Capítulo 22

SALUDOS DESPUÉS DE LA MEDIA NOCHE

Eilidh

Estaba haciendo la cama en la habitación que queda libre cuando oí que llegaba un automóvil. Corrí escaleras abajo y dejé la puerta abierta de par en par.

—¡Harry! ¡Qué alegría, pero qué alegría verte! ¡Oh, te echaba de menos! —dije, dándole un abrazo de oso. Me aparté y le miré. Estaba radiante. Le abracé de nuevo.

—Tienes un aspecto magnífico, Eilidh... ¡Pareces... bueno, más madura!

—Tú también tienes muy buen aspecto —dije, y lo creía de veras. Parecía estar en forma, con sus ojos marrones llenos de luz.

—¡Hola, preciosa! —Doug salió del vehículo en que habían venido, cargado de bolsas. A pesar de eso, nos las arreglamos para darnos un abrazo.

—¡Dios, estoy agotado! —dijo.

—¿Qué tal una taza de té?

Ambos se rieron.

—¿Una taza de té? ¡Pero si estamos de celebración! ¿Dónde está el pub?

Media hora después, tras hacer una visita rápida a Peggy en la tienda para saludarla, los tres estábamos sentados en uno de los sofás de terciopelo rojo del Green Hat, con una copa de whisky cada uno. Sí, yo también. Ya sé, no es apropiado hacer algo así cuando todavía es bastante pronto, pero ahí queda eso.

Miré a mis amigos con cariño. Harry llevaba una gorra de tweed para taparse la calva, una bufanda a cuadros escoceses enorme y una cazadora de pana de color azul. Daba risa, claro: de hecho, se había disfrazado de «señorito de campo»

—Me encanta esa gorra que llevas —le dije, dándole unos golpecitos.

—Sí, bueno, ya sabes, «allá donde fueres...»

—Harry, ¿has visto tú a alguien que lleve por aquí una gorra de tweed?

—Está bien, de acuerdo, ya sé lo que quieres decir, pero es que no pude resistirme.

—He tenido que convencerle de que no se pusiera también pantalones a cuadros escoceses. Parecería Tiger Woods, el jugador de golf —dijo Dough, quien, a diferencia de Harry, vestía de lo más estiloso con sus jeans de marca Diesel y su camiseta de diseño. Eso es lo que tiene Doug: parece como si siempre estuviera riéndose, incluso cuando no lo hace. La gente se siente muy atraída hacia él por la calma que transmite y porque siempre está de buen humor. Dough es un hombre sin agenda. Está satisfecho consigo mismo, con la gente que le rodea y el mundo parece un lugar mucho más luminoso cuando él está cerca.

—De verdad, Eilidh, has vuelto a ser de nuevo la que eras —dice Harry.

—Quizá sea el agua de aquí o algo así. Tienes de nuevo ese brillo en los ojos y has ganado peso. ¡Por Dios, estabas escuálida.

—Sí, no he dejado de comer desde que llegué. Si no paro, me pondré muy gorda antes de darme cuenta.

—¡Yo diría que todavía falta mucho para eso! Recuerda, solías sentarte frente a un plato de mis maravillosos raviolis y solo mirabas el plato y luego decías: «No puedo más...». Era horrible.

—Eso es pasado. No volveré a ese punto. ¿Te he contado que Tom está viviendo con su novia?

—Sí, lo has hecho.

—La cosa es —intervino Doug— que ella no parece hacerle muy feliz. Les vi en el centro hace poco. Él no tenía buen aspecto.

El corazón me dio un brinco. Me sentía muy avergonzada por estar sintiendo una especie de malvada satisfacción.

—No me interesa —dije fríamente.

—No, ya no. Quiero decir, vosotros, bueno, no estabais bien juntos. Y eso de engañarte durante años, de verdad, es que me parece un desgraciado.

—Muy cierto —dijo Dough, al tiempo que todos nos mirábamos y dábamos un trago a nuestros respectivos whiskys.

—Ahora, háblanos de Jamie.

—¡Shhhh... Aquí se conoce todo el mundo! ¡Hablad bajito!

—Perdona —susurró Harry en plan dramático—. Bueno, ¿qué tienes que contarnos al respecto?

—No hay nada que contar. Sin novedad.

—¿La crees, Doug?

—No la creemos, Harry. En cada mensaje de correo electrónico que nos has escrito hablabas de Jamie, de Maisie o de ambos. Tiene que haber algo.

—Me pidió que saliera con él. Le dije que no.

—¿POR QUÉ? —preguntaron ambos, al unísono.

—¡Shhh!

—¿Por qué? —dijeron en voz baja.

—Porque no quiero una relación. No quiero más dolores de cabeza. Y, además, ni siquiera me he divorciado legalmente.

—Os habéis separado.

—Sí, todavía no hace ni seis meses.

—¡Oye, no hace falta que te cases con él! ¿Es que no puedes divertirte un poco?

Les miré.

—No, claro que no. Eilidh y la diversión: dos extraños que no se conocen. Eilidh solo se dedica a buscar su alma gemela y a complicar cosas que resultan de lo más sencillo...

—Exacto. Ya me conocéis. Soy demasiado neurótica.

—Pero tienes un toque trágico típico de las Tierras Altas. Es una combinación perfecta. De todos modos, ahora estamos aquí, así que vamos a ver si conseguimos que te diviertas un poco.

—¡No me metáis en líos!

—¿Nosotros? No, claro que no —dijo Harry.

—Jamie va a venir en Nochevieja, ¿verdad? —preguntó Doug.

—No sé. Quizá.

—Déjalo de nuestra mano.

—Sí, eso, déjalo de nuestra mano.

—¡Ya no tenemos dieciséis años, chicos! ¡«Eh, aquí mi amiga, que le gustas» y todo eso! ¡Ni se os ocurra! —exclamé, aunque lo hice entre risas. Dios, les echaba tanto de menos.

—¿Qué os parece? —preguntó Harry, dándose una vuelta para que le viéramos.

—Muy apuesto —dijo Peggy, entre risas—. ¡Nunca había visto nada parecido!

Harry llevaba unos pantalones de terciopelo y una camisa de seda muy ajustada. Se había disfrazado de «discotequero irónico años sesenta», según parecía. Su sentido del vestir se hacía cada vez más gay, más cercano al estereotipo, para diversión de Doug. Este último llevaba jeans y una camisa a rayas. Se había negado a ponerse un kilt, y eso a pesar de que estaba orgulloso de que su abuelo procediese de Dundee.

En cuanto a mí, me había decidido por el mismo vestido que llevé el día de la inauguración de la galería y me había hecho un moño alto y flojo.

—Estás preciosa, cariño.

—Gracias, tía Peggy. Tú también. —Estaba muy guapa, con una falta de lana azul, una blusa blanca y el cabello gris recién lavado. Ella iba a otra fiesta, en casa de Margaret.

—Ahora, cenemos algo antes de que te vayas. No quiero que salgas con el estómago vacío.

Nos sentamos a la mesa con nuestros elegantes atavíos, comimos sándwiches de jamón cocido y bebimos té. «Nada que pueda manchar», había dicho Peggy.

—Muchas gracias por alojarnos, Peggy. Es maravilloso estar aquí con Eilidh.

—De nada, de nada, queridos. Siempre seréis bienvenidos.

Sonreí. Peggy, Flora, Elizabeth: parecía como si las puertas de sus casas nunca dejaran de estar abiertas. Eran tan hospitalarias y acogedoras, para mí, en pocas palabras, eran como la propia Escocia.

Todos le dimos un beso antes de salir. Ya se había hecho de noche, hacía mucho frío y eso hizo que camináramos a buen paso por las calles de Glen Avich.

La casa de Silke no quedaba muy lejos de la de Peggy. Se había alojado con una pareja mayor en una casa pareada pintada de blanco que quedaba al otro lado de St. Colman’s Way.

—¡Es precioso! —dijo Dough, según caminábamos por las calles del pueblo—. ¡Y el aire... está tan limpio!

—Es aire de montaña —dije.

—Es un lugar maravilloso. No me extraña que quisieras volver.

Se veía luz en todas las ventanas de la casa de Silke y el brillo amarillo anaranjado de esa luz daba sensación de calidez y parecía invitar a entrar en contraste con las oscuridad de los alrededores.

Llamamos a la puerta.

—¡Hola, bienvenidos! —Silke nos dio a todos un gran abrazo, como si hubiera conocido a Harry y a Doug de toda la vida.

El salón y la cocina estaban llenos de gente, gente a la que conocía y gente a la que no. Algunos habían traído consigo instrumentos musicales: perfecto, así Harry y Doug tendrían la oportunidad de saborear las Tierras Altas.

Estaba tan contenta esa noche. Todo era perfecto: total, absoluta y completamente perfecto. Corría el whisky, y bailamos, cantamos y escuchamos música.

Y entonces llegó Jamie, solo.

—¿No ha venido Shona?

—No le apetecía salir, ha dicho que prefería quedarse en casa para cuidar de las niñas y Fraser no ha querido dejarla sola.

—Pero tú sí has salido.

—Sí, yo sí. Quería verte.

Tragué saliva. Estaba un poco bebida. Él, también.

—Deja que te presente a mis amigos. —Le agarré de la mano y le llevé a la cocina, donde Harry y Doug estaban enfrascados en una conversación sobre la situación del arte contemporáneo en Gran Bretaña con Silke. De verdad, no me lo estoy inventando.

—Hola a todos, ¡este es Jamie!

—Hola, encantado de conocerte.

—Sí, muy encantado, encantadísimo de conocerte.

Ambos sonrieron.

Les habría matado.

Jamie parecía un poco incómodo; adivinaba que habían estado hablando de él.

—¡Has venido! —dijo Silke, al tiempo que le daba un fuerte abrazo.

—¿Cómo estás? —dijo él, dándole otro abrazo igual.

—He estado mejor. ¡Qué se le va a hacer!

—¿Qué ha pasado? —preguntó él, preocupado.

—Fiona y yo hemos roto.

—¿De verdad? —dijo Doug, de veras preocupado. Les había hablado mucho de Silke—. Qué pena.

—¿Acaso lo sabía todo el mundo? —dijo Silke—. Bueno, ya no importa.

—Oh, Silke... —Me acerqué para darle un abrazo—. Lo siento... ¿Qué ha pasado?

—Ella quería mantenerlo en absoluto secreto. Yo no podía aguantarlo más.

—¿Fiona y tú habéis roto? —preguntó una rubia que acababa de entrar en la cocina. No la había visto nunca antes— ¡Oh, lo siento!

—¡Caramba!, pues desde luego no parece que hicierais un buen trabajo para mantenerlo en secreto —exclamó Harry.

—Todo el mundo lo sabe, Silke —dijo Jamie—. A nadie parece importarle. Bueno, lo que quiero decir es que el siglo XXI ha llegado, incluso a Glen Avich.

—No conoces a su familia... ¡Qué más da! Están jugando por ahí, vayamos.

Fuimos todos y Jamie y yo nos mantuvimos el uno junto al otro. Podía sentirle a mi lado. Cada centímetro de mi cuerpo era consciente de su presencia.

La música, el whisky, el calor... antes de que pudiera darme cuenta, había hecho que mi brazo se deslizase dentro del suyo.

De repente, sin previo aviso, me agarró. Me arrastró fuera del salón hasta el pasillo y no me negué. Seguía con sus ojos fijos en mí mientras abría la puerta y nos adentrábamos en al oscuridad, con su mano todavía sujetándome el brazo.

Me rodeó la cintura con las manos y, sin decir palabra, me besó. Durante un buen rato. Poco a poco, lentamente, como si ambos tuviéramos todo el tiempo del mundo. Me flojearon las rodillas y tuve que apoyarme en él.

Podría haber seguido besándole hasta el infinito.

Entonces me apartó de sí. Me miró y me sujetó la cara con ambas manos.

—Jamie...

—Shhh. No. No digas nada. Por favor.

Me quedé en silencio mientras me miraba, ambos con los ojos fijos. Estaba helada. Sus ojos grises estaban llenos de deseo y aquello iba completamente en serio.

Entonces, me soltó.

—Tenía que hacerlo. Tenía que besarte. Lo siento.

—No digas que lo sientes —susurré. Me sentía como si fuera a caerme. Quería que me sujetara otra vez. Pero no lo hizo. Se dio la vuelta.

—No te vayas —dije.

—Tengo que hacerlo.

—¿Por qué? —No entendía nada. ¿Por qué se estaba yendo de aquel modo?

—Porque... estar cerca de ti así me está volviendo loco. Tengo muchas ganas de irme a Australia. No puedo seguir así, viéndote cada día y... En fin. Feliz Año.

Se alejó. Sin más.

Me pasé la lengua por los labios. Podía saborearle.

Regresé adentro, con la cabeza dándome vueltas.

—¿Dónde está Jamie?

—Se ha ido a casa.

—¿Te encuentras bien.

Asentí con la cabeza.

Ya no recuerdo nada más. Bailar, alcohol, las campanas, qué se yo. Regresé caminando como un zombi, caí en la cama y sobre los pensamientos que tenía... oh, lo que estuve pensando después, ya no me acuerdo.

A la mañana siguiente o, mejor dicho, al mediodía siguiente, estábamos todos en el pub, con un aspecto horrible. Bueno, tampoco es que estuviéramos de pena, no, eso no. Estábamos almorzando en el pub. Morag y Jim, los mesoneros, parecían en una forma excelente ya que transportaban desde la cocina grandes platos de pastel de carne y puré de patatas y servían las mesas de los hambrientos juerguistas. Probablemente, eran las únicas personas en Glen Avich que no tenían resaca. Incluso Peggy y Margaret parecían tener los ojos hinchados.

El pastel de carne estaba delicioso, jugoso y servido en cantidad suficiente. Solo rogaba que Jamie no viniera al pub. No podría haberle mirado a la cara.

—Mira, ahí está tu amigo. ¡Hola, Jamie! —gritó Harry, saludándole con una mano.

Naturalmente.

—¡Hola, Feliz Año Nuevo! He sido uno de los primeros en visitar a amigos y familiares durante las últimas dos horas. ¿Os importa que me siente?

Ni siquiera parecía cohibido. Desde luego, tenía ganas de hablar. Era como si nada hubiera pasado. Oh, vaya. Claramente, no significaba mucho para él, a pesar de lo que había dicho. Estaba de veras enfadada.

—¡Hola, Feliz Año! —Eran Shona, Fraser y las niñas.

Di un buen abrazo a Maisie.

—¡Feliz Año, preciosa! ¿Lo celebraste anoche?

—Sí, hicimos una fiesta.

—Sí. Jugamos a pintar retratos —dijo Lucy.

—Tía Shona me retrató a mí. Yo era una mariposa.

—¡Ñam, pastel de carne! —dijo Shona.

Nos sentamos amigablemente. Nadie sabía lo de anoche, así que nadie actuó de manera distinta. Jamie se comportaba como si no hubiera pasado nada. No es que yo esperase flores ni nada por el estilo. Solo había sido un beso, uno un poquito alcoholizado, supongo. Un beso excepcionalmente bueno, un beso impresionante, un beso perfecto, increíble, tierno, dulce, pero aún así, solo un beso. Mejor dejar de darle vueltas, me estaba poniendo colorada.

Dios. Las cosas en las que había pensado sobre lo de anoche...

—¿Eilidh?

—¿Sí? —Salté.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, bien, estupendamente. ¿Ha visto alguien a Silke?

—Me mandó un mensaje de texto esta mañana —dijo Jamie—. Tiene en casa lo menos veinte personas durmiendo.

—¿Cuándo regresarán los Duff? —preguntó Shona.

—La semana que viene.

—Oh, ya veo. Bien. Le quedará mucho tiempo para ordenar la casa antes de que lo hagan. Me pasaré por su casa para echarle una mano. ¿Cuánto tiempo os vais a quedar? —preguntó a Harry.

—Solo un par de días más. Creo que tendremos que volver pronto al trabajo, me temo.

El estómago se me tensó. La verdad era que no quería que se fueran.

—Aunque volveremos pronto —añadió Doug.

Sonreí. Había sido la mejor Nochevieja.

Miré a Jamie. Tenía el pelo negro de punta, llevaba una vieja camiseta y unos jeans rasgados. Rotos de veras, nada de rasgados a la moda.

¿Qué sucedería ahora?

Jamie

Pensé, qué demonios, tengo que probar sus labios, tengo que besarla. Ni siquiera me paré a pensar en la posibilidad de que me apartara y que eso me hiciera quedar como un tonto. Supongo que el whisky ayudó, ya que decidí permitirme volver a beber un poco por Nochevieja.

Besarla fue como sumergirme en un agua cálida. Como haber estado en una tierra estéril durante mucho, mucho tiempo, seco y muerto de sed, y de repente sumergirme en el cielo, sumergirme en ella.

Me voy dentro de ocho semanas.

Podría pedirme que me quedase.

Ojalá me pida que me quede.

¿Qué va a pasar ahora?