Capítulo 14

LLAMANDO A ALGUIEN EN LA NOCHE

Jamie

No me había acercado hasta la casa de Peggy con la única intención de recoger el regalo de Shona, claro que no. Lo había hecho porque mi propia casa estaba demasiado silenciosa y demasiado vacía sin mi hija.

Y porque quería ver a Eilidh.

Más que nada, quería ver a Eilidh.

Cuando me la encontré así, con los ojos rojos, llorosos, sentí un impulso fortísimo por hacer algo para que se sintiera mejor. Igual que cuando Maisie se cae mientras juega en el parque o cuando se disgusta y llora, le seco las lágrimas con los dedos y la abrazo hasta que se calma y se relaja en mis brazos como si fuera un pajarillo. Eso mismo fue lo que hubiera querido hacer con Eilidh —y casi lo hago—. Me faltó poco para levantar las manos y sujetarla de los hombros, para luego acercarla hacia mí. Pero no lo hice.

A veces, todo este silencio con el que nací me parece una maldición. Pero incluso sin palabras, podría haberle mostrado cómo me sentía, en lugar de quedarme como pasmado.

Me fui a casa, con el corazón repitiendo como un eco las palabras que no había sido capaz de pronunciar. Ojalá ella pudiera oírme.

El sabor del whisky me resultó amargo al paladearlo y me quemó al tragarlo, así que no me confortó en absoluto. Bebí, bebí y bebí, buscando ese alivio que no llegaba. El whisky solía saberme muy bien, hacerme entrar en calor, proporcionarme una sensación de paz, sumirme en un estado de somnolencia... de pureza ambarina, de olor a turba, el sabor de la mismísima sangre de Escocia... que ahora no es más que olvido y que huele y sabe a soledad, y punto. Es como una navaja de doble filo.

Miré el reloj de la repisa: las tres en punto, la hora más aburrida. Me levanté, con un poco de pereza pero totalmente lúcido. Agarré la botella, me fui al fregadero de la cocina y vacié lo que quedaba, mirando cómo se colaba su contenido por el desagüe.

Abrí el armario, ese que reservaba para mis tardes y mis noches de soledad. Saqué todas las botellas o, mejor dicho, tres. Las abrí y las dejé en fila junto al fregadero. Una por una, las fui vaciando.

Seguí así, agarrándome al fregadero.

Los hombres no lloran.

Los hombres no lloran cuando hay algo que ver.

Y entonces sucedió algo extraño.

Sentí algo... a alguien... que me tocaba el cabello, una luz y una mano amable, como el sueño de una caricia.

Se me pusieron los pelos de punta. Me di la vuelta, lentamente, convencido de que vería a alguien allí, pero no había nadie.

Y de nuevo, otra caricia, esta vez en la mejilla.

Me quedé petrificado, la borrachera se me pasó al instante. Tragué saliva. Podía oír la sangre circulando por mis orejas, el corazón, que latía y latía como si fuera a salírseme del pecho.

Poco a poco, me acerqué a la silla que esta frente al fuego, ya casi apagado, y me senté.

El silencio resultaba enervante, así que encendí el televisor. Su luz relampagueante llenó la habitación, además de los sonidos y las voces, que resultaban tan reconfortantes. Me senté, mirando a la pantalla pero sin verla, y me dormí.

Me desperté al amanecer, con esa luz gris inundando la estancia y sin los fantasmas.

Vi las botellas vacías, alineadas ordenadamente, cuyos contenidos habrían ido a parar primero al río y luego al mar, y me sentí ligero, mucho más ligero de lo que me había sentido en mucho tiempo.

Así pues, podía parar. Creía que no podría pero, en realidad, lo hice. Un sentimiento de renovación y de esperanza me llenaba mientras me duchaba, con el agua caliente que arrastraba con él el frío, el silencio y la desilusión y se colaba por el desagüe para acompañar al whisky en su camino hacia el mar.

Eilidh

Estoy allí echada, mirando al techo. A la izquierda veo un pequeño desconchón, y uno más grande a la derecha, y un poco más lejos, un minúsculo redondel donde falta la pintura, junto a la lámpara. No dejo de dar vueltas.

Ponerme a contar ovejas no serviría de nada, no me voy a dormir.

Me levanto y abro las cortinas, a ver si así me libero un poco de la sensación de claustrofobia. Montañas oscuras y cielo oscuro, sin luna. Abrí la ventana con la esperanza de que el frío aire de noviembre se llevara con él la ansiedad que sentía, el pánico que me había invadido desde que recibí la llamada.

Ni siquiera sé por qué me sentía así.

O tal vez sí. Me habían recordado que mi vida en Glen Avich no era más que un respiro temporal, que tarde o temprano tendría que volver a la realidad. Afrontarla. Mi familia. Sourthport. Tom.

Un divorcio.

Nada bueno. Ni siquiera la brisa dulce y húmeda me ayudaba.

Tenía que salir.

Eché un vistazo a mi reloj de pulsera. Las tres de la madrugada. Caramba, ¿quién iba a verme?

Me eché una manta sobre el pijama y me deslicé hasta el piso inferior. Me puse el chaquetón y las zapatillas deportivas y salí al frío de la oscura noche.

Me puse a caminar, hacia el sonido del viento en los árboles y la llamada ocasional de un búho. Un zorro cruzó la carretera, a pocos metros de donde me encontraba. Se detuvo a mirarme, sus ojos amarillos brillaron en la oscuridad, y luego desapareció. Caminé por las calles vacías de Glen Avich, hasta St. Colman’s Way, pasada la casa de Jamie y hacia la colina.

Me senté en el banco del pequeño jardín que habían construido donde se encontraba la fuente. Se decía que las aguas de St. Colman ayudaban a la fertilidad. Menuda ironía. En mi caso, tendría que beberme toda la fuente para que funcionara y ni así, pensé con amargura.

Podía ver todo Glen Avich a mis pies y las negras montañas detrás del pueblo. A mi derecha, la carretera serpenteante que me había llevado hasta allí, flanqueada por casas, incluida la de McAnena. La luz estaba encendida en la cocina de Jamie. Me preguntaba por qué seguiría todavía despierto a esas horas.

Hice lo correcto, por supuesto. Lo último que me hubiera faltado era salir una noche con él. Con solo un toque toda la soledad y la tristeza se hubieran desatado y sabe Dios qué habría sucedido.

Y eso se acabó para mí.

Porque ¿quién iba a quererme? ¿Quién querría a alguien que no puede tener hijos?

Esa es la razón por la que Tom se fue con otra, con una mujer que funcionaba como es debido, como se espera de cualquier fémina. Nadie espera que una mujer sea estéril.

Eso, ya lo he dicho. Ahí está el secreto que no puedo revelar a nadie, porque si lo hago se llevaría consigo el verdadero calado de mi salvavidas, el sentido de mi propia insignificancia. Nunca lo diré en voz alta, resulta demasiado cruel. Si un amigo me dijera algo así, me quedaría consternada. Le diría: «¿Cómo puedes pensar eso? ¿Cómo puedes odiarte hasta ese extremo? ¿Cómo puedes pensar que nadie te querrá nunca porque no puedes tener hijos?» Y, entonces, lo pensaría de mí misma, pensaría esa cosa horrible que no me atrevo a decir en voz alta.

Lo creía de veras; creía de veras, estaba convencida hasta los huesos de que nadie querría a alguien como yo. Sin hablar de Jamie McAnena, a él y a su preciosa, preciosísima hija con toda la vida por delante, su éxito como artista, su hermosa alma, su atractiva cara, esa voz que parecía fluir sobre mí como un torrente de agua termal, calmándome y confortándome y haciendo que me sintiera a gusto con el mundo.

Él encontrará a alguien... adecuado. A una mujer de verdad, una a la que el cuerpo le funcione como es debido.

Oh, no, Eilidh, no te pongas a llorar otra vez. NO LO HAGAS. Escondí la cara entre las manos, para luego levantarla de repente.

Risas.

Risas que llegaban desde los arbustos y voces hablando bajo.

Venían hacia mí.

Me levanté del banco y me escondí detrás de un pino, con el corazón latiéndome con fuerza. ¿Quién podría ser a estas horas de la noche? O, mejor dicho, ¿quién aparte de mí?

De detrás de los arbustos salió una silueta negra, alguien alto. Una mujer. Seguida por... —entrecerré los ojos, mirando a hurtadillas desde detrás del árbol— otra mujer, una más baja. Hablaban en susurros, se reían y se daban la mano. Me quedó claro lo que estaba pasando allí.

En fin, los tiempos cambian, también en Glen Avich. Me resigné a quedarme escondida hasta que se fueron. No quería que se sintieran cohibidas si las descubría y, además, tampoco yo podía dar una explicación muy convincente de lo que estaba haciendo allí a las tantas de la noche. Por lo menos, ellas tenían una buena excusa.

Las dos muchachas se abrazaron y se besaron. Me resultó extraño, no porque fueran dos mujeres, sino porque yo estaba allí viendo algo que no debería.

Por todo el jardín se veían minúsculas luces solares, enterradas en el suelo como si fueran setas. Daban una luz tenue, como si lucecillas de hadas salpicaran todo el lugar. Las jóvenes pisaron una de ellas al abrazarse y pude verles las caras: Silke... y...

¡Cielos! ¡Fiona Robertson! Esa muchachita tan tímida, la nieta de Mary. Si se pone coloradísima simplemente con que alguien la mire. En fin, como mi madre suele decir de mí: «las apariencias engañan».

Qué ganas, qué ganas, pero qué ganas tenía de irme de allí. Me sentía fatal por estar entrometiéndome de aquel modo en algo así. Respiré hondo y salí de mi escondite, despacio, de puntillas.

Fiona y Silke se miraban ahora, agarradas de las manos, perdidas la una en los ojos de la otra. Ponían una cara... increíble.

Era amor en estado puro, sin adulterar.

Nadie me había mirado nunca de ese modo. Ni yo había mirado a alguien así. Desde luego, a Tom no, eso seguro.

Me quedé en pie entre las sombras, sujetándome al árbol, contemplando cómo se miraban.

Y entonces tuve dos revelaciones.

Una fue: nunca había amado y ahora era demasiado tarde.

Y la otra fue: cada cual puede elegir cómo vivir su vida. No tengo que volver a Southport. En realidad, puedo elegir quedarme, poner orden en mis cosas, cerrar asuntos que todavía colean, como Tom o mi familia, y «quedarme».

Todos tenemos elección.

Quiero quedarme, quiero sentir que estoy en casa. Más que nada, necesito sentir que estoy en mi casa.