Capítulo 12

ESTA CARA DE LA REALIDAD

Eilidh

Mi primera aparición ante las puertas del colegio para recoger a Maisie resultó bastante memorable. La madre de Keira se acercó a mí con una sonrisa grande, amplia y, a decir verdad, poco sincera, acompañada de un destello de curiosidad en sus ojos. Nunca antes había hablado con ella, llevaba solo unos años en el pueblo. Nada más verla, no me gustó.

—Vaya, vaya... ¿Así que usted es la nueva niñera de Maisie? —dijo, mirándome de arriba abajo. De pronto me hizo sentir que no iba suficientemente arreglada, con mi cazadora de color azul claro, jeans y zapatillas deportivas, el pelo suelto sobre los hombros y despeinado por el aire que hacía. Ella, en cambio, iba impecable, con su pelo rubio —farsante, pensé, y entonces me sorprendí de mi propia mala leche— cortado por encima de los hombros y bien peinado con el secador, un cardigan de color rosa claro con mucho estilo, botas de tacón alto y unas manos de manicura perfecta, con las que sujetaba las llaves de su vehículo.

—Por una temporada, sí. Soy Eilidh —repuse, alargando la mano.

Ella respondió a mi gesto aceptándola sin mucho entusiasmo pero rápidamente.

—Sharon me ha contado que Jamie y usted son amigos de la infancia —dijo, como intentando sonsacarme algo.

—Así es. Fuimos juntos al colegio.

—Y ahora ha regresado aquí tras su divorcio —añadió, mirándome con excesiva simpatía.

—Bien, todavía no me he divorciado, solo me he separado.

—Es afortunada —continuó—. De hecho, Jamie podría habérmelo pedido a mí. No me habría costado ningún trabajo ayudar a la pobrecita Maisie...

¿Pobrecita?

—Sí, bueno, ahora ya no es necesario —salté, y me alejé.

Por Dios. Había oído hablar de la «mamimafia» pero desde luego nunca la había sufrido en mis carnes. Bien, ya había tenido una bonita introducción.

—¡Hola! —dijo tras de mí una voz que me resultó familiar. Me di la vuelta y pude ver a una mujer sonriente de unos cuarenta años, con un niño que no tendría más de uno en brazos—. Soy Ruth. Usted debe de ser Eilidh.

Asentí con la cabeza. Tras mi reciente encuentro con la madre de Keira, ahora estaba preparada.

—Encantada de conocerla. Helena me ha hablado de usted. Soy la madre de Ben. Y este es Jack —dijo, jugueteando con el pequeño, que trataba de liberarse de su abrazo con empeño. Tenemos que quedar algún día. Quizá pueda venir a casa, ¿qué le parece?

—Me encantaría. Sería estupendo.

—Solemos reunirnos a menudo, ya sabe, reuniones de madres en las que los niños corretean de un lado para otro mientras nos tomamos una taza de té y charlamos, ¡y nos desahogamos!

Reuniones de madres. ¿Conmigo como si fuera una de ellas? Extraño. Un atisbo a un mundo al que yo había mirado siempre desde la barrera, en el que jamás había sido admitida...

—Maisie no viene casi nunca —prosiguió Ruth—, ya sabe, Mary es una mujer mayor, prefería ir a su aire... Será una oportunidad para que venga y juegue con Ben y los demás... ¡Aquí están! —dijo, cuando aparecieron los niños corriendo—. Le daré mi número de teléfono móvil... ¡Adiós! —exclamó y se fue, alejándose con un último saludo con la mano y una sonrisa, flanqueada por los niños, a los que llevaba de la mano. Bien, Ruth había conseguido que me reconciliara con el mundo de las madres a las que te encuentras a la puerta del colegio.

Observé a los niños bajar las escaleras corriendo, atolondrados, libres y llenos de energía, hasta que vi una cabecita rubia que subía y bajaba.

—¡Eilidh! —Maisie corrió hacia mí y me abrazó. Saludé a su profesora con la mano. La mujer estaba atenta a los niños desde las escaleras, comprobando que a cada uno lo recogían.

—Hola, preciosa. ¿Qué tal ha ido hoy en el colegio? Ven, tengo que presentarme a tu profesora.

Me acerqué a ella, una mujer de apariencia amable, con el pelo gris y gafas.

—Soy Eilidh. El padre de Maisie debe de haberle hablado de mí —expliqué, dándole la mano.

—Sí, hola, soy la señora Hill, la maestra de Maisie. Su padre me dijo que usted vendría a recogerla durante algunas semanas. ¿Cómo está Mary?

—Bueno, mejorando, pero todavía le queda una temporada me temo.

—Entonces, me alegro de que la hayan encontrado a usted. Maisie estaba tan entusiasmada, ¿a que sí, cariño?

—¡Sí! ¡Eilidh tiene una tienda!

—Bien, no exactamente... —empecé a decir.

—¡Y hoy podré trabajar en la tienda! —añadió Maisie.

—Bueno, más o menos. Te sentarás allí y harás los deberes —dije rápidamente. Dios. Van a pensar que la voy a poner a trabajar, como si fuera una explotadora de niños o algo por el estilo.

Pero la señora Hill sonrió.

—¡Estoy segura de que vas a ayudar mucho a Eilidh! ¡Hasta mañana!

Un coro de adioses siguió a la despedida hasta que nos quedamos a solas en las escaleras.

—¿Cómo te ha ido el día, cielo?

—¡Bien! Estamos criando ranas. Pero parecen comas. Es como si fueran un montón de comas nadadoras. Pero cuando completen su ciclo se convertirán en ranas. Como las mariposas. ¿Vamos a la tienda? —La niña no dejaba de dar saltitos de entusiasmo.

—Sí, y comerás algo, después harás los deberes y luego nos iremos a tu casa y nos quedaremos allí esperando a que llegue tu papá. ¿Qué te parece?

—¿Puedo ayudarte en la tienda? —preguntó, entusiasmada.

Sonreí. A mí me encantaba ayudar en la tienda cuando era niña, hacía que me sintiera mayor y responsable. Ver a Maisie con tantas ganas me recordaba a mí misma, como si fuera mi propia imagen a su edad volviendo a la vida.

—Pues claro. Peggy agradecerá que la ayudemos —le dije, solemne.

Ella asintió con la cabeza, muy seria. Nos dimos la mano y caminamos en silencio, con el viento agitando nuestro cabello, mientras empezaba a anochecer a pesar de que era primera hora de la tarde. El invierno se acercaba.

—¡Hola! —grité al entrar en la tienda.

—¡Hola, chicas! —repuso Peggy desde detrás del mostrador, sonriendo con aquellos ojos de color azul celeste al vernos.

—¿Puedo ayudarte? ¿Puedo ponerme un delantal?

Ambas nos reímos.

—Por supuesto, preciosa, ve y tómate la merienda y mientras Eilidh buscará un delantal para ti. Eilidh, ¡me recuerda a ti cuando eras niña! —dijo, con una mirada de nostalgia que le atravesó el rostro, como la sombra de una nube en los páramos.

—Creo que podrás hacer los deberes más tarde, cuando estés en casa —señalé. Estaba en inferioridad numérica.

Se comió su sándwich rápida como el rayo, masticando deprisa para terminar pronto e ir a ayudar a Peggy.

—¡Un delantal! ¡Necesito un delantal! —dijo tan contenta, mientras se lo ataba por detrás. Le quedaba un poco largo y demasiado ancho, pero no le estaba mal del todo. Estaba tan guapa, con el pelo recogido hacia atrás con una cinta blanca, sus leotardos grises saliendo por debajo del delantal de color bermellón, sus ojos brillando de emoción— ¡Ya estoy lista! —exclamó, entrando en la tienda.

—Muy bien —dijo Peggy—. Lo primero que vas a hacer va a ser limpiar esta estantería —explicó, dándole un trapo—. Fíjate. Tienes que mover las cajas, luego limpiar debajo y después ponerlas otra vez donde estaban, bien alineadas.

Ambas tenían la cabeza vuelta hacia las cajas de cereales, una rubia y la otra gris, mientras Peggy se acuclillaba para enseñar a Maisie lo que tenía que hacer. Podía verme a mí misma hacía muchos años, frente a la misma estantería, colocando latas y cajas.

La campanilla de la entrada sonó una, dos veces. La puerta se abrió y una mujer joven entró, y junto a ella el aire frío de la calle.

Había algo exótico en aquella joven que me hizo mirar de nuevo. Tenía el pelo negro y corto, más corto de atrás que de adelante, con mechas azules, un jersey de colores que parecía hecho a mano y una minifalda que caía sobre unas piernas largas y delgadas con medias de color rosa brillante. La había visto antes, en alguna parte. Entonces me acordé. Había sido una vez, en el pub.

—Hola, Peggy, hola —dijo, sonriendo hacia donde estaba Maisie. En su forma de hablar noté un cierto acento extranjero.

—Oh, hola, ¿eres tú, Silke? —preguntó Peggy, levantándose—. Hacía tiempo que no te veía.

—Pues sí, es verdad. He estado ocupadísima con la inauguración de la galería y todo eso. —Hablaba muy bien, solo que con un cierto deje alemán que se le notaba al pronunciar.

—Esta es mi sobrina Eilidh, no sé si ya habréis tenido la oportunidad de conoceros...

—No hemos sido presentadas formalmente, no —dijo ella, al tiempo que alargaba la mano para dármela con una gran sonrisa. La acepté. Su apretón de manos me pareció caluroso y firme.

—Jamie dijo que cuidarías de Maisie. Menos mal, Eilidh, porque tienes que saber que ¡voy a tenerle muy ocupado con lo de la galería! —exclamó entre risas.

—¿Cómo está yendo? —preguntó Peggy.

—Estupendamente, gracias, es una gran idea. La inauguración será al mes que viene. Habrá música, comida y mucha gente interesante de Edimburgo e incluso de Londres. ¿Vendrás?

—Oh, Silke, soy demasiado vieja para esas cosas, pero Eilidh...

—Me encantaría. Sería estupendo —dije, y la verdad era que así me parecía.

—Y tú también vendrás un ratito, ¿verdad, cielo? —añadió Silke, agachándose para acariciarle el pelo a Maisie.

—Sí. Me pondré mi vestido de hada —dijo Maisie, muy seria.

—¡Qué elegante! ¿Tienes alas también?

—Ajá —asintió con la cabeza—, y una varita.

—Estupendo. Justo lo que necesitamos —dijo Silke, igualmente seria.

—¿Tu también vendrás vestida de hada? —preguntó la niña.

—No, en realidad yo soy una bruja. Aunque una bruja buena.

—¿Una bruja? ¿Tú? —Los ojos de Maisie se abrieron como platos.

—Sí, pero no se lo digas a nadie. ¿Puedo dejarte esto? —añadió, dándole a Peggy un montón de folletos y un póster.

—Claro. Se lo diremos a todo el mundo —dijo Peggy, mientras ojeaba uno de los folletos—. «Galería de Arte Glen Avich», este redondel queda muy bien aquí, ¿verdad?

—¡Gracias! Bien, ahora tengo que dejaros, debo ir a Kinnear para organizarlo todo. Adiós, encantada de conocerte —señaló y, diciendo adiós con la mano a Maisie por última vez, salió de la tienda y se adentró en el anochecer. Con su pelo brillante de color azul y sus medias rosas, parecía una especie de faro mientras cruzaba la calle y desaparecía.

—¿Peggy? ¿De verdad es una bruja? —preguntó Maisie.

Mi tía rió.

—Cariño, las brujas no existen. ¡Salvo en Halloween!

—Si es una bruja, es una bruja buena. Parece encantadora —señalé.

—Oh, sí. Una muchacha estupenda. Muy... especial.

Sonreí. Me apostaría algo a que ese pelo azul que llevaba debió de levantar un gran revuelo la primera vez que vino a Glen Avich.

—Bueno, cariño, démonos prisa, todavía tienes que hacer tus deberes y tus lecturas. —Deberes en primero de primaria. En fin, aunque mi opinión al respecto fuera otra, mi obligación era ocuparme de que los hiciera.

—De acuerdo... —dijo, triste, dando un último toque a las cajas de cereales— ¿Me guardarás el delantal? —le preguntó a Peggy.

—Desde luego. ¿Volverás mañana? Todavía hay mucho trabajo que hacer.

—¿Puedo? ¿Puedo, puedo, PUEDO? —preguntó, suplicante.

—Pues claro que sí. Vamos, cielo, ponte el abrigo, tu papá llegará a casa dentro de una hora —dije, acompañándola a la trastienda.

Pocos minutos después, estábamos en St. Colman’s Way. El aire era púrpura, la noche se estaba cerrando y el olor del final del otoño reinaba en el aire. Estábamos a principios de noviembre, en los días en que se recuerda a los muertos.

—¿Te ha gustado ayudar en la tienda?

—Muchísimo. Mi abuelita también estaba muy contenta.

—¿Tu... tu abuelita? Querrás decir la tía Peggy. Estoy segura de que puedes llamarla abuela, si quieres. Le gustará.

—Nooo, Peggy, no. Mi abuelita Elizabeth.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Tu abuelita Elizabeth estaba en la tienda? —exclamé. Tenía la boca seca.

Asintió con la cabeza, dando saltitos de felicidad. No le pregunté nada más. Quería dejar atrás la oscuridad, llegar a casa, dar la luz, sentir el calor, poner la televisión, agua a hervir y tener a mi alrededor todas las cosas habituales, los sonidos y las luces del día, para sentirme segura, para volver a este lado de la realidad. Temblé, mientras apretaba la mano de Maisie un poquito más.

Jamie

Cuando vi las luces de mi casa encendidas, el corazón me dio un brinco. Entonces recordé que Eilidh estaba allí con Maisie. Me quedé en la ventana y miré. Eilidh estaba de pie junto al fogón, preparando algo, de espaldas, con el pelo recogido en una cola de caballo. Maisie estaba sentada en el sofá, jugando con sus ponis, mirando un DVD de Charlie y Lola.

Así que es esto es lo que se siente. Volver a casa, una casa caldeada, con la chimenea encendida, las luces encendidas.

Y alguien que te espera.

Estaba agotado. Había tenido un día de lo más ajetreado, sin tiempo para almorzar o tomarme siquiera una taza de té. Todo lo que quería era meter a Maisie en la cama y sentarme junto al fuego, ver alguna película sin interés y cerrar los ojos.

—¡Papá! —Sentí la alegría habitual de cada vez que veía a Maisie después de separarme de ella, aunque fuera por poco tiempo.

Levanté la vista de su cabecita, mientras me abrazaba, y vi a Eilidh allí, de pie, sonriente, pero con una expresión un poco tímida, ligeramente incómoda. Como si todo aquello resultara demasiado hogareño, demasiado íntimo para dos personas que, después de todo, casi ni se conocían.

—He puesto agua a hervir. ¿Qué quieres tomar? —dijo, con aquella voz suave y cálida que la caracterizaba.

Y yo metí la pata. Del todo.

—Ya está bien, Eilidh, gracias. Debes de estar cansada. Ya me prepararé yo el té y me ocuparé de Maisie.

¿Por qué? ¿POR QUÉ dije eso? Cuando lo que quería decir era: «Con leche y un terrón de azúcar, gracias, venid y sentaos las dos conmigo. Contadme qué tal os ha ido el día».

Me había ganado un bofetón.

—Claro. Adiós, Maisie. Hasta mañana —dijo ella, forzando una sonrisa.

—¿Es que no me vas a dar la cena? —preguntó Maisie, desilusionada— ¿No te quedas para bañarme? ¿Y para contarme un cuento?

—Ya ha llegado tu papá, cielo. Mañana te recogeré como siempre en el colegio.

Me quedé sin palabras, superado por mi propia timidez. Fue como si hubiera un hilo invisible entre las dos y yo hubiera llegado para cortarlo, y ahora me estaba doliendo.

—Hasta mañana, Jamie —dijo ella, saliendo por la puerta antes de que fuera capaz de decir nada.

Me llevé las manos a la cabeza, frustrado, mientras Maisie se sentaba de nuevo en el sofá, en silencio. Me quité el abrigo y me dispuse a preparar el té. Sobre el fogón había unos macarrones con queso. Eilidh no se había olvidado del plato favorito de Maisie. También había algo en el horno. Lo abrí y hasta mí llegó un maravilloso olor. Un asado de pasta, suficiente para una persona. Mi cena. El alma se me cayó a los pies.

Cuando me disponía a alcanzar una taza, me di cuenta de que Eilidh ya había preparado dos, cada una con una bolsita de té dentro.

Soy un idiota.