Capítulo 7

MIS RECUERDOS

Eilidh

Hace poco más de un mes que llegué a Glen Avich. Era casi finales de octubre. Había estado embarazada durante cinco meses. Pero trataba de no pensar en eso.

Al principio, todo era como un eco de cosas del pasado. Allí donde iba me topaba con el fantasma de la niña que fui. Podía verme a mí misma, con trenzas, el uniforme gris y azul marino del colegio, sentada en los columpios del parque, caminando por la calle mayor, haciendo los deberes en la trastienda.

Todavía era esa niña —si le restamos un montón de sueños y le añadimos mucha experiencia y un corazón vacío—. Ahora tengo treinta y cinco años, nada que pueda decir que es mío y todo por luchar.

Desde que regresé, visité a muchísimos parientes, jóvenes y viejos. En un pueblo como Glen Avich todo el mundo está emparentado de alguna manera y cuando vas por la calle, o entras en el pub, se preguntan unos a otros en voz baja: «¿De qué familia es?», y entonces se ponen a diseccionar tus antepasados, quiénes fueron tus padres, tus abuelos, y de dónde venían. Si alguno de ellos procede de alguna otra parte, incluso de un pueblo cercano, se especifica, pues eso quiere decir que no eres «realmente» de Glen Avich, no del todo, al menos. Sabía que, durante esas primeras semanas, fuera donde fuese, se hablaría de mis antepasados en voz baja, como quien recita un pasaje de la Biblia o alguna saga antigua: «Eilidh, la hija de Rhona, hija de Flora McCrimmon». Sé que esto molestaría a mucha gente, que les haría sentir como si vivieran en una pecera. Pero a mí me gusta, como ya me gustó cuando vine aquí por primera vez con mi madre y mi hermana, porque me hace sentir que pertenezco a este lugar.

Ver de nuevo a la gente a la que conocía resultó ser maravilloso y doloroso a la vez. La parte de dolor se debía a que regresaba con las manos vacías y admitiendo que no había conseguido nada en la vida, o por lo menos era así como me sentía.

Cada conversación, tarde o temprano, acababa siempre con la temida pregunta: «Entonces, ¿cuántos hijos tienes?». Tras lo cual, acompañada de ese sentimiento de que te están apuñalando en el corazón, llegaba la respuesta que ya había preparado: «Nunca los tuve».

A lo que me contestaban, sintiendo lo embarazoso de la situación: «Todavía queda tiempo» o «En la vida hay otras cosas además de hijos» o «Ya te llegará el momento».

La siguiente pregunta. «¿Cómo está Tom?»

Oh, Dios. De nuevo, no sabía qué responder, mientras quien me había preguntado intentaba decir algo que me ayudase: «Todos los matrimonios tienen sus momentos buenos y sus momentos malos», «Ya se arreglará», «Todavía eres joven» y, la mejor de todas: «¿Quién necesita a los hombres, a ver?»

Y para rematarlo, «¿Qué tal te va el trabajo?». Esa era la última gota que colmaba el vaso.

«Oh. Bien, verás. Después de todo, has vuelto, y eso es lo único que importa ahora.»

Llegado ese momento, ambos contertulios necesitábamos una taza de té.

La verdad era que sentía pena por ellos. Tenía que ser muy duro escuchar una historia tan devastadora, ver el dolor reflejado en mi cara, darse cuenta de cuál era el motivo que lo causaba y aun así intentar mantener la conversación. No pasó mucho tiempo sin que todo el pueblo se enterara de mi lucha por tener hijos, de la única vez que casi conseguí uno, de cómo lo había perdido y había acabado en el hospital descompuesta.

Tarde o temprano, todas las mujeres con las que me había relacionado cuando era una niña acababan por venir a la tienda, algunas por encargos, otras porque de veras querían verme y unas pocas para alimentar con alguna jugosa noticia los rumores que corrían por el pueblo. Alannah se acercó con sus hijos, dos muchachos muy altos de once y trece años. Se había casado joven y se había quedado en casa para cuidar de los niños. Sharon y su hermana melliza Karen, ambas peluqueras en la pequeña peluquería del pueblo, tenían cada una un hijo y vinieron a la vez: al hablar, ambas acababan la frase de la otra. Mary, abogada en Kinnear, era madre de dos niñas, pasó por la tienda de camino al trabajo, bien vestida, con su cabello perfectamente peinado. Se había casado con el muchacho menos popular del colegio, Michael, conocido por intimidar a los que eran menores que él y por mirar por encima del hombro a todo el mundo. Por el modo en que hablaba de él, pude darme cuenta de que su matrimonio no era precisamente feliz. Sylvia, una profesora del colegio de primaria de Glen Avich, vino con su niña, Pamela, que tenía síndrome de Down.

Y Helena, dulce, que hablaba con aquella voz tan suave, mi mejor amiga de la infancia. En el colegio, siempre nos sentábamos juntas. Ella fue una de las damas de honor en mi boda. Llegó deprisa y corriendo a comprar para un largo viaje por carretera. Iban a Londres para ver a la familia de su marido.

—¡Eilidh! ¡Qué alegría verte! —exclamó, con una amplia sonrisa y los ojos brillantes.

—¡Helena! Estás preciosa —le dije con sinceridad. Tenía un aspecto magnífico: se la veía feliz y tan bonita como siempre, con su cabello rubio oscuro que le caía en ondas y sus ojos oscuros.

—Ven aquí. —Me dio un fuerte abrazo y por el modo en que me sujetaba pude darme cuenta de que había entendido todo lo que me pasaba y de que lo sentía.

—¿Este es Calum? ¿Y Euan? ¡No me lo puedo creer! ¡La última vez que os vi, no levantabais dos palmos del suelo!

—Lo sé. El tiempo vuela, ¿verdad? Tenemos prisa, vamos a estar fuera un par de semanas, pero en cuanto regresemos, nos vemos y charlamos. Me encontré con Margaret en la peluquería y ya me contó algo. Siento muchísimo que lo perdieras.

Asentí con la cabeza.

—¿Y cómo están tus padres? —dijo rápidamente—. ¿Y Katrina?

—Bien, todos están muy bien. ¿Y tus padres, y Gail?

—Lo mismo, todos bien. Por cierto, ¿a que no te imaginas con quién está saliendo Gail?

—No, ¿con quién?

—Jamie. Jamie McAnena. ¿Le recuerdas?

Jamie. Le recordaba muy bien. Habíamos sido muy amigos durante un tiempo, poco antes de que me marchara de aquí. Supongo que cuando éramos niños me gustaba. En los últimos años, cada vez que venía por aquí él parecía estar fuera estudiando u ocupado y nunca tuve la oportunidad de verle.

—Sí, claro, Jamie. ¿Que está saliendo con Gail? Madre mía, pero ¿cuántos años tiene ella ahora? ¡Si no era más que una niña la última vez que la vi!

—Pues ahora tiene veintiséis años. ¿Te lo puedes creer? En cualquier caso, ¿cuánto tiempo te vas a quedar por aquí?

—Todavía no lo sé. Algunas semanas, supongo. Hasta que logre rehacerme.

—¿No hay ninguna posibilidad de que Tom y tú volváis a estar juntos? —me preguntó en voz baja.

Negué con la cabeza y miré hacia otra parte.

—Lo siento. Qué terrible. Siempre has sido fuerte, Eilidh, eras de lejos la más decidida de todos nosotros: tan independiente y tan autosuficiente. Lo superarás.

La miré, sorprendida. ¿Fuerte? ¿Yo? ¿Independiente y autosuficiente? ¿Así era yo? Ya ni siquiera me acuerdo de la última vez que me sentí fuerte. De todos los recuerdos de mí misma que he tenido desde que regresé, el de la fuerza es el más lejano.

Helena se marchó con la promesa de volver por la tienda tan pronto como regresara.

El mismo día, de camino a casa después de que Peggy hubiera venido a animarme, le vi.

Jamie McAnena.

Me quedé helada. Por fin, pensé, y acto seguido me pregunté de dónde venía este pensamiento, puesto que desde que había vuelto, había estado esperando verlo, con la esperanza de toparme con él.

Estaba en el parque de juegos, junto a una especie de estructura de esas que hay en los parques para que trepen los niños.

En la parte superior de la estructura vi a una niña de unos cinco años, que llevaba un abriguito rosa y una bufanda del mismo color, con su pelo rubio volando al viento. Hacía como que montaba a caballo, o por lo menos era lo que parecía, porque estaba sentada erguida, con las manos sujetando unas riendas imaginarias y los pies arreando al caballo con suavidad. Tenía las mejillas sonrosadas y sonreía. Era tan bonita, tan preciosa, que no pude evitar quedarme mirándola durante un minuto o dos. ¿Quién debía de ser?

Entonces se me ocurrió. Debía de ser una de las hijas de Shona. Ella también era rubia. Tenía tres, según creía recordar. No conocía muy bien a Shona, es algunos años mayor que yo, pero sí recuerdo a su madre, Elizabeth. Era muy amiga de mi abuela y siempre fue muy cariñosa conmigo.

Jamie me vio. Levantó una mano y me saludó. Le devolví el saludo, preguntándome si me habría reconocido, si debía acercarme y decir hola. Me quedé así, helada, sin saber qué hacer ni por qué me daba tanta vergüenza.

Entonces se puso a caminar hacia mí, con una sonrisa, así que crucé la calle y la valla del parque hasta la zona de juegos.

—¡Eilidh!

—¡Jamie! ¿Eres tú?

Nos quedamos el uno frente al otro, sin saber muy bien qué hacer. ¿Un abrazo? No es lo que se acostumbra a hacer en las Tierras Altas. ¿Un beso? Ni hablar. ¿Darnos la mano? Muy europeo, pero aceptable. Es lo que hicimos, un poco avergonzados, entre risas.

—¿Cómo estás? ¿Desde cuándo llevas en Glen Avich?

—Más o menos unas tres semanas. He vuelto. De Inglaterra, quiero decir.

—¿Y qué tal está Tom?

Vaya, otra vez la pregunta.

—Jamie —empecé a decir, para ahorrarnos a ambos tiempo y, sobre todo, lo incómodo de la situación—, Tom y yo nos hemos separado.

—Lo siento, Eilidh. Lamento oír eso. Mi madre me dijo que tenías problemas... que no podías... —se interrumpió—. Bueno, ya sabes...

—Sí, que no podía tener hijos.

—Lo siento, no he querido ser...

Asentí con la cabeza.

—No, estoy bien, no te preocupes. De verdad. Ya he pasado por esto otras veces desde que regresé. Tarde o temprano la gente seguirá con su vida, se acabará la conmiseración y yo volveré a ser Eilidh de nuevo.

Jamie sonrió.

Su pelo negro, sus ojos entre azules y grises, su piel clara... Aparte de aquella sombra de color cobre de las cinco en punto, tenía el mismo aspecto del muchacho al que yo conocía cuando era una niña.

La pequeña que estaba con él bajó de donde estaba y ahora se encontraba en los columpios, con aquel bonito cabello rubio flotando tras ella.

—¿Y cómo está tu madre? Todavía no la he visto, y Peggy tampoco me ha hablado de ella.

La sonrisa de su rostro desapareció.

Me sonrojé. Sabía lo que aquello significaba.

—Oh, Jamie... —empecé a decir.

—Murió hace tres años.

—Lo siento de veras. Oh, de verdad, lo lamento muchísimo. —Se me estaban llenando los ojos de lágrimas. Elizabeth se había ido.

De repente, un recuerdo volvió a mi mente. Una visión del pasado...

Yo estaba sentada a la mesa de la cocina de los McAnena. Jamie y yo estábamos haciendo los deberes y Elizabeth acababa de prepararnos tostadas con mermelada. De pie, detrás de nosotros, comprobaba nuestros ejercicios de matemáticas y me rodeó con sus brazos, y yo, que no estaba acostumbrada a que mi madre hiciera algo así, me embebí de afecto como una flor se embebe de agua.

Elizabeth.

Parpadeé, una vez, dos veces, para secarme las lágrimas.

—Desde que nos hemos encontrado no hemos dicho otra cosa que «¡lo siento!» —dijo Jamie con una sonrisa—. Vamos, ven, esto te animará. Quiero que conozcas a Maisie.

—Oh, sí claro. ¿Cuál de ellas es? Tiene que ser la tercera, creo que la mayor debe de tener ahora cerca de doce años, ¿verdad?

Jamie parecía perplejo.

—¿Qué? La tercera... oh, ya veo. Ahora entiendo. No, Maisie no es una de las hijas de Shona. Es mía.

—Oh... —Cuando me disponía a preguntar por la madre de la pequeña, la niña echó a correr hacia donde estábamos y dio la mano a Jamie. Me miró con una sonrisa.

—Hola —dijo. Ahora que podía verle la cara mejor, pude darme cuenta de que tenía los ojos de color azul grisáceo, igual que Jamie.

—Hola, Maisie. Soy Eilidh. —Me incliné y le di la mano—. Encantada de conocerte.

—Estaba cabalgando Arco Iris —dijo, con su vocecilla plateada.

—¿Que estabas cabalgando sobre el arco iris? Qué bien —dije.

—¡Nooo, tonta! ¡No sobre el arco iris! ¡Estaba cabalgando a Arco Iris!

Miré a Jamie, perpleja.

—Arco Iris, su poni imaginario —explicó Jamie.

—Oh, ya veo. Estabas cabalgando a tu poni. Quizá un día podamos hacerlo sobre uno de verdad, tú y yo. Me encanta montar a caballo. Siempre estaba montando cuando tenía tu edad.

La cara de Maisie se iluminó.

—¿De veras? ¿Crees que podremos?

—Si a tu papá le parece bien, puedo llevarte al rancho Ramsay.

—¿Puedo, papá? ¡Por favor, por favor, POR FAVOR! —La niña empezó a dar saltitos.

—¿Estás segura de que eso no supondrá ningún problema para ti, Eilidh?

—Claro que no. De momento solo trabajo por la mañana, en la tienda de Peggy. También cuido de la casa, la ayudo con las tareas domésticas, el jardín y todo eso, pero me queda mucho tiempo libre. Demasiado, en realidad —añadí, bajando la vista. Era mi manera de contarle que me encantaría pasar más tiempo con esta niña tan alegre y tan llena de vida, haciendo algo que a ambas nos divertiría. Pensé que quizá eso me ayudaría a sangrar un poco menos y respirar un poco mejor.

—Bien, si no es una molestia, de acuerdo.

—¿La semana que viene? El martes sería un día estupendo. El lunes vienen a traernos algunas entregas.

—Perfecto. Puedes recogerla a la salida del colegio si quieres. Se lo diré a Mary. Es la persona que se ocupa de cuidarla —añadió, a modo de explicación.

Por un instante me pregunté por qué no había mencionado a la madre de Maisie, pero como no quería curiosear, dije simplemente:

—Lo haré. Será bonito ver nuestra antigua escuela de nuevo. Estaremos un par de horas pero, si todavía no has llegado a casa, puedo llevármela a casa de Peggy para cenar.

—Gracias, pero creo que estaré en casa. Saldré algo más temprano. Mi casa queda un poco más arriba de donde está el colegio, en St. Colman’s Way, cerca del taller de mi padre. Bueno, de mi taller en realidad. Es la casa blanca con las puertas azules. Verás el letrero en la pared de piedra del jardín, dice «McAnena». Muy original, lo sé.

Me reí.

—¡Súper elegante! Fenomenal. Nos vemos entonces.

Maisie estaba radiante.

—Dile gracias a Eilidh.

—¡Gracias! —dijo, dando algunos saltitos más. Estaba empezando a pensar que era incapaz de hablar sin saltar o dar brincos, como si viviera a saltitos. Era pura fuerza vital, una fuerza que fluía por ella como la linfa por una planta.

—Nos vemos la semana que viene entonces —dijo Jamie, que tenía a la niña de la mano.

—Hasta pronto. Adiós, Maisie.

Mientras iba de camino a casa, pensé en ella y en cómo se le había iluminado la cara cuando mencioné lo de montar a caballo. Me invadió una sensación extraña, un calor que me resultaba poco familiar y que me llenó el ombligo, una ternura que ya había olvidado. Era lo más parecido a la felicidad que había sentido durante mucho tiempo.

Una vez más, me pregunté dónde estaría la madre de Maisie, si viviría en el pueblo, cuán a menudo veía a su hija. Pensé que era muy afortunada, mucho, y de alguna manera, estaba absolutamente segura de que no lo sabía. No sé por qué.

La última vez que había visto a Jamie, le dije que me iba. Ambos teníamos once años y habíamos acabado la primaria. El verano estaba empezando y pensamos que teníamos seis largas semanas por delante para jugar, charlar y corretear por los campos que rodeaban Glen Avich.

Entonces, inesperadamente, todo se puso patas arriba y volví a Southport, dejé a Flora y Peggy, a mis amigos; dejé todo lo que tenía. Había pasado seis años en Glen Avich y había sido muy feliz. Era mi hogar.

Mis padres volvían a estar juntos. Mi padre venía desde Escocia cada día festivo que tenía, en Navidad, en verano, para pasarlo con nosotros. Y cada vez, se peleaban como el perro y el gato. De todos modos, él llegaba y ella dejaba que se quedara. Mi padre no es mala persona, nunca trató mal a mamá, ni tampoco a nosotras; simplemente, ambos no se llevaban bien, eso es todo. Y siguen sin llevarse bien, eso después de cuarenta años de matrimonio y una separación de seis.

Estaba muy turbada, a diferencia de Katrina, que nunca se acostumbró a Glen Avich y que estaba deseando volver a la gran ciudad.

Cuando se lo conté a Jamie, no dijo nada. Comentó que tenía que irse, que había quedado con su amigo John, que se iban a pescar.

Me evitó durante las dos semanas siguientes. El día antes de que nos fuéramos, le vi al otro lado de la carretera, con las manos en los bolsillos. Quise acercarme a él pero mi madre necesitaba ayuda con las maletas. Le saludé con la mano desde la ventana y él me devolvió el saludo. Esa fue la última vez que le vi, hasta hoy. Me preguntaba qué recuerdo tendría de mí después de todo este tiempo, si es que se acordaba.

Yo recordaba a Jamie como un niño muy listo, tranquilo, tozudo, amable y resuelto en todo lo que hacía. Así era el niño al que yo conocía, así lo recordaba yo.