sus cuerpos—. Esto es ridículo. ¿Qué hacernos?
Jack negó con la cabeza.
—Estamos tan cerca. Si abortamos la misión ahora…
—Nadie va a abortar esta misión. —Ayaan nos miró con el ceño fruncido—. He perdido a mi comandante aquí. He perdido a mis amigas. No es el momento de dejarlo. Habrá alguna forma, si la buscamos.
Desafiando sus palabras, una sombra atravesó la acera en el exterior. Miré y divisé una nueva bandada de pájaros acercándose. Era casi como si estuvieran organizados, como si planificaran sus ataques. Pero no era más que instinto, algo que les fluía en los huesos sin necesidad de usar sus minúsculos cerebros. Las palomas eran animales sociales, imitaban sus comportamientos como habían hecho siempre. Me imaginaba cómo habían logrado tomar esa parte de la ciudad. Una de ellas debió de ser mordida por un humano muerto en busca de comida rápida. Escapó, pero murió a causa de sus heridas. Al regresar con su bandada, debió de atacar a sus compañeras, que a continuación atacaron a las de al lado, que hicieron lo mismo. Supongo que la bandada que vuela junta, muere unida. La Epidemia debió de extenderse entre la población aviaria de Nueva York aún más de prisa que entre la humana.
Por un momento, me pregunté que estarían haciendo allí, tan cerca de East River. Cuando caí en la cuenta se me heló la sangre en las venas. Las cosas hambrientas iban a donde estaba la comida. Los muertos humanos prácticamente habían acabado con todo lo que había comestible en tierra. La última fuente importante de comida estaba taponando el río, al sur del puente Brooklyn. Lo había visto desde la cubierta del Arawelo.
Antes de la Epidemia, en la ciudad había cientos de miles de palomas, ahora habían unido sus fuerzas, era un instinto más allá de la muerte.
—Si salimos ahí fuera —dije—, nos matarán a picotazos en segundos. —Sonaba gracioso, pero nadie se rió—. Pero hay túneles por los alrededores. Hay uno que conduce al edificio Chrysler, estoy seguro. Tenemos que emerger a la superficie en otra parte, en algún lugar que no se esperen.
Jack asintió.
—Claro. Y si el viento nos favorece, no nos olerán. Y si nos quitamos los zapatos, podemos caminar sin hacer ruido. Claro. Podríamos avanzar una o dos manzanas hasta que algo cambiara y se dieran cuenta de dónde estamos.
Miré al exterior a través de las puertas, miré entre los edificios. Desde allí no alcanzaba a ver la Secretaría General de la ONU, no del todo. Pero casi lo notaba, estaba a menos de diez minutos de distancia a pie. Estábamos tan cerca…
El destino tomó una decisión por nosotros. El teléfono móvil de la red Iridium sonó en mi bolsillo de atrás, una melodía estridente que me molestó tanto que lo saqué y contesté a la llamada.
—Aquí Dekalb —dije.
Esperaba oír la voz de Marisol, pero fue un hombre quien me respondió.
—¡No jodas! ¿Dekalb? Acabo de encontrarme este teléfono y he apretado asterisco sesenta y nueve. No nos debemos de haber encontrado por poco. ¡Es asombroso! ¿Está Ayaan ahí contigo?
—Ella… ¿Quién es? —pregunté—. ¿Osman? ¿Shailesh? —No era la voz de ninguno de los dos, pero me resultaba conocida, incluso en medio de las interferencias de la línea. Después caí en ello y mi espalda se agarrotó con un miedo gélido.
—¿Quién soy? Soy el tipo que se acaba de comer al presidente de Times Square.
—Hola, Gary —dije.
Presioné la tecla para colgar apresuradamente, como si pudiera venir a través de las ondas a cogerme.
—Jack —intenté ordenar lo que iba a decir—, hay un problema en la estación. Los muertos…
No esperó a que terminara la frase. Giró sobre sus talones y salió corriendo como un rayo hacia la entrada del metro. Lo llamé a gritos. Ayaan dio unas cuantas zancadas y después se volvió para mirarme. Su cara formulaba una pregunta que no quería contestar.