Capítulo 18

Los muertos no corren. Cojean. Algunos se arrastran. Los más rápidos pasan por encima de los que tienen las piernas rotas o les falta algún miembro. Los más fuertes empujan a un lado a los más débiles.

No hacen ruido al caminar, ninguno en absoluto.

Vinieron a por nosotros como una oleada, una oleada de extremidades y rostros desfigurados; los ojos abiertos, nublados y ausentes, manos, dedos que venían a por nosotros como la espuma en lo alto de la rompiente, dedos, garras, uñas. Eran difíciles de mirar, costaba distinguir sus detalles, diferenciar una cosa muerta de otra. Todas las bocas abiertas. Eran demasiado humanos y fríos para verlos como una horda de animales aterrorizados, demasiado animales e insaciables como para pensar en ellos como una multitud de personas. Sólo querían una cosa: a nosotros.

Cuando una muchedumbre te persigue, no cabe otra emoción aparte del miedo. Hubo una de ellos —una mujer con un vestido sucio y manchado de sangre, incluso, al parecer, quemado—, una mujer que era mucho más rápida que los demás. Avanzaba a grandes zancadas por delante de los demás, y cuando se acercó vimos que no tenía piel en la cara ni en el cuello, sólo las bandas elásticas vibrantes de los músculos faciales que se pegaban a sus feroces dientes expuestos. Sus ojos eran pozos negros bajo un denso gel de sangre coagulada como salsa de espaguetis fría. Sus manos se tendían hacia nosotros, los dedos abriéndose y cerrándose una y otra vez, el pelo flotaba a su espalda en mechones muy enredados.

Marisol cogió un ladrillo roto. Lo apretó en su mano un par de veces y, después, con un gritito, lo lanzó con tanta fuerza como pudo a la cara de la mujer. La muerta se derrumbó sobre una cadera, con la cabeza rota como una maceta.

Frenó el miedo un poco. Lo suficiente.

Marisol y yo comenzamos a coger ladrillos y encajarlos en el barro, intentando cerrar el muro en los minutos que teníamos antes de que llegaran los muertos. Era un trabajo duro y absurdo, por supuesto, pero era mejor que caer presa del pánico.

—Marisol… ve a… por los demás… para que vengan a ayudar —jadeé entre los ladrillos. Ella me hizo un gesto de asentimiento y se dio media vuelta para dirigirse a las casas que había detrás de nosotros. Pero no se alejó más de un par de pasos. Cuando vi por qué, solté el ladrillo que tenía en la mano.

La momia estaba allí, la misma que me había sacado de la fortaleza. Tenía al hombre sin nariz sobre el regazo, como si fuera una madre ocupándose de un niño enfermo.

—¿Qué quieres? —pregunté—. ¿Qué eres?

La voz que me habló salió a borbotones de la garganta del hombre muerto, un gruñido impasible que no pertenecía ni a él ni a la momia que lo sujetaba. Naturalmente, era de Mael, el maestro de Gary, pero en ese momento no tenía forma de saberlo. No se había tomado la molestia de presentarse.

—¿Qué soy? Sólo piezas sueltas, eso es todo, una miscelánea sin sentido, No soy pernicioso para ti. Por mí mismo, carezco de poder. Pero, a la vez, puedo ser de ayuda.

Miré fijamente a los ojos del hombre muerto.

—Escucha, no tengo tiempo para esto. —Le hice una señal a Marisol para que fuera a buscar a los demás para seguir tapando el hueco. Ella ignoró el gesto de mi mano y siguió con la mirada clavada en la momia.

—Yo, sí. Tengo todo el tiempo del mundo, amigo. Para ser honesto, tengo más tiempo del que quiero. Tengo cierto acuerdo con la dama de Egipto que ves aquí. Con ella y sus compañeros. Ahora mismo no puedo levantar un dedo para ayudarte, puesto que no tengo. En estos momentos soy totalmente incorpóreo, hasta el punto que tengo que tomar prestada la boca de este pobre tipo. Pero la señora tiene mucho talento rompiendo cabezas. ¿Te interesa seguir escuchando, amigo? ¿O debo dejar de molestarte para que sigas colocando ladrillos?

Ya había visto lo fuertes que eran las momias. Pero ¿cuántas habría? A duras penas serían suficientes para reducir a la muchedumbre de muertos que había al otro lado del muro. Aunque podían ralentizarlos. Eso sería de ayuda.

Aun así, había llegado hasta allí porque sabía que no se debía confiar en los muertos.

—Evidentemente quieres algo a cambio. Ayúdanos y hablaremos después.

Marisol me dio una patada en la espinilla.

—Se refiere a que hará cualquier cosa que le pidas. —Ella me clavó la mirada y gesticuló la palabra «gilipollas». Después, inclinó la cabeza en dirección a la turba de muertos, que, a su velocidad, tal vez estaba a cinco minutos de nosotros.

Supongo que tenía razón hasta cierto punto.

El hombre muerto sonrió.

—No se trata de nada de mucha importancia. Tan sólo consiste en acabar lo que has empezado. He fracasado dos veces, amigos. Me sacrifiqué para salvar el mundo y fracasé al morir. Intenté supervisar el fin del mundo, pero no se me dio bien estar muerto. ¿Qué sigue después de eso? ¿Qué es más importante que el fin del mundo? Me gustaría saberlo. Tiene que haber algo reservado para mí, porque no se me permite morir sin más. ¿Lo comprendes ahora? Me han reducido a fragmentos. No podré descansar hasta que los reúna. Y creo que sabes quién tiene lo mejor de mí.

—No, no tengo ni idea de qué hablas —confesé.

El hombre muerto puso los ojos en blanco en sus cuencas. Uno de ellos se quedó atascado dejando permanentemente a la vista la parte blanca.

—¡Gary, zoquete! ¡Acaba con él! ¡Hasta que no esté muerto y rematado yo nunca podré descansar tranquilo! Me comió, mordió mi cabeza como si fuera un melón y, ahora, tiene la mitad de mi alma en la barriga. Libérame y salvaré a todos tus amigos.

—¿Gary sigue vivo? —pregunté. —Tú dijiste que estaba muerto —insistió Marisol. Es verdad, yo había dicho eso. Pero también pensaba que era cierto, casi del todo. Me encogí de hombros.

Le había prendido fuego. Lo había quemado vivo, o no muerto, da igual, pero también es cierto que había visto como le metían una bala en la cabezo y lo había superado.

Eché un vistazo a la fortaleza de Gary. Todavía humeaba, aunque no alcanzaba a ver más que chispas que salían despedidas por la parte de arriba Estaba desarmado y exhausto. Pero si no hacía aquello, volvería sin más. Una y otra vez, eternamente, hasta que todo el mundo que yo conocía, quería y me importaba estuviera muerto. Yo incluido.

—Si no salgo a tiempo, no me esperéis —le dije a Marisol.

—Vale. —Ella asintió con entusiasmo.

En el mismo momento en que me puse en marcha, la momia le dio un puñetazo en la cara al muerto tan fuerte que le arrancó la cabeza. Debí de chillar al verlo. La momia me ignoró. Supongo que mi conversación con el fantasma había concluido. Ella pasó por encima de nuestro patético intento de tapar el hueco del muro para colocarse, cruzada de brazos, fuera, esperando a que llegaran los muertos. Del interior de la fortaleza salieron otras momias, quizá una docena en total. Se movían mucho más de prisa de lo que lo hacían los muertos. Me mantuve bien alejado de ellas de regreso a la fortaleza.

Una vez dentro, no me costó encontrar la sala de la bañera de Gary. Me limité a seguir el olor a beicon quemado. El humo había ocupado el espacio abierto en el centro de la torre; era un humo oleaginoso y desagradable que impregnó mi ropa allí donde entró en contacto conmigo. Todo en la enorme sala estaba cubierto de una delgada capa de hollín grasiento. Los seres humanos no deberían entrar en un sitio así, pero yo lo hice. Tenía que hacerlo. Me acerqué más y eché un vistazo a la oscuridad de la bañera vacía, Los ladrillos se habían derretido por las altas temperaturas alcanzadas por el fuego; algunos estaban pulverizados. Un charco de grasa líquida flotaba en el centro de la bañera, todavía burbujeaba y ardía en pequeñas llamas.

Lo que quedaba de Gary estaba apoyado en el borde, tenía un hombro caído apoyado contra la pared. Sus piernas no eran más que palos carbonizados de hueso que salían de la masa abrasada de su abdomen. Parecían las patas de una cigüeña. Le quedaba parte del torso y de los brazos, apéndices que semejaban garrotes rodeando su pecho. Su cabeza todavía ardía. Estaba menos dañada que el resto de su cuerpo, era la única parte de él que no estaba compuesta principalmente de grasa inflamable. Sus ojos habían desaparecido, así como las orejas y la nariz, pero, de alguna forma, notaba que todavía seguía allí.

—Dekalb —tosió—. ¿Has venido a regodearte? —Su voz era poco más que un sonido áspero y seco.

—No exactamente.

—Acércate. Supongo que me alegro de tener compañía en mis últimos momentos. Ven. No muerdo. Ya no.

Imaginé que, a esas alturas, podría encargarme de él solo. La voz —el fantasma o lo que fuera— me había dicho que Gary ya no podía controlar a los muertos. Se trataba de nosotros dos. Al menos eso era lo que yo pensaba mientras me aproximaba a la bañera. Entonces oí un repiqueteo similar a cuando se deja caer una cadena desde cierta altura. De hecho, era exactamente eso. Jack debía de haber trepado por su cadena y, después, esperar a que alguien, quien fuera, pasara justo debajo de él y cayera en su emboscada.

Jack estaba sobre mí espalda, sus piernas rodeaban mi cintura y tenía los dientes sobre mi cuello. Me agarraba la cara con los dedos; me metió uno de ellos en el agujero izquierdo de la nariz y tiró, desgarrándome la carne de la zona. Me agité adelante y atrás, intentando desesperadamente sacármelo de encima mientras la sangre tibia corría sobre mi camisa ya sucia. Me eché hacia atrás, incapaz de coger aire, mi cuerpo seguía conmocionado por la fuerza del impacto. No, pensé. No. Había llegado tan lejos, hasta el momento sin heridas de importancia, sin que me mataran…

—¡Imbécil! —se burló Gary sin levantar la cabeza.