Capítulo 29

NO TE VAYAS

Eilidh

Maisie y yo estábamos sentadas a la mesa de la cocina. La estaba ayudando con la lectura y al mismo tiempo estaba atenta al teléfono. Tom debía llamarme esa tarde, para arreglarlo todo para que fuera a Southport a firmar algunos papeles. Todo había sido tan rápido, tan tranquilo. No quería que me diera nada y yo tampoco tenía nada, salvo un tarro con algunos ahorros, tan pocos que ni siquiera habría podido pagar con ellos al abogado. No había hijos, claro, así que tampoco nos pelearíamos por la custodia. Todo muy fácil, aunque no indoloro. Eso, no.

Pocos días antes, había recibido una carta suya acompañada de varios documentos. Era el estado de cuenta de un fondo que él había abierto y del cuál era yo la beneficiaria. La carta decía que había dejado mi empleo para someterme a un tratamiento de fertilidad, un tratamiento que se llevó tanto de mí, física y emocionalmente, que ya no podía volver a trabajar, cosa del todo cierta. Argumentaba que era algo que yo había hecho por los dos, que se sentía responsable de que yo no tuviera nada para el futuro y que el tiempo durante el que había trabajado no era suficiente para asegurarme una vejez confortable. Sentí que se me encogía el corazón y una pequeña chispa de afecto saltó dentro de mí, un sentimiento del que todavía quedaba algo, algo que sabía que desaparecería.

No iba a aceptarlo. De alguna manera, sabía que tenía razón al decir que yo había sacrificado muchos años tratando de conseguir algo que ambos deseábamos. De otro lado, no quería nada suyo. Estaba segura de que cuando encontrase un trabajo mejor pagado que el de ayudar a Peggy y cuidar de Maisie, sería capaz de cuidar de mí misma y asegurarme la vejez, por muy lejana que ahora pareciera.

Sabía que saldría adelante. Mi idea de confort y la de Tom son completamente distintas: él parece necesitar mucho para considerar que su vida es aceptable, mientras que yo soy feliz con muy poco, algo que heredé de Flora y de lo que me siento orgullosa.

Decidí tomarme algún tiempo para pensar en ello y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Mientras tanto, no obstante, teníamos que seguir adelante con los papeles del divorcio. Eso implicaba que debería desplazarme a Southport. Por una parte, me apetecía. No había visto a mis sobrinos desde hacía mucho tiempo. Y no podía esperar para volver a mi antigua casa y llevarme las cosas que echaba de menos... mis libros, mi ropa y un montón de cosillas que pertenecían a mi antigua vida pero que todavía quería tener conmigo en la nueva.

Con una oreja estaba atenta a las aventuras de Kipper, que Maisie me leía con entonación argentina, y con la otra al teléfono móvil que reposaba sobre la mesa que había entre las dos. Finalmente, sonó el teléfono y ambas dimos un brinco. Era Tom.

—Disculpa, cariño, sigue leyendo. No tardaré mucho. ¿Diga? —Me senté en las escaleras mientras Maisie seguía leyendo, levantando de vez en cuando la cabeza para mirarme—. Sí. Sí, iré allí lo primero. Me quedaré con Harry. Conduciré. No sé decirte cómo me siento al volver a Southport. Bien y mal, todo a la vez. La verdad es que no quiero dejar a Maisie y Ja... Peggy, pero estoy segura de que se las arreglarán sin mí. Sí. Nos vemos. Gracias por llamar. Adiós.

Su voz me resultó tan familiar como la de un hermano. Me quedé sentada unos segundos, contemplando el hecho de que pronto dejaría de formar parte de mi vida, para siempre. Surrealista. Era como si alguien me hubiera dicho que Harry o Katrina saldrían de mi vida. Durante unos instantes, me sentí perdida.

Dejé el teléfono. Maisie me estaba mirando. La vi pálida y con una expresión extraña en la cara.

—Maisie, ¿te encuentras bien?

Sacudió la cabeza.

—¿Te duele algo?

Sacudió la cabeza otra vez.

En ese momento, oí las llaves en la puerta. Era Jamie.

—Hola, ¿qué tal?

Antes de que pudiera decir nada, vio a Maisie sentada a la mesa. Con el instinto de padre, supo que algo no iba bien.

—¿Te encuentras bien, cielo? ¿Estás cansada? —dijo, arrodillándose frente a ella.

—Me duele la tripita.

—¿Qué te parece si nos echamos un rato, si después te encuentras mejor quizá puedas cenar con nosotros? —dijo, tomándola de la mano.

—No puedo quedarme, Jamie, tengo que hacer las maletas. ¿Puedes llamarme más tarde para decirme cómo está?

—¡NOOOOOO! ¡NO TE VAYAS! —Maisie se echó a llorar y vino corriendo hacia donde yo estaba. Jamie y yo nos miramos sorprendidos.

Le di un abrazo y sostuve su cuerpecillo tembloroso.

—¡No puedes irte! —protestó.

—Nenita, tengo cosas que hacer esta noche, pero nos veremos mañana y luego tan solo estaré un par de días fuera. Volveré antes de que te des cuenta.

Se soltó del abrazo y me miró a los ojos, pálida y solemne.

—No volverás.

—¿Qué? Claro que volveré, cariño, ¡no tienes que preocuparte por eso!

Pero Maisie se dio la vuelta y, sin decir palabra, corrió escaleras arriba.

Jamie y yo nos quedamos pasmados.

—Lo siento, no quería que se enfadara... —susurré.

—No pasa nada... Creo que le preocupa que te vayas como Janet, ya sabes. O como mi madre. Supongo que ya tiene experiencia con gente que la deja, demasiada en su corta vida...

—Quizá debiera quedarme esta noche —dije, y me sonrojé—. Quiero decir...

Jamie sonrió.

—Ya sé lo que quieres decir. —Me puso las manos en los hombros—. Quiero que te quedes esta noche y mañana por la noche, y así todas las demás noches, pero hagámoslo según nuestras reglas. Ve y resuelve todo lo que tienes que resolver, después de que lo hagas, seremos libres.

Libres. Y estaremos un poco perdidos. Él debía de haber visto algo en mi cara porque me agarró con fuerza, con mucha fuerza, como si quisiera asegurarse una vez más de que era a este lugar al que pertenecía.

—¿Quieres que te acompañe? Puedo ir y volver en el mismo día...

—No, esto tengo que hacerlo sola.

Me sujetó la cara con las manos y me besó, de una manera un poco más dura de lo que solía hacer. Con un toque... posesivo.

Salí a la noche ventosa y heladora, mientras de camino a casa me perseguía la carita de angustia de Maisie.

Elizabeth

Nadie lo vio venir, ni siquiera yo. No tenía ni idea de que la partida de Janet y luego la mía hubieran dejado una herida tan profunda y dolorosa en el corazón de Maisie. Era terrible verla así, tan pálida y paralizada por el miedo, tumbada en la cama pero despierta.

Jamie y Eilidh no tenían ni idea de lo profundo de su miedo. Rara vez nos damos cuenta de lo intensos que pueden llegar a ser los sentimientos de los niños, la intensidad del miedo a ser abandonados, a quedarse solos.

Jamie hacía todo lo que podía, le llevó una taza de leche caliente, trató de convencerla de que bajara, que se sentara junto a él en el sofá y se quedaran viendo la televisión como algo especial, más tarde de la hora a la que debía irse a la cama. Le dijo una y otra vez que no tenía nada de qué preocuparse, que Eilidh volvería pronto.

Ella no le creía.

Maisie es una niña feliz, más propensa a la alegría que a la tristeza, pero heredó de su madre esa intensidad de sentimientos y sus emociones pueden ser tan fuertes que son capaces de agitarla como un vendaval sacude a un árbol joven.

Jamie ha seguido adelante esta noche, con la cena, doblando la colada ya hecha para quitarla de en medio y todo eso. Maisie estaba sentada en las escaleras, en silencio, esperando el momento oportuno para marcharse.

Me senté junto a ella y le susurré al oído: «No te escapes, está oscuro, hace frío, quédate aquí con papá y conmigo... No debes tener miedo, ella no te va a dejar, volverá». Pero Maisie hacía como si no me oyese y fue entonces cuando dijo, con una voz fuerte y fría que yo solo le había oído a su madre: «No te creo».

Esperó el momento oportuno y, mientras Jamie hablaba con Shona por teléfono, salió afuera, sin hacer ruido, con el pijama puesto, y corrió hacia la calle, ella, una figurita de color rosa que contrastaba con la oscuridad dominante.

Se alejaba de casa. Fue el último grito para llamar la atención, el último recurso. Pero en realidad, me di cuenta de que no era esa la razón por la que lo había hecho. La seguí mientras caminaba por St. Colman’s Way, pasado el pozo y en dirección al bosque, y vi que buscaba algo.

—¿Qué estás buscando? —le susurré al oído.

—El broche.

Supe de lo que me estaba hablando. Buscaba el broche de Eilidh, el que Jamie le había hecho cuando eran niños. Recordé la conversación que ambos mantuvieron el día que fueron a la finca de Ramsay, mientras miraban el ciervo rojo. Cómo Jamie le había contado que había hecho aquel broche con la esperanza de que Eilidh se quedara pero entonces no tuvo el valor de dárselo, y ella se fue. Le dijo a Maisie que lo había escondido en el bosque, detrás del pozo, esperando a que ella volviera.

A veces olvidamos que los niños viven en una realidad paralela, un mundo literal que tiene su propia lógica. Esto es lo que Maisie había oído de la historia de su padre: he hecho un broche para Eilidh, para evitar que se vaya, y si se lo hubiese dado, se habría quedado, pero no lo hice y entonces se fue. En la mente de Maisie, la consecuencia lógica de todo esto era que, si ella encontraba el broche y se lo daba, esta vez sí se quedaría. El broche con el ciervo se había convertido en un objeto mágico, tenía el poder de ligar a Eilidh con ellos, debía encontrarlo. Lanzaría un hechizo sobre ella y conseguiría que se quedase.

No se daba cuenta de que el hechizo ya estaba en marcha, de que Escocia y Glen Avich y la pequeña familia de dos habían atrapado a Eilidh y que jamás se iría. Según la experiencia de Maisie, los lazos de amor o familiares no eran lo suficientemente fuertes para evitar que la gente a la que quería se fuera.

Maisie estaba cavando con sus propias manos, apartando las hojas secas y las ramas. Tenía frío, los labios amoratados y las mejillas pálidas. Regresé a la habitación de Maisie y tiré al suelo todos los libros de las estanterías, de manera que Jamie subiera arriba y viera que su cama estaba vacía.

Funcionó. Le vi subir asustado en busca de su hija y entonces, al no verla, se puso a buscar frenéticamente en el cuarto de baño, luego en su habitación y después en el piso de abajo.

Salió volando de casa para llamar a las puertas de sus vecinos, por todo el camino que llevaba hasta la casa de Eilidh, y cada una de las personas a las que llamó salió para buscar a Maisie.

—¿Jamie?

—¡Ha desaparecido!

Sus ojos eran presa del pánico.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo ha podido salir de casa?

—No lo sé. Estaba en la cama. Yo en el piso de abajo. Oh, Dios mío...

Se abrazaron un instante, para acto seguido continuar buscando. Las calles devolvían el eco con el nombre de Maisie.

Tenía que encontrar el modo de que dieran con ella.

Fui en busca del zorro y le susurré al oído. Era tan valiente, tan leal, se puso a correr entre todos aquellos humanos a pesar de su instinto de alejarse de ellos. Se plantó en medio de St. Colman’s Way, con sus ojos amarillos brillando en la noche. Eilidh, Jamie y todos los que les acompañaban se quedaron perplejos.

—Ese es el zorro que vi justo antes de tener el accidente. Y esa noche... —susurró Eilidh, poniendo una mano en el brazo de Jamie.

El zorro temblaba por el esfuerzo que estaba haciendo al quedarse ahí, plantado, abrumado por las voces y el olor de los humanos. Estos se recuperaron de la sorpresa y se encaminaron hacia donde estaba. Pero el zorro no lo pudo soportar más, su instinto le superó y desapareció tan pronto como un destello, entre los matorrales.

—Espera —dijo Eilidh con urgencia. Jamie se detuvo.

Los demás estaban a pocos pasos frente a ellos y Eilidh y Jamie se quedaron parados, en silencio. Él apuntó hacia el suelo con la antorcha.

—Venga, vamos... —Jamie estrechó el brazo de Eilidh y fue a dar un paso, pero se topó con un cuerpo pequeño y duro. Unos ojillos amarillos le miraron. El zorro saltó a un lado, al bosque, pero todavía se le podía ver. Entonces regresó otra vez a la carretera frente a ellos, y luego volvió a esconderse en el bosque.

—Tenemos que seguirle —dijo Eilidh. Gracias a Dios, gracias a Dios.

Eilidh lo había entendido.

Jamie la miró.

Igual que Alicia a través del espejo, pensé. Van a entrar en mi lado de la realidad.

Y lo hicieron.

Eilidh

Estaba en el piso de arriba, haciendo las maletas, cuando oí voces en la calle. Eran los vecinos de Jamie, Malcolm y Dougie Ross, el padre y su hijo adolescente, que estaban fuera, frente a mi ventana, Malcolm con una antorcha en la mano, hablando muy alto con alguien cuya voz no reconocí. ¿Una pelea? ¿Malcolm y Dougie? Era poco probable. Entonces vi a Jamie, corriendo en dirección a nuestra casa con cara de pánico.

Corrí escaleras abajo.

—¿Qué pasa? —Peggy salió del salón mientras yo abría la puerta.

—No sé. Algo va mal.

—¡Eilidh! ¡Maisie ha desaparecido! —gritaba él.

Me puse el abrigo rápidamente y salí.

—¿Jamie?

—¡Ha desaparecido!

Necesité un minuto para entenderlo. ¿Cómo podía haber sucedido algo así?

—Pero ¿cómo? ¿Cómo ha podido salir de casa?

—No lo sé. Estaba en la cama. Yo en el piso de abajo. Oh, Dios mío...

Le abracé. Sabía que se culpaba por lo sucedido. Pero cómo habría podido imaginarse...

—Vamos —dije, y nos pusimos en marcha, llamándola. Unos cuantos hombres y mujeres nos acompañaron. Eché un vistazo a mi reloj de pulsera: era pasada la medianoche. Hace frío y hay mucha humedad, pensé mientras seguíamos caminando. Mi pequeña Maisie en pijama. Por favor, Señor, por favor, ayúdanos a encontrarla pronto.

Por favor, Dios mío, que no se acerque al lago.

Aquellas plegarias familiares y reconfortantes que solía recitar con mi abuela por la noche volvieron a mi mente, de manera que, sin darme cuenta, me puse a rezar en silencio. Era la primera vez que lo hacía después de haber perdido a mi bebé.

El lago y sus aguas tranquilas y oscuras...

Jamie y yo debimos de pensar lo mismo, porque me miró.

—He llamado a la policía. Ellos nos acompañarán hasta el lago. La última palabra la pronunció en un susurro estrangulado. Me flojeaban las rodillas.

—Ahora no pienses en eso, Jamie —dijo Malcolm bruscamente, y continuó caminando, seguido de Dougie, que tenía los ojos muy abiertos y no dejaba de tiritar con la cazadora de denim que llevaba.

En ese instante, todos nos quedamos helados. Un zorro acababa de meterse en la calle y nos estaba mirando, tembloroso. En sus ojos se veía reflejada la luz de las antorchas.

Tan solo unos segundos después, el hechizo se rompió. Los hombres siguieron caminando. Pero el zorro no se movía. Al ver que no lo hacía, me di cuenta de que se trataba de mi zorro, el que había visto aquella vez cuando caminaba St. Colman’s Way arriba a las tres de la madrugada, el mismo que vi el día en que tuve el accidente.

Le puse una mano a Jamie sobre el brazo, para hacer que se detuviera. No sé por qué. Algo me dijo que tenía que detenerme y «escuchar» al zorro. Pero era demasiado tarde, los hombres se habían acercado demasiado y el animal se había ido. Seguimos caminando.

Pero Jamie tropezó con algo. Me volví para ver lo que era y entonces vi aquellos ojos amarillos que fijaban intensamente su mirada en los míos.

De nuevo, nos quedamos helados.

El zorro saltó a un lado, al bosque, y de nuevo a la calle.

Estaba segura de que teníamos que seguirlo y lista para hacerlo sola si Jamie no me acompañaba. Pisé la tierra mullida, cubierta de agujas de pino, y me adentré en el bosque, y aunque en aquel momento no era consciente de ello, acababa de entrar en un mundo distinto.

Tras un instante de duda, Jamie me siguió.

Tuvimos que apretar el paso porque el zorro, que iba delante de nosotros, era rápido y silencioso. Con la luz de la antorcha, nos las apañamos para seguirlo mientras nos guiaba hacia delante. Ambos permanecimos en silencio, cono si nos hubiéramos puesto de acuerdo para no hacer ningún ruido que pudiera asustarle. Dejamos de llamar a Maisie, lo único que se oía era nuestra respiración y el suave susurro de nuestros pies al abrirnos paso por el bosque.

No caminamos mucho, diez minutos escasos. Llegamos a un pequeño claro, un semicírculo de piedras planas a un lado y, al otro, una pared de árboles. Todo estaba tranquilo, nada rompía el silencio. El zorro se subió a una piedra plana y se detuvo en el mismo momento en que la antorcha de Jamie dejó ver a una niñita con un pijama rosa que yacía enroscada junto a un árbol, dormida. En los brazos de alguien.

Era una mujer. Por un segundo, creí que se trataba de Shona, tenía su mismo pelo rubio. Pero había algo en ella que hizo que un recuerdo despertara en mi mente. El recuerdo de una cocina caldeada, el olor a tostadas y la sensación de alguien que me rodeaba los hombros con el brazo.

Y la última vez que la había visto, muchos años después, en un encuentro fortuito fuera del teatro en Aberdeen, antes de que todos nosotros emprendiéramos cada uno nuestro camino, para no volvernos a encontrar nunca más.

Elizabeth.

Abrazaba a Maisie y tenía la cara escondida entre el pelo de la niña. Entonces levantó la mirada para dirigirla directamente a Jamie y sonrió.

Dejó a Maisie con cuidado, se levantó y dio unos pasos hacia donde estábamos. Quizá debiera haberme asustado, era un fantasma lo que tenía ante mí, pero al acercarse, sentí un alivio increíble, algo así como si todos hubieran vuelto: Flora, mi abuela, todas las caras amables que nos miraban cuando éramos niños.

—Elizabeth —dije. Su nombre era tan dulce, el alivio que sentí, tan grande, que las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, igual que el agua mana de una fuente.

Alargó una mano y acarició la cara de Jamie, de la misma manera que había hecho millones de ves cuando él era un niño.

Le miré y vi que estaba paralizado, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa.

Levantó los brazos y ella se acercó más para que la abrazara. Él tiró la antorcha, que cayó al suelo, extendiendo su luz hacia donde se encontraba Maisie, mientras nosotros nos quedamos a oscuras. No obstante, no pude ver nada, así que cerré los ojos. Me sentía segura.

Jamie hizo un ruido suave en la oscuridad y supe entonces que ella se había ido. Se tiró al suelo, frente a Maisie, y la abrazó. Podía verlos a la luz de la antorcha. Me sacudí y me arrodillé junto a ellos, rodeando la cara de Maisie con las manos.

Jamie tenía los ojos cerrados y la abrazaba como si le fuera la vida en ello.

Rompí el hechizo.

—Tenemos que llevarla a un sitio caliente... —Mi voz sonó extraña, como si viniera de muy lejos, como el eco en una cueva.

Jamie abrió los ojos y me miró.

Sin decir palabra, se levantó con Maisie en brazos. Ni siquiera temblaba, sumida en ese profundo sueño que solo tienen los niños.

Me hice con la antorcha y, de pronto, aparecimos en otro sitio. Ya no estábamos en lo más profundo del bosque como pensaba, sino... justo detrás del pozo de St. Collman’s. Las voces llamando a Maisie llenaban el aire otra vez y me di cuenta de que nunca se detendrían. Podía ver pequeñas luces blancas, salpicadas por todo el jardín, más allá de los árboles. Nos encaminamos hacia ellas, en silencio.

Elizabeth

No pude evitarlo. Pensé, si es lo último que voy a hacer, abrazaré a mi hijo por última vez.

Y lo hice, le abracé de nuevo, mientras mi cuerpo volvía a mí durante un segundo para luego desaparecer otra vez. Fue como cuando nació, la mayor felicidad que jamás conocí. Me dejé llevar por las aguas oscuras, no sabía dónde acababa el lago y dónde empezaba yo, pero estaba en paz. Porque cuando tuve que dejarle, sabía que no se quedaba solo.