Capítulo 1

LA PÉRDIDA DE MI BEBÉ

Eilidh

El día que perdí a mi hijo hacía un tiempo precioso, soleado, y la mitad de la gente de la ciudad había salido a la calle con sus gafas de sol y una sonrisa en la cara.

Yo había salido para dar un paseo, luciendo mi enorme camiseta floreada de premamá. Solo estaba de diez semanas, era demasiado pronto para llevar ropa de ese tipo, pero es que estaba impaciente por lucirla. Llevaba también conmigo algo de comer, una mezcla extraña de sardinas y anacardos creo, pues me decía a mí misma que tenía aquel antojo o aquel otro. En realidad, no era así. Simplemente, quería tener la oportunidad de poder decir por fin cosas como «me estoy alimentando de mango mezclado con salsa HP y masticando chicle. ¡Es que una tiene unos antojos tan extraños cuando está embarazada!»

Embarazada.

Estaba embarazada. Ahora me parece casi imposible.

Quería disfrutar de la experiencia al completo; de cada señal, de cada síntoma por insignificante que fuera —las náuseas matutinas, los tobillos hinchados, las enormes camisetas que casi parecen una tienda de campaña, las noches de insomnio. Quería reírme de lo mucho que se me estaba dando de sí la ropa interior y hablar de si tendría un niño o una niña respondiendo a algún estúpido test que hubiera encontrado en una revista. Quería leerme unos cuantos libros de nombres, elegir los muebles para la habitación del bebé y hablar de las ventajas de contar con un cochecito u otro. Quería comprar chalequitos, pequeños, del tamaño de un bebé, y gorritos, mitones y calcetines. Todo de color blanco, hasta que me hiciera la ecografía de las veinte semanas, cuando me dirían si lo que esperaba era un niño o una niña. Tom y yo contemplaríamos la pantalla del ecógrafo preocupados, diciéndonos el uno al otro: «¡Mira, se está moviendo! ¡Nos está saludando!» Llamaríamos por teléfono a nuestros amigos y parientes para decirles qué íbamos a tener. Enmarcaríamos las ecografías y las pondríamos en la chimenea. Tom se llevaría una al trabajo, donde los demás doctores y las parteras y las recepcionistas la verían y dirían: «¡Anda, si se parece a ti!». En realidad, no puede decirse que se vea nada en estas imágenes, es simplemente una de esas tonterías, esas bobadas encantadoras que la gente te dice cuando se sienten tan a gusto hablándote de algo como son los bebés que están en camino, con toda la esperanza y la alegría que traen con ellos.

Pero lo que deseaba por encima de todo era sentir al bebé pataleando dentro de mí. Me habían contado que era como si fueran ondas, como si tuvieras una mariposa revoloteando en el vientre. Quería sentir la mano de Tom sobre el mío, contemplar el orgullo en su mirada y la ternura que sentía por mí, su esposa, que le daría un hijo o una hija.

Había esperado tanto, tanto tiempo, mientras las demás mujeres se quedaban embarazadas y andaban por ahí luciendo sus barrigas como si fueran una corona, y yo seguía con mi talla treinta y ocho de jeans y un vientre plano. Odiaba la manera en que estaba adelgazando en lugar de ponerme oronda, llena y serena. Estaba desesperada por ser como «ellas», como las mujeres embarazadas: mi hermana, mis amigas, mis colegas de trabajo, mi peluquera. Incluso el cartero —bueno, mejor dicho, la mujer cartero— me daba en las narices con su barriga de embarazada cada mañana, según la veía moverse arriba y abajo por nuestra calle y acercarse con torpeza al buzón donde se echan las cartas. Hasta que un día me dijo que le habían cambiado el servicio, por seguridad, debido a su estado, así que a partir de ahora estaría atendiendo al público tras el mostrador de recogida de paquetes de la oficina de correos y viendo crecer, mientras tanto, su barriga. Dijo que se pasaría de vez en cuando, para saludar.

Me fijaba en las barrigas de las embarazadas de manera obsesiva, para ver si se les tensaba el vientre de esa bonita manera en que se pone al principio, cuando apenas se tiene barriga pero ya se nota. Me torturaba pensando que todo el mundo, absolutamente cualquiera, podía tener hijos menos yo.

Cada vez que se cruzaba en mi camino un cochecito, miraba hacia otro lado. No me fiaba de mí, de no mostrar esa mirada de anhelo que las madres reconocen y que las hace saltar y decirte con los ojos: «Este bebé es mío».

Quería ser así. Quería que otras mujeres mirasen a mi bebé con ojos brillantes y me envidiasen, y sentirme como la reina del mundo, la mujer más afortunada sobre la faz de la tierra.

Como mi hermana. Ella es una experta en eso.

Katrina tiene tres años menos que yo. A las dos nos encantan los bebés y ambas soñábamos con ser madres desde que éramos niñas. Solíamos jugar a las casitas, cuidar de nuestras muñecas, alimentarlas, meterlas en la cama, sacarlas para darles un paseo en sus pequeños cochecitos de color rosa. Por eso, no resultó sorprendente que las dos decidiéramos trabajar con niños: ella se convirtió en enfermera especializada en pediatría y yo en puericultora.

Ella se casó pronto, casi al poco de salir del instituto, y en seis meses se quedó embarazada. Tuvo un niño, un niño precioso, mi querido sobrino Jack. Para cuando Katrina dio a luz de nuevo, esta vez a dos niñas mellizas, yo llevaba ya tres años intentándolo. Cuando la miraba con las niñas en brazos, una en cada brazo, con sus trajecitos rosas y sus gorritos del mismo color, y aquellas caritas rosaditas, la amargura me invadía.

Tras el nacimiento de Isabella y Chloe, cuando yo ya iba por mi segundo intento de inseminación, llegó Molly. Ella fue el bebé de la familia, la niñita de nuestros ojos. Y hubo más felicitaciones, más celebraciones, más reuniones familiares, con mis padres bromeando acerca de que una sola hija les estaba proporcionando suficientes nietos a ambos.

Pero lo malo era que no se trataba en realidad de una broma. Ellos estaban al corriente de mis problemas, pero es que mi familia no tiene... como decirlo... mucho tacto. Algunos llamarían a eso «ser un poco cruel». Sí, conmigo. En especial, mi hermana. No tiene piedad alguna, recordándome siempre lo fértil que es, lo abundante de su prole y cuántas manitas y piececitos puede contar, lo mucho que la quieren, que la abrazan y que la hacen sentir... que vale la pena.

Mientras que yo no valgo nada, soy estéril y tengo los brazos vacíos. Brazos vacíos, corazón vacío.

—¡Si tuvieras hijos, entenderías cómo me siento! —exclamaba entre lágrimas el primer día que Jack fue al colegio. Y añadía—: Quieren a su mamá, ¿verdad? Una tía no es lo mismo —decía entre risas, en el momento en que una de las mellizas pasó de largo y corrió hacia ella con una herida en la rodilla—. Perdona, no es que no quiera que tú lo hagas, es que ella está mejor conmigo —añadía si yo le sugería que podía llevar a Molly a la cama.

Mientras tanto, su marido dispensaba a Tom el mismo trato que ella a mí, gastándole bromas de mal gusto acerca de dar en la diana, algo que ni siquiera era cierto pues, tras muchas pruebas, los médicos me habían dicho que el problema era mío, no de mi marido. Tom intentaba reírse, pero acto seguido se quedaba muy, muy callado. Pronto empezó a encontrar excusas para evitar las reuniones familiares. No podía culparle.

Tom es médico; es algo mayor que yo. Lo nuestro no fue una locura de pasión ni nada por el estilo, éramos buenos amigos, seguimos siéndolo y ambos queríamos tener hijos. Tom pasaba de los treinta y tampoco se sentía muy a gusto en su familia, así que nos casamos con la esperanza de crear la nuestra para no sentirnos solos nunca más.

Empezamos a intentar tener un hijo poco después de nuestra luna de miel. Diez años, muchas pruebas y cinco intentos de inseminación más tarde, había funcionado. Estaba embarazada.

Pero para entonces, nuestro matrimonio había acabado hecho jirones. Tom se veía con alguien y de eso ya hacía tiempo. Yo estaba tan alterada después de tantas inyecciones de hormonas que lo uno llevó a lo otro, me faltaron las fuerzas para hablar del asunto y, simplemente, me cansé de luchar.

Había dejado mi empleo dos años antes. El tratamiento estaba haciendo de mí un deshecho físico y emocional y no podía seguir sin descansar. Trabajaba con niños todo el día, tenía que sonreír y ser amable y cariñosa cuando mi corazón no dejaba de sangrar. Y eso sin hablar de las madres embarazadas con las que tenía que lidiar. Venían a recoger a sus hijos, agachándose con dificultad para quitarles las zapatillas llenas de tierra, a lo que yo siempre decía: «Deje, ya la ayudo yo». Y a lo que ellas contestaban: «Oh, gracias, ¡es que cada día estoy más gorda!», al tiempo que se tocaban el vientre. Y yo, muerta de envidia, cansada por el tratamiento hormonal, deshecha tras pasar la noche sudando y sin dormir, tenía que devolverles una sonrisa.

Se acabó. Debía ahorrar energías y dedicar todas las que tuviera a mi objetivo, a lo único que importaba.

Me inseminaron cuatro veces, cuatro veces introdujeron a nuestros bebés en mi cuerpo —ellos los llamaban embriones, pero yo los llamaba bebés—. Cuatro fracasos, no funcionó. No es que no lo intentaran, pero yo los perdía. Ni siquiera eso. No pasaba nada, ni siquiera sufría una ligera inflamación, o sentía algo... distinto. No sentía nada, como si nunca hubiera sucedido, como si todo hubiera sido un sueño, como si esos cuatro bebés nunca hubieran existido. Un sueño que se desvanecía en la luz, como hacen los sueños. Como si nunca hubieran estado ahí.

Me pasaba las horas llorando junto a un vaso de zumo —el vino era algo que no podía permitirme durante el tratamiento— con mi mejor amigo, Harry. Su amistad me salvó de la locura. Nos conocimos en el colegio cuando ambos teníamos trece años, salimos durante algunas semanas cuando teníamos dieciséis y desde entonces decidimos que estábamos mejor siendo amigos. Un año después, salió del armario y me enteré de que era gay, algo que a su padre le sentó como un tiro. Se fue a casa de su tía durante una semana más o menos, hasta que su padre se plantó en su puerta y le pidió con lágrimas en los ojos que volviera a casa. Tras ese pequeño trastorno, la vida de Harry siguió adelante con tranquilidad. Conoció a su pareja, Douglas, cuando los dos estaban en la universidad y todavía siguen juntos.

Mientras yo vivía un infierno, Harry y Doug me proporcionaron siempre un puerto seguro, y pasé más de una noche viendo con ellos películas y series de televisión, comiendo pan de gambas y fideos al estilo Singapur.

Solía llorar en brazos de Harry y él me decía; «Vamos, vamos, ya verás como todo sale bien, todo va a salir bien...» y me sentía tan agradecida por sus palabras que mi corazón desbordaba de amor por él. Para mí, es como un hermano.

Cuanto le conté que Tom tenía una amante, volvió a su antigua manera de ser y, antes de decirme lo que pensaba, me preguntó si quería que le partiera la cara. Después volvió a su sensibilidad habitual y sugirió que le abriéramos un perfil completo, con número de teléfono y correo electrónico, en una página de citas para homosexuales.

—No, gracias. Creo que, simplemente, no le haré caso. Prefiero actuar como si no pasara nada.

—Eso jamás funciona.

—Lo sé... pero no puedo dejarlo ahora. Tengo concertado otro tratamiento para dentro de dos meses, no puedo cancelarlo, ¡quizá sea mi última oportunidad!

Y funcionó. Al quinto intento, funcionó.

Mientras miraba la cruz azul del test de embarazo, una línea de azul intenso y la que cruzaba sobre ella, tímida y dubitativa, casi fugaz, me dejé resbalar por la pared de azulejos del cuarto de baño hasta quedar sentada en el suelo, cerré los ojos y disfruté de la mayor felicidad que jamás había conocido.

Cuatro pruebas más tarde, cuatro cruces azules después, acababa de hacer pis y estaba loca de contenta.

Tom estaba exultante. Durante una temporada, dejó de trabajar hasta tarde, de asistir a convenciones y reuniones los fines de semana, de hacer horas extraordinarias. Yo estaba inmersa en una burbuja de felicidad, pero aun así, todavía no me atrevía a preparar nada para el bebé. Era demasiado pronto, no quería gafarlo. El mío fue un embarazo clasificado como de alto riesgo, tenía que someterme a revisiones constantes, así que no podía relajarme.

Un día, Tom vino a casa con una bonita cuna de forja pintada de blanco. Era preciosa.

—Es la de Eva —dijo, metiéndola en casa con el mayor cuidado. Eva es la hija de su mejor amigo y padrino de nuestra boda—. Como ellos no van a tener más hijos, me la han dado. La trajeron de Escocia, de un pequeño pueblo de las Tierras Altas. He pensado que te gustaría. —Sonreía. Durante aquellos días, se parecía al Tom de antes.

Al hombre con el que me había casado.

—¡Me encanta! ¡Es preciosa! ¡Y de Escocia!

Había vivido en Escocia durante algunos años, cuando era una niña y mis padres se separaron. Mi madre, mi hermana y yo nos fuimos a casa de la abuela Flora en Glen Avich, al noreste de la región.

—Lo que pasa es que... —empecé a decir, dudando.

Él puso cara de no entender nada.

—Bueno, es que dicen que da mala suerte colocar la cuna en la habitación del bebé demasiado pronto. Quizá sea mejor que la guardemos en el desván.

—¿En el desván? Se estropeará. Además, todas esas bobadas acerca de cunas en las habitaciones de los bebés, gatos negros y escaleras no son más que patrañas, y lo sabes.

—Claro, claro, lo sé.

Pero no lo afirmaba muy segura. La cabeza me decía: «Vamos, Eilidh, no seas tonta», pero el estómago me recordaba, «¿Por qué tentar al destino?»

—Eilidh —rió Tom, levantando la cuna para llevársela arriba—, ¿desde cuándo crees en supersticiones?

—No sé, es solo que... —Me encogí de hombros. No sabía qué decir.

—Bobadas. Vamos, ven a ver cómo queda.

Subió las escaleras con la cuna y la llevó a través del pasillo, una cuna que nunca ocuparía ningún bebé. La dejó con cuidado en la habitación que iba a ser la de nuestro hijo, una estancia que llevaba años esperando para desempeñar esa función.

—¿Qué te parece? ¿No crees que queda perfecta?

Asentí con la cabeza y sonreí.

Traté de no sentir miedo, pero estaba asustada.

No era por culpa de la cuna, claro. No soy tan supersticiosa como para creerme que ese fue realmente el motivo. No fue la cuna, ni que yo trajera la compra a casa un día que hacía mucho calor, nada de lo que había hecho, eso dijo el médico.

No debía culparme, me dijo.

Pero lo hago, oh, sí, me culpo, por no haber sido suficientemente fuerte como para llevar mi embarazo hasta el final, por no haber sido capaz de dar a mi hijo la oportunidad de vivir.

Le abandoné y ahora está muerto.

Ese maravilloso día de sol, ahora hace tres meses, toda una vida, dejé de charlar con mi vecina durante unos minutos, antes de decirle adiós y de darme la vuelta para cruzar la calle en dirección a mi casa.

Según iba caminando, oí los pasos apresurados de mi vecina tras de mí y sentí cómo me rodeaba la cintura con su brazo, como si quisiera sujetarme.

—Deja que me ocupe de esto, Eilidh, querida, sé una buena chica —dijo, al tiempo que con amabilidad me arrebató las bolsas de la compra y me hizo entrar en casa, todavía sujetándome por la cintura. Poco a poco me di cuenta de que algo iba mal y entonces noté como un goteo por las piernas, y no era sudor, así que miré y vi que era sangre.

Si hubiera tenido un niño, le hubiera llamado Harry. Si hubiera sido niña, la hubiese llamado Grace.

Cuando dejé de llorar, tres meses después, me levanté del sofá, me di una ducha caliente y muy larga, me vestí por primera vez en semanas y me preparé una traza de té. Me senté a la mesa de la cocina con el teléfono, un cuaderno y un bolígrafo.

Tom estaría fuera durante el fin de semana. No sé qué convención, me había dicho, como si yo no supiera la verdad, como si fuera una estúpida.

Escribí dos notas:

Mamá, Papá:

Me voy durante una temporada. No os preocupéis, estaré bien.

Llamaré tan pronto como me haya instalado.

Eilidh

Tom:

Nuestro matrimonio ha terminado. Estoy segura de que sabes por qué, pero lo de tu amante no es el único motivo. Esto viene ya de mucho antes, de hace años. Me pondré en contacto con mis padres cuando me haya mudado, así que ellos podrán darte noticias mías y decirte que estoy bien. No me busques.

Eilidh

Después, me puse a escribir un mensaje de texto con mi teléfono móvil para Harry:

Me voy durante una temporada. No te preocupes por nada, de veras, estoy bien. Voy a olvidarme del teléfono, pero tan pronto como tenga la oportunidad me sentaré frente a un ordenador y te enviaré un e-mail.

xxxx E

Dejé las notas y el teléfono sobre la mesa de la cocina y empaqueté parte de mis pertenencias con mucho cuidado, y lo hice de una manera deliberada.

Me sentía vacía. Como una concha marina, seca, sin nada dentro, sin nada que ofrecer.

Me subí a mi automóvil y empecé a conducir, sin tener la menor idea de a dónde iba. Solo sabía que tenía que marcharme.

Una vez en la autopista, empecé a ver indicadores que decían «Norte».

Norte.

De pronto, me di cuenta de a dónde me dirigía. Allí donde lo más profundo de mí, lo más secreto, quería estar, un lugar donde podría recuperarme. Seguí conduciendo, más y más hasta llegar el mediodía y luego la tarde. La luz era lila y los bosques de pinos se veían negros en contraste con el cielo cuando llegué a Glen Avich. La vista de una pequeña casita de campo encalada con su puerta roja trajo a mi memoria un millón de recuerdos felices. Había sido capaz de sentir algo, debía de haber sido alivio. Pero yo estaba adormecida.

Llamé a la puerta de Flora. Ya no estaba allí, había muerto hacía tiempo —pero mi tía abuela, Peggy, todavía vivía en aquella casa. Abrió y jadeó al verme tan pálida, tan perdida, tan delgada.

Era el crepúsculo, la hora en que las formas parecen perder su definición y desdibujarse un poco, como si empezaran a desvanecerse en la oscuridad. Y yo era una de esas sombras que se estaban desvaneciendo. Me sentía como si Peggy hubiera abierto la puerta y encontrado una pequeña nube de color azul hecha de aire frío en el lugar donde debería haber estado yo.

Peggy sonrió, me abrazó y me hizo pasar, me preparó una taza de té caliente con mucho azúcar y me habló con el mejor acento del mundo, el mismo que tenía mi abuela. Ya se había hecho de noche para entonces y había oscurecido, pues estábamos en lo más profundo del corazón de las Tierras Altas de Escocia.

Peggy me acompañó a mi habitación, la que había compartido con Katrina cuando era niña. Casi no me quedaban fuerzas ni para ponerme el pijama y meterme en la cama. Me trajo otra taza de té y la dejó sobre la mesita de noche. Susurré un «gracias» pero no podía ni moverme, pues cada parte de mí se sentía como muerta. Cerré los ojos.

Lentamente, muy lentamente, Escocia se fue metiendo en mí. Me envolvía y me acunaba: los sonidos y los aromas de la tierra me confortaban, al igual que lo habían hecho cuando era una niña.

Me dormí, entre sábanas limpias y un edredón que olía a rancio, pero en el buen sentido, como huele la ropa de cama de las abuelas.

Dormí doce horas seguidas, después de semanas y semanas de haber pasado las noches en blanco. Cuando me desperté a la mañana siguiente, con las primeras luces, sentí que la vida me resultaba soportable.

Apenas soportable, en realidad, pero soportable.

Me sentía quizá, en el último momento, como si hubiera conseguido detener el proceso de desvanecimiento de mi persona. Tal vez no fuera a desaparecer ni a dejar de existir.

Quizá la vida me estaba dando una segunda oportunidad.