Capítulo 21

FAMILIAS

Jamie

Siempre me ha gustado la casa de Shona: cálida, acogedora, ruidosa y llena de vida.

Desde fuera, su familia parece caótica, con tres niñas correteando por todas partes, ropas y juguetes esparcidos por doquier, las carreras por llegar al colegio a la hora, a las clases de baile, de natación, las visitas al dentista y las prisas por llegar a las fiestas de cumpleaños. Un día allí te haría volverte loco. Pero si te fijas bien, notas que todo funciona puntualmente, que bajo ese caos aparente se mantiene una rutina estricta. Por las mañanas, todo el mundo se levanta y está listo a las ocho y media, y las niñas ya han recogido la cocina después del desayuno. Cada noche, hacen los deberes, sus tareas, cenan, se bañan y se preparan para el día siguiente, dejando listos los uniformes y sus equipos de deporte. Las niñas se van a la cama por fases, de manera que Alison es la última y así puede pasar un poco de tiempo a solas con su madre y su padre, puesto que es la mayor. Entonces se apagan las luces, y todo el mundo a dormir, nadie puede salir de la cama. Mi hermana es un poco... ¿cómo definirlo?, mandona, por decirlo de manera suave.

Los fines de semana también están igual de organizados, con clases y clubes el sábado y tiempo para la familia el domingo. El domingo por la tarde, particularmente, es sagrado: las niñas juegan, dibujan o ven DVDs en el salón y Fraser las acompaña, mientras Shona se pone al día con la plancha. Me encanta pasar la tarde del domingo con ellos: sentarme en el sofá con las chicas a los pies, sentir ese aroma familiar de esencia de rosas del agua de plancha, charlar y oír de vez en cuando el sonido del vapor saliendo. Es como... como estar en casa: como la casa en la que vivía cuando era un niño.

Cada vez que Maisie y yo vamos y nos quedamos durante el fin de semana, nos sumergimos confortablemente en la rutina, contentos de obedecer a Shona a cambio de la sensación de seguridad y paz del lugar. Y encantados de que nos mimen, algo que ambos echamos de menos, de maneras distintas.

Un fin de semana, Eilidh vino con nosotros a pasar el día. Durante el camino de vuelta, mientras conducía, me pareció que estaba muy callada.

—¿Te lo has pasado bien?

—Muy bien. Ha sido estupendo. En realidad, me ha hecho pensar.

—¿En qué?

—Me ha hecho pensar en mi propia familia.

—Claro, la debes de echar de menos.

—No, no me refería a eso. —Una pausa, como si se lo estuviera pensando—. Me ha hecho pensar en la poca paz que había en mi familia. Siempre había... algún conflicto, de un modo u otro. Soy incapaz de recordar un solo día como el que hemos pasado hoy. No deja de... sorprenderme. Ya sabes, cuando veo cómo viven algunas familias, como la de Shona, como la tuya cuando éramos pequeños. La sensación de... harmonía. —Estaba buscando las palabras adecuadas—. Resulta difícil explicarlo. Para nosotros, las Navidades, los cumpleaños, cualquier ocasión, de veras, eran siempre un momento de tensión.

—Lo recuerdo. Quiero decir, recuerdo a tu madre que siempre era muy dura contigo.

—Sí. —Parecía perdida en sus pensamientos—. Lo divertido es que no creo «gustarles» mucho. Ni a mis padres ni a mi hermana. No estoy muy segura de por qué. Cuando era niña, solía pensar, ¿seré de veras tan desagradable? —Hablaba de un modo que parecía que, de hecho, había acabado por aceptar esa idea.

—Oh, Eilidh... Eso es horrible.

—Sí, lo era. Lo es. Con mi abuela en casa, todo fue mejor durante unos años. Pero cuando volvimos a Inglaterra... Me moría de ganas de irme de casa, de dejarles y vivir por mi cuenta.

—¿Vivías sola cuando eras estudiante?

—Bueno, compartía piso con Harry tras dejar el instituto a los diecisiete. Estuvo bien. —Sonrió a recordarlo—. Pero siempre creí que tenía que... No sé, cuidar de mis padres. Me sentía tremendamente culpable por haberme ido de casa. Lo más seguro es que hubiese vuelto de no haber sido porque conocí a Tom.

No dije nada. No quería dar la sensación de que quería curiosear, que deseaba saberlo, aunque era cierto que me moría de ganas por saber más acerca de su marido.

—Verás, Tom es un hombre amable, atento. Nunca levantaba la voz, nunca me hizo de menos. Fue un alivio, después de años de ser el chivo expiatorio de todos.

—¿Sigues... sigues en contacto con él? —Era como si las palabras me estuvieran asfixiando.

—Hemos hablado solo una vez desde que le dejé. Está viviendo con su nueva... su nueva compañera.

—Lo siento.

—No, no te preocupes. De verdad. —Yo la miré mientras me lo decía. De nuevo, parecía como si lo hubiera aceptado—. Hace mucho que he dejado de pensar en él.

—¿No estás enfadada? ¿Nada? Quiero decir que, bueno, después de todo, te engañó...

—Estoy, bueno, estoy furiosísima... Pero espero que la vida todavía nos depare felicidad, a los dos, aunque ahora mismo me parece bastante... bastante difícil, yo diría que imposible. No serviría de nada que le deseara que fuera infeliz, de eso ya tuvimos bastante. Nuestro matrimonio estaba... vacío. Lo nuestro se había acabado, del todo, cuando empezó a ver a esa mujer.

Estaba mirando por la ventana, con su bonito perfil silueteado contra el cielo que se oscurecía. Una vez más, quise abrazarla. Toda esa charla sobre la infelicidad, todas esas cosas que me dijo acerca de su familia, y lo que era que todo desapareciera, quería que ella fuera feliz.

Pero no era yo quien podía hacerlo, no era yo a quien ella quería.

Tal vez Australia ayudase. Tal vez lograse arrancármela del corazón, de mi alma. Tal vez, cuando regresase, sería libre. Ella había dicho que cuando volviéramos, puede que ya no estuviera aquí.

Un mundo sin Eilidh.

Ya nos las habíamos apañado antes, así que también nos las arreglaríamos después, Maisie y yo.

—Mira, oh mira, la luna, ¡está tan brillante esta noche! ¡Está muy, pero que muy bonita! —Sonreía, embelesada. La belleza la hace feliz, se filtra en ella de un modo en que no he visto que le suceda a nadie más.

—¡Muy, pero que muy bonita, muchísimo! —Sonreí. Cuando se emociona, suena como un niñita. La luna está muy bonita, mucho, y ella es tan, tan... Eilidh. Mi Eilidh.

Era el día de Navidad. Todos estábamos sentados a la mesa de Shona, los padres de Fraser, su hermana, su cuñada y su hijo, también. Allí donde mirara, veía algo brillante y luminoso que Shona y las niñas habían colgado. Un agradable olor a ganso asado, clavo y naranjas llenaba el aire.

Fraser se levantó con una copa de champán en la mano.

—Bueno, supongo que algunos de vosotros ya lo sabéis...

—¡Lo sé! —gritó Alison.

—¿Saber qué? —preguntó Kirsty.

—¡Mamá va a tener un bebé!

Un montón de «ooohs» se alzaron por toda la mesa, y una lluvia de felicitaciones, manos que se daban y abrazos.

—¿Mamá tiene un bebé en la tripita? —preguntó Kirsty, para asegurarse.

—¡Sí, y yo ya lo sabía, antes que nadie! —repuso Alison, orgullosa.

Shona se puso a Kirsty sobre el regazo y le apartó el cabello de la cara.

Todo el mundo sonreía, todos estaban contentos. Maisie no dejaba de hablar, entusiasmada, con sus primas. Estaba tan guapa, y se la veía tan dulce con su peto azul, sus calcetines de color crema y sus manoletinas negras y relucientes, así como una trenza francesa que su tía le había hecho con gran destreza.

Pensar en quedarme aquí sentado ahora mismo, a solas... me resultaría imposible. Maisie es ahora mi pequeña familia dentro de la familia. Cuando estábamos comiendo pudín, deslizó su manita en la mía en el momento en que Fraser, vestido de Santa Claus, entró.

—¿Hay por ahí alguna niña que se llame Maisie? —disparó.

—Sí, estoy aquí —dijo ella con su vocecita, tomándoselo muy en serio.

—Aquí, Santa Claus, aquí está, mi hija —dije, orgulloso. No sé por qué lo hice. Me salió sin pensar. Hija. Saboreé la palabra, la paladeé.

Shona se rió. Me di cuenta de que resultaba un poco extraño decirlo. Me sonrojé, y así me quedé hasta pasado un buen rato.

Eilidh

Peggy parecía encantada mientras recorría la mesa con los ojos. Tenía las mejillas encendidas por el calor del fuego y por la copita de jerez que Margaret y ella se habían tomado al regresar de la iglesia.

—Eilidh lo ha preparado todo, salvo alguna que otra bagatela, en un abrir y cerrar de ojos, como si nada, de verdad. Ha hecho todo el trabajo duro.

—Vaya, te está mimando de veras, ¿a que sí? —sugirió Margaret, sonriente.

—Pues claro, Margaret, es una gran chica, ¿verdad, cariño?

Me acarició la mejilla y tragué saliva, un poco sorprendida.

—¡Y pensar que se la he robado a su madre este año! Está aquí, conmigo, en lugar de con ella.

Pero, en realidad, seguro que a mi madre eso no le importaba mucho.

—Bien, pues no se la devolveremos. ¡Nos la quedamos! —dijo Sandy con cariño.

—Menuda bendición representa para ti, con la casa y la tienda que atender.

—Lo es, de veras, Margaret. Ojalá Flora estuviera aquí para verla de vuelta.

—Todas la echamos de menos. Si estuviera ahora mismo con nosotras, bueno, ¡le encantaban las fiestas, ya sabes! ¡No olvidaré cómo cantaba! Jamás oí una voz como la suya.

Sonreí al recordarlo. Sandy y Flora solían entretener a la gente con sus canciones. Por desgracia, ni Katrina ni yo habíamos heredado su bonita voz.

—Cierto, Sandy, muy cierto. Nunca oí nada igual. Pero aquí tenemos a Eilidh, que puede que no tenga dotes de cantante pero que ¡sabe cocinar! Flora no era precisamente una buena cocinera.

—No, desde luego... —Todo el mundo estuvo de acuerdo en ese punto. Me reí. La cocina de mi abuela era legendaria, aunque no precisamente por su calidad. A decir verdad, yo era la única que disfrutaba comiendo lo que ella preparaba; los demás, en cambio, solo se lo comían por lealtad.

—Bien, Marks & Spencer me ha echado una mano, ¡debo admitirlo!

La cena fue estupenda, o eso me dije a mí misma, y luego nos sentamos juntas frente al fuego. Eran las mejores Navidades que había pasado en años, tan tranquilas y llenas de calidez. Y entonces sonó el teléfono. Las hijas de Peggy ya habían llamado por la mañana, así que no podía ser más que...

—¡Rhona! Feliz Navidad a todas, ¿cómo estáis? Bien, bien, ¡ahí está!

Ojalá no hubiera tenido que hablar con ellos. Pero no hubiera estado bien. Además, me apetecía por alguna extraña razón. Tom siempre había dicho que era un poco masoquista la manera en que buscaba a mi familia, a mi madre en particular, solo para que acabara haciéndome daño una y otra vez. No puedo evitarlo.

—¡Feliz Navidad, mamá!

—Feliz Navidad, Eilidh. Espera, que se pone tu padre...

Oh, de acuerdo.

—¿Qué? —Mi padre se estaba haciendo un lío con el teléfono—. Sí. Sí. ¿Eilidh? Feliz Navidad.

—¿Y tú, papá, qué tal? ¿Estás disfrutando de las fiestas?

—Sí, creo que sí, aunque ya sabes que yo no creo en la Navidad.

—Sí, lo sé.

Lo sabía. Me lo habían recordado cada año cuando era niña.

—¿Qué...? —empecé a decir, pero ya se había ido.

—Hola, Feliz Navidad, Eilidh, ¿cómo estás?

—Hola, Katrina, sí, todo va bien, estoy muy a gusto aquí, con Peggy.

—Dios, Eilidh, a los treinta y cinco y pasando la Navidad sola con tu vieja tía; eso no es normal. Deberías haber venido aquí, al menos para echarle una mano a mamá. ¡Sí, ven, ven, ven tita! —dijo una vocecilla por detrás. Molly—. Los niños están muy bien. Todo es tan divertido. Oh, vaya, te dejo... ¡debes de estar a punto de tener un motín ahí! —Se rió.

No dije nada. ¿Acaso había algo que decir?

—¿Eilidh? —Mi madre—. Bien, me ha gustado hablar contigo.

Hablar conmigo. Pero ¡si no has hablado conmigo!

—A mí también contigo, mamá. Tenemos pato para comer, ¿y vosotros?

—Pavo, y un filete para tu padre, ya sabes, siempre dice que el pavo le resulta seco, el caso es dar la lata.

—Margaret está aquí, ellas...

—Tengo que dejarte, cariño, debo llamar a Laura. Feliz Navidad otra vez, y dale un beso a Peggy de mi parte.

—Oh, sí, claro. Te dejo. Que lo paséis bien.

—Bueno, no sé si nos lo pasaremos bien. No estoy de humor, de verdad, no he comido nada, tengo el estómago cerrado. Adiós.

Para variar. Los achaques de mi madre no tenían ni ton ni son, solo los utilizaba para dar a todo el mundo una razón para preocuparse, para no disfrutar del momento.

—Es una pena... —Pero ya me había colgado.

Dios

Respiré hondo. Nunca jamás me acostumbraría a que me hiciera eso. Estoy segura de que a Katrina tampoco le gustaría encontrarse en mi lugar. Imagínate que tienes la oportunidad de pasar las Navidades con tu familia y que lo estás disfrutando. La madre de Tom había fallecido cuando él apenas había alcanzado la veintena, su padre se había vuelto a casar y no se llevaban muy bien, así que tampoco podía buscar refugio en mi familia política. Pero la de mi cuñado era encantadora, así que Katrina tenía por lo menos la oportunidad de pasar unas Navidades como Dios manda cada dos años.

Estaba triste, la manera en que pasaba las Navidades resultaba patética. A mi hermana tampoco le apetecía estar ahí, con mi padre de mal humor y mi madre con su cantinela de siempre de «no me encuentro bien», metiéndose en la cama en mitad de las celebraciones. Casi sentía pena por ella. Casi.

Regresé al salón comedor. Peggy estaba tranquilamente sentada junto al fuego, con una taza de té en la mano.

—¡Suficiente jerez, gracias, cariño! —dijo, mientras seguía hablando de cosas sin importancia con sus viejas amigas. Margaret, con su sombrero de papel, comía y charlaba con entusiasmo acerca de su hijo y de su nuera, y de lo divertido que resultaba su nieto con su bonito acento inglés de niño. Y Sandy, con esos ojos marrones llenos de amabilidad y un poco traviesos, permanecía sentada bromeando con «las chicas». La ventana enmarcaba una Escocia fría e invernal, tan mágica como siempre. Mi hogar.

Me senté tan contenta mientras desenvolvía una chocolatina y me tomaba el té, con lo que las amargas palabras de Katrina desaparecieron de mi memoria y se convirtieron en algo insignificante, en nada. Les quería, y por eso siempre tendrían poder sobre mí. Pero no hoy, no en este momento.

Me sonó el teléfono móvil. Era un mensaje de texto.

Feliz Navidad de nuestra parte, H, D y nuestras respectivas familias.

Pensé en ellos y también en Maisie ataviada con su collar de estrellas plateadas, y sonreí para mis adentros.

Elizabeth

Precisaría demasiada energía para existir fuera de Glen Avich, así que no puedo estar hoy con Jamie y Shona. Me he quedado sentada con Peggy, con ella y con mis viejas amigas, invisible, encaramada al brazo del sofá.

—¿Os acordáis de cuando organizamos el mercadillo benéfico? Éramos unas quince, ¿verdad? Y Beth Ramsay vino y nos compró un regalo a cada una.

—Sí, siempre fue encantadora, lady Ramsay, tenía de veras un corazón de oro. Su familia solía ayudar mucho, ya sabes, en nuestros tiempos, cuando Glen Avich era un pueblo mucho más pobre, cuando había mucha gente pasándolo mal...

—Se portó muy bien con los McAnena, ¿lo recuerdas? Cuando James murió en España y Mary y el pequeño James se quedaron solos.

—Sí, se portaron muy bien. Pobre Mary, qué mal lo pasó. Sacó adelante a James ella sola, y qué buen muchacho era.

—Y en qué buen hombre se convirtió. Elizabeth tuvo mucha suerte...

—¡Y también James, con Elizabeth! —dice Peggy. Eso me ha hecho reír. Siempre ha sido una amiga muy leal.

—Ojalá estuviera aquí, ¿a que sí, Peggy?

—Oh, sí.

Pero estoy aquí. No podéis verme, pero estoy.

—Jamie es igualito que su padre, ¿verdad?

—Sí, su misma imagen. Y tranquilo, igual que era James.

—Lo está haciendo muy bien, ahora se va a Australia ¿no es así, Eilidh?

—Eso parece. —Una sombra oscurece su cara.

—¿Ya no sale con Gail? —pregunta Margaret.

—No, de momento, no. La pobrecilla, está bastante hundida, según he oído.

—Su madre vino a la tienda hace ya algún tiempo. Gail está pensando en marcharse por una temporada. Pero tal vez ahora que Jamie se va...

—Bueno, después de todo no se puede continuar una relación con alguien simplemente porque el otro se lo tomará mal si lo dejas. El muchacho ha hecho lo correcto. Mejor esto que quedarse con alguien a quien no quiere para el resto de sus días.

—¿Como tú, Sandy? —dice Margaret entre risas, mientras le guiña un ojo.

—¡Sí, eso, como yo! —Sandy se ríe, vuelve los ojos y la mira con cariño.

—Esa niñita, Maisie, es su ojito derecho.

—Sí, lo es. Es una muñequita y, al igual que su madre, un verdadero bombón.

Siento cómo Eilidh se va poniendo más tensa.

—¿Podéis creeros que se marchó sin mirar atrás, dejando a su hija? Es inaudito...

—Era despampanante, no me extraña que Jamie se enamorase de ella.

—¡Ya hemos hablado suficiente de eso, Sandy! —suelta Margaret entre risas.

—Sí, de acuerdo, lo siento, ¡pero es que es verdad!

—¿De veras? —pregunta Eilidh, tratando de dar la impresión de que el asunto no tiene mayor importancia, como si lo dijera por seguir la conversación, pero me he dado cuenta de que, en realidad, está poniendo mucha atención.

—Sí, alta, rubia, con aires de grandeza...

Falso. Janet podría dar la impresión de ser una mujer pretenciosa, pero era muy, muy tímida. Prefería la compañía de sus lienzos y sus pinceles a la de las personas.

—Si pudiera vivir en lo alto de una montaña y pintar, sería feliz —dijo una vez, pero en esa ocasión traté de no hacer caso del hecho de que no hubiera mencionado a Jamie ni a Maisie para que la acompañaran a lo alto de aquella montaña. De todos modos, pensar en eso ahora no sirve de nada.

Sandy todavía está hablando.

—Hasta que Jamie encuentre a otra, esa niñita necesita una madre, y más desde que murió Elizabeth.

Peggy se queda en silencio.

—¿Alguien quiere un té? —dice entonces Eilidh, poniéndose rápidamente en pie.

Me río para mis adentros. Ella siente algo por él. Si por lo menos fuera capaz de dejar de lado su miedo... Está convencida de que no puede permitirse la felicidad, de que no es suficientemente buena para Jamie. Se dice a sí misma que eso se debe a que no puede tener hijos, pero yo sé que es algo más profundo. Su familia ha hecho que se sintiera tan poco merecedora de amor durante tantos años y ni siquiera Tom, un hombre bueno y que la quería, pudo cambiarlo.

Está aterrorizada, puedo sentirlo. Le aterroriza dejarse llevar y que vuelvan a hacerle daño. No podría sobrevivir a más dolor, lo sabe, y por eso trata de mantenerse al margen, segura, protegida. Tengo la esperanza de que, cuando sus heridas sanen, tenga la fuerza suficiente como para arriesgarse. No sé si llegará a ocurrir o, de hacerse realidad mi esperanza, si Jamie estará cerca, o si yo estaré ahí para verlo. Ojalá, por ella y por nosotros. Está tan llena de amor, rebosa, pero no tiene a nadie a quien dárselo. Veo el modo en que abraza a Maisie y le acaricia el pelo, y cómo las dos se acurrucan, muy muy cerca la una de la otra, como si estuvieran hambrientas de afecto. Maisie recibe mucho cariño de Jamie, pero para una niña de cinco años nunca es suficiente. Y Eilidh, bien, necesita que la «toquen». La proximidad física de alguien a quien queremos es una necesidad básica para todos nosotros. Carecer de esa proximidad supone llevar una existencia terriblemente fría, heladora. Tan fría que te marchitas y te mueres como una planta a la que nadie riega.

Veo a Jamie y Eilidh juntos y les veo gravitar el uno hacia el otro, tratando de acercarse sin conseguirlo en realidad. Veo a Jamie mirarla cuando ella no le ve. Veo como a Eilidh se le va endureciendo el corazón y derivando hacia una vida solitaria que no debería vivir.

Veo muchas cosas y nadie me ve, así que soy libre de mirar.

Veo a Fiona llorando en su habitación, quitándose el collar que Silke le regaló antes de subirse a un avión y volver a casa por Navidad.