Capítulo 13
—Primero localizamos los medicamentos —dijo Ayaan, señalándome con el rifle—. Después podemos huir. —Intenté coger la boca del cañón y apartarla, seguro de que no me dispararía, pero ella retrocedió con agilidad y me dejó dando un manotazo al aire—. Son lentos. Todavía tenemos tiempo.
Con un par de linternas por toda luz, no podía interpretar su cara demasiado bien. Pero oía a los muertos subiendo hacia nosotros a la perfección.
Me abrí paso entre las chicas y fui hasta el vestíbulo del centro de VIH, la luz de mi linterna cortaba el polvo que se arremolinaba por el pasillo. A la derecha, un ala de habitaciones dobles —¡no tenía tiempo para eso!— se extendía hasta donde un puesto de enfermeras que conectaba dos pasillos. Muévete, me dije a mí mismo, muévete. Y rompí a correr. Iluminé cada puerta que vi. Sala de aseo. Sala de espera de pacientes. Lavandería. Dispensario. Vale. Vale. Sí.
La puerta tenía un buen cierre, de los que necesitan una tarjeta electrónica para abrirlos. Sin luz, era probable que la puerta se hubiera sellado automáticamente. Pasé la mano por el umbral con la esperanza de que hubiera algún tipo de mecanismo de apertura de emergencia y estuve a punto de soltar un aullido cuando la puerta se abrió al tocarla.
No, comencé a jadear en mi cabeza, pero aparté el pensamiento, no tenía por qué significar nada. Quizá la puerta se abrió automáticamente cuando se fue la luz. Entré en la habitación, tenía el tamaño de un armario, y algo crujió bajo mi píe. Apunté con la linterna al suelo y vi unas píldoras de color naranja brillante y amarillo apagado, así como ese rosa palo que tanto les gusta a las compañías farmacéuticas. Al levantar la vista descubrí los armarios vacíos con las puertas abiertas, algo nada halagüeño.
Registré todos los armarios con dedos torpes a causa del estrés para asegurarme. Encontré una caja de Tylenol en uno. Tylenol.
—Saqueadores —le dije a Ayaan al doblar la esquina corriendo, le tiré la caja. La cogió al vuelo sin apartar la vista de mi cara—. Tiene sentido, aquí había pacientes, pacientes vivos. No podrían sobrevivir mucho tiempo sin su tratamiento. Cuando los evacuaron debieron llevárselo todo con ellos. —Ella no se inmutó—. Aquí no hay medicamentos —le grité, tratando de cogerla por el brazo. Ella se apartó de mí otra vez.
El ruido de los muertos subiendo por la escalera se había vuelto ensordecedor, sus pesados pies golpeaban contra los escalones de metal. Iban a llegar en cualquier momento.
—¿Hay aquí alguna otra habitación donde puedan estar almacenados los medicamentos? —me preguntó Ayaan—, ¿Un dispensario principal?
—Pero yo estaba ocupado recorriendo con la linterna las paredes del pasillo norte-sur que se alejaba del puesto de enfermeras. Según el directorio que había visto en el piso de abajo había otra escalera en el otro extremo del edificio y tal vez estaba despejado. De lo contrario tendríamos que saltar por la ventana.
—No te preocupes, americano —dijo una de las chicas. Soltó el seguro y me dedicó una dulce sonrisa—. Nosotras luchamos contra ellos por ti.
La apunté con la linterna a la cara. Las espinillas de su barbilla eran lo único que delataba que era una chica de dieciséis años.
Sucedió como si fuera una escena subacuática. Con la gracilidad lenta y líquida de una pesadilla en la que caes pero nunca llegas al fondo.
Mientras yo miraba horrorizado a la chica, una mano con jirones de piel colgando le tapó la boca y tiró de ella hacia atrás, sumiéndola en la oscuridad que había fuera del haz de luz de mi linterna. Oí su chillido amortiguado en el mismo momento en que se cerró la puerta y se oyó un ruido como si estuvieran rasgando una sábana. Corrí.
El pánico me poseyó, la adrenalina fluía en mi sangre mientras corría por el pasillo. Ante la luz danzante de mi linterna aparecieron carritos y montañas de sábanas por todas partes, esquivé uno y salté por encima del último, y supe con toda seguridad que de esa forma me iba a romper una pierna, pero la otra opción, la única otra opción era detenerme y dejar que me alcanzaran.
Oía disparos a mi espalda, el zumbido del disparo automático. La disciplina que las chicas habían demostrado en el muelle desapareció ante un pasillo a oscuras lleno de muertos. ¿Era a Ayaan a quien oía disparar o ya la habrían cogido?, me pregunté. Me sumergí a toda velocidad en la oscuridad y empujé unas puertas, me hallaba en el otro vestíbulo de ascensores, enfrente de la otra escalera de incendios.
Miré atrás. Abrí las puertas e iluminé el pasillo buscando alguna señal de actividad.
—¿Chicas? —grité, consciente de que atraería a los muertos, pero también de que no era capaz de abandonarlas sin más, no si existía la posibilidad de reunirme otra vez con ellas—. ¿Ayaan?
A lo lejos oí a alguien gritando en somalí. Hablaba a gritos demasiado rápido para que distinguiera alguna de las palabras de mi limitado vocabulario. Escuché, echando la cabeza hacia delante, como si pudiera oír mejor sí me acercaba más al sonido, pero no hubo ningún disparo ni grito. Sólo silencio. —¡Ayaan! —grité, aún sabiendo que estaba solo.
Le di el tiempo que me llevó hacer diez largas inspiraciones y después intenté abrir la puerta de la escalera. Opuso resistencia, así que la empujé con el hombro y finalmente cedió, quizá se abrió unos dos o tres centímetros. Debía de estar bloqueada desde el otro lado. La pateé con furia lo que no pareció de gran ayuda.
A medio pasillo, a mi derecha, oí que algo se aproximaba a mí. Le lancé un rayo de luz y divisé un carrito rodando lentamente hasta que chocó contra una pared. Más lejos, la linterna iluminó una pila de ropa de cama llena de sangre seca.
No. No eran sábanas. Era una mujer con la bata azul del hospital. Muerta, por supuesto. Sus cabellos eran tan finos y escasos que parecían hebras de seda unidas a su cráneo. Con el destello amarillo de la linterna, su piel parecía de color verde pálido. No tenía ojos. En un segundo me di cuenta de lo que había pasado. Al venir por el pasillo hacia mí había chocado contra el carrito y se había caído al suelo. Aunque no podía verme, sabía que yo estaba allí. Quizá me olía.
Lenta y dolorosamente, comenzó a levantarse apoyándose contra la pared con un brazo insensible.
Empujé otra vez la puerta cerrada que daba acceso a la escalera de incendios, pero no se movía. Deslicé mi AK-47 por la rendija y traté de hacer palanca para abrir. Cedió un poco… y después, un poco más. En ese momento, la mujer ya estaba de pie y caminando en dirección a mí. Estaba encorvada y se movía con una notoria rigidez en la pierna. La apunté con la linterna sin cesar, mientras empujaba con la culata del rifle. Finalmente la puerta se abrió y descubrí lo que la había estado bloqueando: una pesada estantería de metal. A juzgar por las manchas de sangre que había en el descansillo alguien se había atrincherado en la escalera. Sin éxito.
No me preocupé por eso. Atravesé la puerta y corrí escaleras abajo hacia el pasillo de la planta inferior.