Capítulo 2

Naturalmente, el disparo despertó a las chicas. Ayaan se apresuró a echar su chaqueta sobre la devastada figura de Ifiyah para que las demás no pudieran ver lo que Gary le había hecho. Juntos, ella y yo, levantamos el cuerpo inerte de Gary y lo tiramos por la barandilla, lo lanzamos a la oscuridad del piso inferior. Las chicas lo habrían hecho pedazos por lo que le había hecho a Ifiyah, y yo no tenía estómago para soportarlo. Como era de esperar, las chicas tenían un millón de preguntas. Intenté explicarles con tanta tranquilidad como pude que ella había muerto, y Gary también. Hubo algunos gemidos y llantos y unas cuantas se ofrecieron para rezar por Ifiyah. Después, ninguno de nosotros fue capaz de conciliar el sueño.

Fuera lo que fuese lo que Gary le había hecho a Ifiyah, ella no volvió a la vida. O se había comido su cerebro o… mierda. No entendía cómo funcionaba la Epidemia. Lo único que sabía es que ella no volvió a despertar.

Cuando asomó la primera luz del día oí un sonido metálico, era un sonido metálico como el tañido de una campana.

—¿Qué ha sido eso? —susurré, pensando en las campanillas que sonaban cuando entrabas en un colmado[3] en la ciudad. Pero estábamos en el Virgin Megastore y las puertas estaban cerradas a conciencia, lo habíamos comprobado. El sonido no se repitió.

No podía relajarme, no podía ponerme cómodo, aunque el cansancio había ablandado mi mente y mis pensamientos eran lentos y fríos como los glaciares desplazándose en la Edad de Hielo, me daba la sensación de que crecían unos centímetros por año. Me puse de pie y observé a los muertos empujando el cristal; no tenía la energía mental para hacer planes o valorar alternativas. A duras penas me percaté de que uno de los muertos se había derrumbado y otros avanzaron para hacerse con su lugar.

Una mujer con una extensa herida abierta en el brazo, que todavía llevaba un bolso de Yves Saint Laurent colgado en la articulación del codo golpeó el cristal con la grasienta palma de su mano y a continuación se cayó, su cuerpo aguantó un momento por la presión de la multitud a su espalda Se deslizó por el cristal, su mejilla fofa se arrugaba en la parte que estaba apoyada en el cristal, hasta que aterrizó en la acera. Un adolescente con una camiseta blanca trepó por encima de ella, pero él también cayó.

Iban cayéndose aquí y allá, primero de uno en uno, luego en grandes grupos que se deslizaban hacia atrás como si fueran olas en la orilla del mar. Cogí el rifle pensando que se trataba de una treta. Pero ése había sido el error de Ifiyah, pensar que los muertos eran capaces de tramar algo. Hasta donde yo sabía, simplemente existían sin necesidad de artimañas o razón. Mientras se alejaban de la tienda, la luz del sol entró por la ventana e iluminó las caras de las chicas.

—Ellos dhimasha, comandante —dijo Fathia como si estuviera haciendo un informe desde el frente. Están muriendo, es lo que creo que quería decir. Yo mismo lo veía. De los cientos, tal vez miles, de muertos que habían atacado en masa los grandes almacenes tratando de cogernos, sólo unos cuantos estaban todavía en pie y ésos se agarraban la cabeza y caminaban sin dirección por Union Square. Parecían menos interesados en nosotros que en lo que les había acaecido a sus semejantes. Estaba prácticamente convencido de que eso era confiar en demasía en ellos, pero era lo que parecía. El liderazgo tiene menos que ver con tomar la mejor decisión que con tomar una decisión, me dijo una vez el líder regional de campo del proyecto de desarme en Sudán.

—Recoged vuestras cosas, nos marchamos —les dije a las chicas. Lo hicieron sin pestañear. Enrollaron las alfombras de oración, revisaron las armas y se las colgaron al hombro. Fathia y Leyla, la chica más joven, se dirigieron a recoger el cadáver de Ifiyah, pero yo les hice un gesto negativo con la cabeza. Nos íbamos a mover rápido y no podíamos permitirnos perder ritmo para transportar el cuerpo de la comandante muerta.

Yo abrí la puerta, pero Ayaan fue la primera en salir, apuntando a todas partes con su rifle mientras trataba de cubrir las posiciones de todos los rezagados.

No reaccionaron ante nuestra presencia. Hice pasar al resto de las chicas y después me coloqué en la retaguardia. Me detuve a punto de gritar una orden —el ruido podría haber despertado a los muertos de su encantamiento—, y en vez de ello, avancé al trote para tocar el hombro de Ayaan. Señalé en dirección al río.

Era todo lo que ella necesitaba. Hizo tres señales rápidas con la mano y las chicas y yo comenzamos a correr, no tanto esprintar (cada uno llevaba por lo menos unos diez kilos de equipo) como un trote ligero, pero había prisa, creedme. Al principio tuvimos que saltar sobre montañas de cuerpos (en un par de sitios, sencillamente hubimos de pisarlos), pero más allá del perímetro de Union Square las aceras estaban despejadas. Superamos la Sexta Avenida. La Séptima. Reduje la velocidad momentáneamente en Western Beef, preguntándome si allí sería donde se nos acababa la suerte, pero los muertos habían desaparecido. Todos los muertos vivientes del Village debían de estar en los grandes almacenes, porque sólo vimos un puñado de camino al Hudson. Una vez dejamos atrás la Sexta Avenida, el encantamiento desapareció: venían a por nosotros con más decisión que nunca, pero también con más lentitud.

Cuando nos alejamos de sus manos putrefactas sentí un cierto alivio al estar otra vez en un terreno familiar. Lo que fuera que había masacrado a los muertos en Union Square tenía que ser grande y poderoso, no me atraía en absoluto la idea de averiguar qué era lo que eso quería de mí.

La idea de que eso podía ser benevolente, una fuerza invisible que reivindicaba los muertos para sí, no se me ocurrió en ningún momento. Ya no quedaba nada verdaderamente bueno o limpio en este mundo. Cualquier cosa que tuviera esa apariencia seguro que comportaba contrapartidas.

Al llegar al río nos detuvimos y agitamos los brazos. El Arawelo estaba anclado, a unos cien metros de la orilla, no se veía a nadie en cubierta, pero estábamos demasiado asfixiados para pensar lo peor. Tras un minuto o dos, Mariam apareció en la cubierta, no llevaba la chaqueta y tenía calado el sombrero de pescador de Osman sobre los ojos. Hizo un gesto desesperado hacia las escotillas y aparecieron dos marineros de las cubiertas inferiores con aspecto de haber sido pescados haciendo algo desagradable.

No me importaba en absoluto qué tramaban. Condujeron el barco al muelle y nos tiraron los cabos para que pudiéramos atracar. En un minuto estuvimos a bordo y partimos otra vez.

Supongo que abandonar los grandes almacenes a toda prisa había sido la decisión acertada, porque logramos regresar todos. Las chicas me miraban de una forma diferente. No sería exagerado decir que era respeto.

Cuando al fin me senté, me di cuenta de que tenía un hambre feroz. Pedí un canjeero, un insípido pan somalí que era nuestro alimento principal en el barco. Osman se frotó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados durante un momento antes de decidir qué iba a decir.

—¿Estás al mando ahora, Dekalb? ¿Eres el weyn nin? —Echó un vistazo hacia las chicas—. Veo que Ifiyah no ha vuelto.

No hice ningún comentario. Osman y yo habíamos creado una especie de camaradería fácil en el viaje hacia Nueva York. Dos hombres adultos en un barco lleno de niñas; hubiera sido difícil no llevarnos bien. Sin embargo yo había cambiado, de un modo sutil, pero muy real. Había disparado una granada propulsada por cohete contra una turba de enemigos. Había ordenado a las soldados que disparasen. Había puesto a las chicas a salvo, pero también había permitido que uno de los muertos devorase a su comandante. —Por lo menos dime que tienes los medicamentos y podemos volver a casa. —Elevó las manos al cielo, rindiéndose a su incredulidad. Lo abandoné a mi silencio y él bajó las manos lentamente. Ambos sabíamos que no podíamos regresar a Somalia sin los medicamentos. Habíamos fracasado en nuestra misión y en el camino habíamos perdido a cuatro de las nuestras. Negué con la cabeza.

—Bueno, estamos jodidos, señor, sí señor —dijo Osman y me dedicó el saludo de su dedo anular. Supongo que hay límites al respeto que provee el liderazgo.