Capítulo 9
Unas largas banderolas de PVC ondeaban con fuerza entre las columnas de la fachada, los mensajes promocionales se habían desteñido y eran ilegibles a causa del efecto del sol. Hacían un golpeteo seco cuando las agitaba el viento, eran la única cosa en movimiento a la vista. El Metropolitan se elevaba alto y aislado en medio del lodazal del parque, con las enormes puertas abiertas.
—Tengo cosas mejores que hacer —dijo Gary en voz alta. Le daba miedo entrar. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro no respondieron a su declaración—. Tengo que encontrar a la chica que me disparó. Y también estoy hambriento. —Pero no se marchó. Tenía demasiadas preguntas aglomeradas en la cabeza.
Condujo al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro escaleras arriba hasta la puerta y echó un vistazo fugaz, preguntándose qué podía haber dentro que le diera tanto miedo. El ingente vestíbulo se elevaba hasta tres horribles tragaluces que permitían el paso de la luz. Había una iluminación suficiente para ver que el sitio estaba vacío. Gary accedió al aire frío e inerte del museo y levantó la vista hacia el techo abovedado, miró la grandiosa escalera que conducía al piso superior desde un extremo del vestíbulo y también los mostradores de venta de entradas e información abandonados y desnudos bajo la pálida luz. No se trataba en absoluto de su primera visita al Met, pero sin las hordas de turistas y trabajadores, sin los chillidos de los niños aburridos o de los guías turísticos gritones parecía que cada paso que daba reverberaba en el edificio de piedra del museo como una tumba.
Tenía más que una mera sospecha de sobre dónde debería buscar al Benefactor, a pesar de que no tenía ningún sentido. Giró a su derecha y atravesó el cordón de seguridad abandonado. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro lo seguían, arrastrando los pies sobre las baldosas. Recorrieron un largo pasillo donde había expuestas pinturas funerarias que mostraban escenas de la vida cotidiana egipcia, después entraron en una sala llena de vitrinas de exposición.
Una de las primeras cosas con las que se encontraron era una vitrina que contenía una momia fuertemente envuelta con vendas de lino como si fuera un enorme capullo. Una máscara de oro los observaba desde las profundidades del oscuro cristal, sus rasgos faciales formaban una expresión de perfecta serenidad mientras miraba a través de Gary hacia la eternidad. Los enormes ojos parecían estanques llenos de plácida comprensión y aceptación satisfecha de la inmortalidad. Ése no podía ser el Benefactor, Gary estaba seguro. Colocó una mano sobre el cristal.
La máscara se cayó, sobre la vitrina; el cuerpo sin extremidades se revolvía, parecía el estado de crisálida de algo horrible.
Gary dio un salto. Era imposible. Sin embargo, ahí estaba, la momia se convulsionaba dentro de su urna de cristal. Gary se conectó a la frecuencia de los muertos y sintió una leve sombra de oscuro calor allí, la rabia y la angustia eran lo único que mantenían activa a la momia, pero incluso eso era escaso. En breves instantes, esa criatura se consumiría y sucumbiría a la entropía. Pero seguía siendo patente que era imposible que tuviera ningún tipo de vida posterior a la muerte. ¡Dios! ¡No dejaba de revolverse! La máscara de oro se había mellado y aplastado a causa del fuerte golpe contra el cristal, sus rasgos se habían deformado.
Puede que Gary también fuera un no muerto, pero no era capaz de mirar a la cosa que había dentro de la vitrina. Cada vez que la momia se agitaba o golpeaba su rostro contra el cristal se veía obligado a imaginar cómo debía de ser su existencia: ciego, atado, hambriento —para siempre, sin saber cómo había llegado a donde estaba, preguntándose si estaba vivo o muerto—, un infierno. Se volvió hacia la mujer sin rostro y trató de explicárselo.
—No, no, no puede ser. Normalmente, cuando momificaban a la gente le quitaban el cerebro… con una cuchara.
Lo que dices es cierto —dijo el Benefactor—. Hasta cierto punto. Gary levantó la vista aterrorizado. Las palabras le causaban dolor en los dientes, eran tan íntimas como sus pensamientos, en un volumen tan alto como sirenas.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Les extraían el cerebro, sí, pero sólo en algunas de las dinastías. Antes de la decimoctava Dinastía era una práctica desconocida. Después de que los griegos conquistaran Egipto, prohibieron la extracción del cerebro.
_ ¿Cómo lo sabes? —Gary giró sobre sí mismo, tratando de localizar al Benefactor, pero era imposible, la voz podía venir de cualquier parte.
Sé muchas cosas, Gary. He visto tu corazón. Sé cosas que tú has olvidado y cosas que nunca podrías ni soñar. Ven a mí, Gary, y te lo enseñaré todo. Ven rápido, tenemos mucho que hacer.
Gary rodeó la vitrina de exposición; no quería acercarse a la cosa no muerta en su espeluznante crisálida por si acaso finalmente rompía el cristal. No quería estar cerca en absoluto. Guió al hombre sin nariz y a la mujer sin rostro a las profundidades de la exposición de Egipto, a través de salas pobremente iluminadas llenas de pesados sarcófagos, estatuas rotas, escarabajos y mortajas manchadas. Cada vez que miraba a un lado, veía más momias chocando contra sus carcasas, veía escarabajos y ojos blancos observándolo en todas partes. En una pequeña alcoba, una momia ennegrecida, rodeada de cuernos de antílopes muertos hacía siglos, se restregaba contra el cristal; en otra sala, un ataúd de madera con intrincadas pinturas e inscripciones de oro se agitó hasta que las astillas salieron disparadas como si fueran lluvia seca. La sensación de rabia, miedo y horror que percibía de los cuerpos revueltos lo hacía encogerse y apretarse las manos contra las sienes, se sentía incapaz de soportar su frustrante tormento.
Finalmente llegaron a una amplia sala que tenía toda una pared de cristal que permitía pasar la grisácea luz del sol. En una tarima elevada estaba el Templo de Dendur: una estructura de planta cuadrada con jeroglíficos tallados y un enorme arco monumental delante. Había un banco ante el arco, y alguien había tendido tres de las momias que se retorcían sobre la tarima. Les habían arrancado las máscaras de oro y las habían dejado en una pila al lado, objetos de valor incalculable tirados sin más. Una forma marrón, arrodillada sobre las momias, trabajaba con manos enclenques en la tarea de retirarles la tela que las cubría. Era el Benefactor, Gary lo supo de inmediato. Éste levantó la cabeza y le hizo un gesto a Gary para que se aproximara. Mírame tal y como soy, Gary. Soy Mael Mag Och y necesito tus ojos.
No tenía nada que ver con la aparición que había acudido a Gary en los grandes almacenes. Su piel era cuero curtido, se había tornado, uniformemente, de color marrón oscuro, era lampiña, arrugada en algunas zonas, mientras en otras se extendía suave y tensa sobre los huesos, que sobresalían puntiagudos. Le colgaba la cabeza sobre los hombros, como si no pudiera levantarla, de hecho, no cabía duda de que su cuello estaba roto, había partes de las vértebras cervicales visibles en su nuca. Sólo tenía un brazo, sus piernas eran terriblemente dispares. Una era fuerte y musculosa, la otra esquelética y atrofiada. No llevaba más vestimenta que una cuerda atada fuertemente alrededor del cuello —una soga, alcanzó a ver Gary— y un brazalete de piel apelmazada.
—Tú no eres… como ellos —dijo Gary, clavando la vista en las momias temblorosas.
No tengo ni la mitad de su longevidad ni de su sabiduría. Ven, ven aquí. No, yo nunca he estado en Egipto, amigo. Provengo de una isla que conocerás como Escocia. Por favor, mira. Ésta es la razón por la que te he llamado, para que me ayudes a ver esto.
Gary no tenía ni idea de a qué se refería, y entonces lo vio. Mael Mag Och no tenía ojos, tan sólo órbitas vacías.
A través del eididh que nos fusiona puedo ver lo que tú ves. No tenía ni idea de lo horrible en que me he convertido. Aquí. Gary observó lo que Mael Mag Och le señalaba. — ¿El eididh? —preguntó.
Lo que tú llamas red, aunque es mucho más que eso. Una densa montaña de telas sucias se separó de la momia y dejó un brazo al descubierto, un brazo delgado que acababa en cinco dedos huesudos. La mano se lanzó rápidamente a la cara de Mael Mag Och, pero carecía de la vitalidad necesaria para herirlo. El cadáver sin ojos alargó la mano hasta otro trozo tela y comenzó a retirarlo, sus dedos torpes tanteaban el lino podrido.
Tenemos que liberarlos. Les prometieron la inmortalidad, Gary. Estos desgraciados creyeron que despertarían en el paraíso, en un cañaveral. No puedo soportar su trauma. Ayúdame.
La delicadeza, la compasión del acto, conmovieron a Gary de una forma que había dejado de creer posible. Se arrodilló para ayudar a quitar los vendajes y ordenó al hombre sin nariz y la mujer sin rostro que hicieran lo mismo tantas manos tardaron poco en liberar a la momia de sus ataduras. Ésta se levantó lentamente del banco, una figura esquelética cubierta de jirones. Tenía un reluciente broche de oro sobre el corazón con forma de escarabajo, a la vez que otros amuletos y dijes colgaban de sus costados o de los cordones que llevaba en el cuello.
Su cara seguía oculta por los vendajes, a excepción del orificio irregular en el lugar donde un día había estado su boca, su ritual final consistía en eso: el wpt-r, la «apertura de la boca». Se llevaba a cabo con un cincel y un martillo. La tela que rodeaba la herida tenía manchas marrones y amarillas de fluidos que se habían secado tiempo atrás.
Malditos bárbaros, susurró Mael Mag Och.
La momia se alejó con pasos inseguros, cojeando, hasta el arco, donde se agachó contra la ajada piedra, como si estuviera leyendo los jeroglíficos con su cuerpo. Gary la habría aplastado, habría hecho trizas su cabeza si la hubiera encontrado en su vitrina envuelta como estaba. Mael Mag Och había visto la criatura con vida, su humanidad, bajo los vendajes. —¿Qué eres? —preguntó Gary. Un humilde draoidh. Por la forma en que Mael Mag Och lo pronunció sonó parecido a "druída".
—Bueno, está bien, ¿quién eres? —preguntó Gary.
Vaya, ésa es una pregunta fácil. Soy el tipo que apaga las luces cuando acaba el mundo.