Capítulo 7
Gary voló con las palomas muertas sobre la Primera Avenida. A través de sus ojos, las observó mientras caían, bandadas enteras a la vez, daban vueltas en el aire, el extremo de sus alas batiéndose inerte. Gary era un hombre de palabra: si Dekalb quería aceptar su generosa oferta, el camino al edificio de la ONU estaría despejado. Gary no temía tanto a Dekalb como le preocupaba. Aunque, por un lado, su equipo de asesinas somalíes no podía hacer mella en las defensas de Gary, por el otro, era posible que hicieran algo poco previsible que pusiera en peligro el ganado de Gary. Si disparaban misiles sobre el broch, por ejemplo, Gary sobreviviría casi con seguridad, pero la gente de Marisol podía resultar herida en el consecuente caos y destrozos. Por la mente de Gary habían desfilado un millar de situaciones hipotéticas similares, y ninguna de ellas le parecía atractiva. Sacar a Dekalb de Nueva York tan pronto como fuera posible no era más que sentido común.
Gary absorbió la energía de las aves hasta que sólo quedó una, viró despreocupada sobre los restos de sus antiguas compañeras de vuelo; las montañas de plumas azul tornasolado anegaban las calles. Gary imprimió fuerza sobre el par de alas batientes y se dirigió hacia el río, a Long Island. Subió más y planeó hasta que vio jamaica Bay achicharrada bajo el sol, hasta que creyó que podía ver el borde de la Tierra debajo de él, pero… ya era suficiente. Presionó con fuerza al pájaro y su visión se tornó borrosa. Una chispa apenas discernible fluyó al ser de Gary.
En un lugar cómodo y sombrío, Gary cambió de posición en su enorme, bañera y el líquido salado se coló por el hueco de sus clavículas. Se enderezó chorreando, y cogió el albornoz. Había trabajo que hacer. Marisol vomitó ruidosamente sobre el suelo de ladrillo. —¿Nauseas matutinas? —le preguntó Gary, ayudando a la mujer a ponerse en pie.
Ella lo apartó.
—Me estoy ahogando aquí dentro. ¿Qué es eso, el vinagre de los pepinillos? —Formaldehído —le contestó Gary, bajando la vista al líquido del color de la cebada de la bañera de la que acababa de salir—. Me estoy preservando para las futuras generaciones. Deberías estar agradecida. Cuanto más me proteja de la descomposición bacteriana, menos de los tuyos me tendré que comer. Si tanto te molesta, salgamos a tomar el aire.
Mientras la conducía por la escalera de caracol oculta en la pared doble de la torre, llamó a una de las momias para que limpiara. Le producía verdadero placer —por insignificante que fuera— reservar el trabajo de limpieza a la antigua guardia de honor de Mael; en cualquier caso, alguien tenía que limpiar el broch y las momias eran las únicas que conservaban la destreza manual necesaria. Las manos del propio Gary se comportaban como si estuvieran dentro de manoplas de gruesa piel; ni siquiera era capaz de abotonarse la camisa solo. Las ptolomaicas del museo al menos podían usar utensilios sencillos.
—¿Cómo se está adaptando tu gente? —preguntó Gary. Los muertos seguían trabajando a destajo en la construcción del muro del pueblo prisionero, pero los vivos ya se habían trasladado a sus sencillas casitas. Gary había ayudado cuanto podía con libros de la biblioteca pública de la calle Cuarenta y dos y con herramientas arcaicas sacadas del Museo de la Ciudad de Nueva York (conocido por sus salas de época), pero no debía de resultar sencillo para gente del siglo XXI verse súbitamente forzada a llevar una vida del siglo XVIII. Gary no tenía forma de abastecerlos de electricidad ni agua, y menos aún de televisión o compras por Internet. Lo que él ofrecía era supervivencia a pelo. Y aún así, barría la alternativa. —Naturalmente, están asustados. No se fían de ti. Gary frunció el ceño.
—Soy un monstruo de palabra. Además, es a mí a quien le conviene que estén a salvo.
Marisol le ofreció algo parecido a una sonrisa insolente.
—No se fiaban de Dekalb, y él tenía un barco amarrado en la bahía. Por Dios, ¿eres consciente del aspecto que tienes hoy en día? No es una cuestión de lógica, ¿vale? Ven a un tipo muerto que huele a pepinillos en vinagre y que todavía tiene jirones de piel entre los dientes y quieren salir corriendo en dirección opuesta. Supongo que con el tiempo… con el tiempo pueden llegar a acostumbrarse a cualquier cosa, pero hasta ahora estaban encerrados como ganado y rodeados de un ejército de monstruos sedientos de sangre, y ahora los señorea un caníbal en albornoz. Están asustados. La mayoría. Algunos todavía piensan que serán rescatados.
Gary se rascó.
—¿Rescatados? ¿Cómo? ¿Por Dekalb? Si es listo, me dejará en paz de una puta vez.
Había un arduo camino hasta lo alto del broch, probablemente demasiado para una mujer embarazada con molestias estomacales (parecía que estaba sufriendo mucho cuando llegaron al tejado), pero Gary subía los escalones con facilidad, casi de dos en dos.
—Naturalmente, no hará lo más inteligente —le dijo a Marisol.
El hombre sin nariz y la mujer sin rostro los estaban esperando en las murallas inacabadas de la torre. El hombre les acercó una bandeja de plata con doce barritas de carne de ternera dispuestas en abanico, al gusto de Gary. Él cogió una y masticó con vigor. De mala gana, Marisol aceptó una también, y se quedó mirándola durante un buen rato antes de decidirse a darle un bocado, preguntándose si tal vez sería carne humana seca. No era, Gary no era un salvaje.
—Dekalb es un idealista. Vendrá aquí aunque tenga que hacerlo solo, aunque suponga su muerte.
—Quizá tiene ayuda —le sugirió Marisol—. Todavía no has conocido a mi Jack.
Gary le hizo un gesto para que echara un vistazo al parque. Más abajo, se alineaban los muertos a millares, tenían los hombros caídos, el cuerpo devastado, pero eran muchos. Cubrían la superficie como langostas, sus movimientos continuos eran como el oleaje del mar.
Él se conectó al eididh y atrapó las gargantas y diafragmas de miles de muertos con su puño espectral. El aire se convirtió en un suspiro con sus espasmos; era la primera vez en semanas o meses que se abrían sus esófagos y el aire entraba en su organismo. Gary liberó ese aire como si estuviera vaciando un globo por la boquilla.
—Hol…a… —gimieron los muertos. El sonido se parecía al movimiento de las placas tectónicas, como si el océano se estuviera vaciando por una grieta en el planeta. Un sonido que evocaba la muerte de verdad, una sinfonía apocalíptica. Los labios de Gary se separaron en una enorme sonrisa. Hola… Marisol…
—No necesito más machos —le dijo Gary—. Si tu Jack viene aquí, morirá.