Prólogo

PERSÉFONE

El día más extraño y más extraordinario, el día en que cambió mi percepción de la vida y la muerte, empezó como otro cualquiera. Me desperté en un mundo que siempre había conocido y me fui a dormir envuelta en un misterio.

Nos pasamos la vida ocupados, tratando de ignorar el hecho de que la oscuridad llegará, más pronto de lo que nos creemos, para llevarnos consigo. El infinito no puede encajar en nuestras vidas tal y como es, tan terrorífico, tan inmenso. Tenemos que adaptarlo a nuestra medida, haciendo millones de pequeñas cosas todos los días que nos permitan definir las fronteras de nuestra realidad, usando los cinco sentidos de una manera en la que no fueron pensados, tocando cosas, viendo cosas, cosas que son reales y forman parte de nuestro presente, que están a este lado de nuestra existencia, al lado de la vida. Al misterio le ponemos una cara humana; intentamos darle forma a algo que no la tiene.

Nos inventamos rituales para definir pasajes, convertimos la vida y la muerte en ceremonias, haciendo de ellas algo terrenal y, de algún modo, algo más sencillo, que se pueda tocar, entender. Cuando nace un bebé, no nos planteamos por qué ha llegado hasta aquí su pequeña alma, ni dónde estaba antes, ni qué sabe... La nueva madre regresa de su viaje por lo desconocido trayendo a su hijo consigo desde la oscuridad y llevándolo a la luz; a ambos se les lava y se les viste, como si nunca hubieran estado más allá... como si ella nunca hubiera estado bajo tierra, en la oscuridad, donde la vida y la muerte se tocan y se entremezclan.

Y cuando alguien muere, la familia puede ocupar piadosamente su mente con pequeñas cosas que cualquiera necesita hacer cuando todo ha acabado: flores, comida, retirar lo que haya que retirar, dar lo que haya que dar, mientras se llora sobre los objetos que se dejaron atrás: un par de zapatillas, un tazón, una bata. Nos confortamos los unos a los otros, apoyándonos en un brazo firme, en una mano cálida por la que la sangre circula con fuerza, lo sentimos bajo la piel y es como un cántico tan fuerte, tan claro, que barre la muerte.

¿Cómo podríamos, aunque solo fuera por un segundo, afrontar lo que ha pasado en realidad, el hecho de que alguien que estaba aquí ya no está, que se ha ido para siempre, atrapado por una «no existencia» sin caer de rodillas y gritar de miedo, al pensar que eso mismo nos sucederá a nosotros algún día, que cerraremos los ojos para no volverlos a abrir jamás? ¿Cómo podemos incluso atrevernos a mirar en la oscuridad, profunda e insensible, que nos espera y seguir siquiera viviendo?

«Si» la oscuridad es lo que nos espera.

Porque ahora sé que no es así.

El día que empezó como cualquier otro es el día en que rompí todas las barreras y miré directamente a la cara al misterio. Vi a alguien a quien yo daba por desaparecido, y estaba allí, de pie, frente a mí. Vi un alma sin cuerpo y esa alma me sonrió. Quizá sea un poco naïf, quizás un montón de razonamientos científicos, investigaciones y pensamientos se mostraban ante mí para decirme que estaba equivocada, pero creo en lo que me dijo mi abuelo hace muchos años: que el amor nunca muere y que lo que nos espera es el amor que sentimos cuando vivíamos. Eso está por encima del bien y del mal, el amor está ahí para sostenernos cuando caigamos. Es lo que aprendí, una noche de primavera en el bosque y, desde entonces, ya no tengo miedo.