Capítulo 23
SECRETOS
Elizabeth
Tener secretos no es una buena idea. Te comen por dentro.
Si tienes algo precioso y frágil y lo mantienes bajo llave como si fuera una plantita que trata de crecer en la oscuridad, bien, morirá y tu secreto se convertirá en remordimiento. El amor tiene que estar a la luz del día. Un amor secreto se consumirá a sí mismo y desaparecerá, o te devorará el corazón y te matará.
Vi a Fiona sentada en las escalerillas de la casa de sus padres, quitándose el collar, ese que Silke le había regalado cuando empezaron su relación. Han pasado ya algunas semanas pero una parte de Fiona sigue sentada ahí, todavía en ese instante sorprendente y oscuro, cuando Silke le dijo: «No, no vamos a seguir juntas». Solo media hora después, tenía que secarse las lágrimas y aparentar que no pasaba nada porque sus padres acaban de llegar a casa y no podía contarles nada, por nada del mundo. Así que puso cara de valiente —una cara de muerta por dentro en realidad— y siguió como si nada.
Pero como fantasma, veo todas las caras de la realidad, una superpuesta a la otra, separadas por un velo fino y opaco que, para nosotros, resulta sencillo correr. Un laberinto de momentos en cada esquina, con las historias de la gente de Glen Avich que siguen ahí, para que nosotros las leamos como si fueran un libro.
Veo que esa parte de Fiona que permanece ahí sentada, quieta, con el collar roto en la mano, y su pequeña figura agitada por sollozos. Han pasado algunas semanas y esta sombra de la realidad no muestra signos de desvanecerse: ella es ligeramente translúcida y, por supuesto, invisible para los vivos, pero no desaparecerá pronto.
Algunas personas se quedan clavadas en un momento hasta el fin de sus días. Como Beryl. Tendría más o menos mi edad, si ambas estuviéramos vivas. Una Beryl va y viene, de su casa en Glen Avich a la de su hija y sus nietos en Aberdeen. Ha estado trabajando en una fábrica durante cuarenta años, viendo crecer a su hija, haciendo vacaciones alguna vez y envejeciendo como todos. Pero desde que fallecí, puedo ver a la otra Beryl. La mujer de treinta años que corre por la calle, con unas manos invisibles que tiran de ella hacia atrás, con los ojos desorbitados al ver a su hijo de tres años tirado en medio de la carretera, sin vida.
A menudo se cruzan, las dos Beryls. Una volviendo a casa del supermercado, cerrando con llave la puerta de su automóvil, con una bolsa de la compra, que casi roza al pasar a la Beryl de treinta años que se ha quedado helada y grita en silencio y cae al suelo, una y otra vez, sin parar.
Creo que yo misma me quedé fija en un momento, cuando perdí el bebé, que era un niño, entre mis otros hijos, pero me las apañé para recuperarme pasado un tiempo. El nacimiento de Jamie me curó.
Beryl se quedará así hasta el día que muera, pero sé que Fiona no lo hará. Sé que su amor es profundo y sincero, y que aunque su corazón ahora esté roto, se curará un día y la única señal que le quedará de lo que ha pasado será tan solo una cicatriz... Todavía dolerá, le dolerá cada vez que recuerde lo sucedido para asustarla, pero sabrá salir airosa.
Pero todavía espero que aun así Fiona decida tomar las riendas de su futuro, que encuentre el coraje necesario para sacar la plantita a la luz antes de que se marchite y muera, porque sé que es lo que ella quiere.
Creo que todos amamos una única vez. Excepto en algunos casos, cuando aquel a quien deberíamos amar no es la persona que pensamos. A veces perdemos a alguien, pensamos que la vida se ha acabado y nos quedamos plantados en ese momento de desesperación. Pero eso puede cambiar, a pesar de toda esa angustia, nuestra verdadera alma gemela sigue todavía ahí fuera. La vida puede darnos otra oportunidad: cuando la que creíamos que era nuestra alma gemela se haya ido, aparecerá la que lo es de verdad.
A veces, no obstante, la persona a la que perdemos es en realidad aquella a la que estábamos predestinados a amar y entonces nos pasamos lo que nos queda de vida tratando de aceptarlo, de adaptarnos, de seguir adelante. Tratamos de decirnos que la amistad, el compañerismo, la lujuria, los hijos, el trabajo, lo que sea, puede reemplazar a nuestro verdadero amor. En realidad no funciona, no del todo, pero incluso una vida así puede ser una vida feliz.
Miro a mi alrededor y me pregunto quién esconde un amor perdido, ya sea en la amargura o en la aceptación, tratando de hacerlo lo mejor que puede. Me pregunto quién encontró su verdadero amor. Veréis, desde que estoy muerta, ya no creo en las coincidencias, veo el destino escribiendo todas las melodías de la sinfonía de la vida, y a nosotros interpretando un pequeño papel, o parte de un papel principal, de una manera que nunca es caprichosa. Veo la tela de araña del destino superponiéndose a la realidad, un millón de conexiones minúsculas y de caminos que andamos sin saberlo. Con cada cambio, se abre un camino distinto frente a nosotros, y una elección tras otra, acabamos por llegar allí donde estaba escrito que deberíamos estar. Pero a veces la gente se pierde de tal manera que necesita un poco de guía. Es entonces cuando piden ayuda, y acudimos.
Janet no era el alma gemela de Jamie, aun a pesar de que él lo creyó en su momento. Tom no era la de Eilidh. James fue la mía y Fraser la de Shona. ¿Y Silke? ¿Es ella el alma gemela de Fiona? Todavía no lo sé y puede que no me quede por aquí el suficiente tiempo como para enterarme. Otros fantasmas vendrán después de mí para leer las historias de Glen Avich, en este mundo paralelo que habitamos, un mundo de señales, susurros y recuerdos, donde todas las voces finas, casi inaudibles, se encuentran perdidas para el sonido de las cosas vivas como gritos que nos llegan y que serán escuchados. Somos nosotros quienes tenemos la misión de escuchar las palabras que nunca fueron pronunciadas.
Eilidh
Las vacaciones se estaban acercando a su fin. Había pasado la mayor parte de los últimos días sentada descansando frente al fuego, contemplando las negras ramas de los árboles que había al otro lado de la carretera y que formaban un encaje contra el cielo, todo en silencio, todo dormido.
A mi alrededor, Peggy miraba la televisión o hacía punto, un trajecito para la nueva nieta de su hermana, allá en el sur... Mi ordenador portátil pitaba de vez en cuando, ya que Harry y yo chateábamos vía email... Alguna que otra vez, recibíamos visitas, principalmente parientes lejanos que habían venido durante las vacaciones, que traían rosas y ganas de participar en celebraciones y se quedaban para tomar el té antes de regresar a la carretera, de vuelta a sus vidas allá donde estas quisieran llevarles, lejos de Glen Avich.
Cada mañana, la tierra brillaba por la escarcha, la hierba se aplastaba, plateada y crujiente, bajo los pies. Poco después del mediodía, el hielo matinal había desaparecido pero por la tarde noche ya empezaba a formarse otra vez. El aire empezó a levantarse de nuevo, fino y muy frío, como si fuera un golpe de la oscuridad en el cielo. Eran esos días cortos de invierno que, sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos habrían pasado.
Desde aquel beso dulce, enloquecedor y perfecto de Nochevieja, toda mi vida había quedado en suspenso: recuerdos dolorosos del pasado, decisiones del futuro, la extraña relación con Jamie. Todo se había congelado y esperaba, al igual que la tierra. Sabía que este estado de paz no duraría para siempre pero, aun así, estaba disfrutando del momento, del día a día según venía, como cordón de perlas, cada una ensartada detrás de la otra.
Un día tuve toda la casa para mí y pensé que era el mejor momento para dar otro paso hacia la libertad.
Con manos temblorosas, le llamé.
Gracias a Dios, está sonando. Sería terrible intentarlo y reunir el coraje para devolverle la llamada y pasar por eso de tener las manos sudadas, el corazón en la boca y no ser capaz de respirar.
—¿Hola?
—Hola, soy yo.
—Eilidh... —Parecía distinto.
—¿Te encuentras bien?
—No, no lo estoy.
—¿Qué te pasa?
—Oh, Eilidh. Por favor, deja que te vea. Tenemos que hablar.
—Tom, podríamos pasarnos días hablando, pero eso no cambiaría nada. ¿Qué más podrías decirme?
—He cometido un error terrible. Ella se ha ido. No tienes ni idea de cómo ha cambiado mi vida. Ella no es... no es tú.
—¡Era lo suficientemente buena para mantenerte caliente mientras yo pasaba por todo aquel infierno! —solté, y me arrepentí de inmediato. No tenía por qué hablarle así. Habíamos roto y el corte entre nosotros había sido tan profundo que resultaba irreparable. No se podía coser, ni se podía deshacer. «Tom y Eilidh» ya no existían como pareja.
—¿Te importo algo, Tom? ¿Todavía?
—¡Sí! Quiero que nos demos otra oportunidad... Quiero hacer que funcione.
—Si de verdad te importo, déjame marchar. Jamás podría volver a Southport, sería incapaz de regresar a mi antigua vida.
—¡No estamos obligados a quedarnos en Southport! Podríamos mudarnos. Yo podría irme a Escocia, encontrar trabajo en Aberdeen o Edimburgo...
—Tom.
Un momento de silencio, una respiración profunda.
—¿Vas a ayudarme? ¿Vas a llamar a un abogado y preguntar qué hace falta para que nos divorciemos? ¿O vas a dejarlo todo así? —La voz me temblaba.
—No quiero...
—Tom, escúchame. Apenas acabo de salir del bosque. Puedo funcionar otra vez, ¿sabes? Me levanto por las mañanas y no estoy desesperada, por primera vez en muchos años, aparte de cuando estaba embarazada. —Las lágrimas acuden a mis ojos. Todavía me quedan lágrimas, según parece, aunque creía que ya las había gastado todas. Ya debo de haber llenado un lago con ellas. El lago Eilidh—. Por favor, ayúdame en este momento. Tienes que dejarme ir. Por favor.
Silencio.
—Ojalá pudiera decir que no. Ojalá pudiera insistir e insistir hasta que quizá acabara con tu resistencia y regresaras. Pero no quiero acabar contigo, quiero ayudarte como me pides... pero, Eilidh, no podré estar de acuerdo con esto si no dejas que te vea una vez más. Tenemos que hablar cara a cara... no puedes seguir escondiéndote allí.
—No me estoy escondiendo. Contrariamente a lo que puedas pensar, la gente aquí también tiene una vida de verdad, igual que en Southport o en Londres.
—De acuerdo, de acuerdo, lo siento... Lo que quería decir era que no podías esconderte de mí. Tienes que verme y hablar conmigo...
—Lo haré. Ven. Cuando estés preparado. Te diré a la cara que nuestro matrimonio ha terminado.
—No te imaginas cuántas veces he lamentado todo el asunto de Carol...
Carol. Así que ese era su nombre. Me preguntaba si ella le amaría. Me preguntaba si él le habría roto el corazón a ella. Ojalá. La odiaba. Desearía que no fuera así, quisiera ser mejor que todo eso. Pero la odiaba.
—No fue... Carol —Su nombre me amargó la boca—. Éramos nosotros. Ambos, tú y yo. Tengo que irme. Te llamaré...
—¿Este fin de semana? Puedo ir el viernes por la noche...
Por un instante, me resultó imposible respirar. El corazón me latía tan deprisa que pensé que me iba a morir. Pánico. Pero sabía que tenía que enfrentarme a aquello... Tarde o temprano tenía que enfrentarme a él.
—No, este fin de semana no. No... no puedo. Al siguiente, si no estás demasiado ocupado.
—¿Demasiado ocupado? ¿Estás loca? Iré entonces dentro de dos semanas. ¿A casa de tu tía?
—Sí. Puedes reservar una habitación en el Green Hat. El número de teléfono está en mi agenda, junto al teléfono, en el recibidor...
Podía verlo, mentalmente. El recibidor, la casa. Todos aquellos lugares que me habían resultado tan familiares.
—Así lo haré. Hasta pronto, Eilidh.
—Sí. Adiós.
Estaba encantada. Estaba encantada de que aquello hubiera casi terminado. Primero separados, luego oficialmente divorciados y, al fin, se acabó Tom. Estaba encantada.
Entonces, ¿por qué estaba llorando tanto que me daba la impresión de que el corazón se me haría pedazos? Levanté la vista y miré por la ventana. En pocos minutos, mientras dejaba de mirar, el propio aire se había vuelto blanco, el cielo azul había desaparecido y un sinnúmero de pequeños copos blancos habían empezado a caer. Todo estaba en silencio. Me senté y contemplé cómo nevaba apenada y en silencio.
Jamie
¿Una postal de Navidad? Janet no escribía postales de Navidad. Cada año, ingresaba dinero en la cuenta de Maisie y enviaba el comprobante, esa era su felicitación de Navidad para Maisie.
Me sentía mejor cuando Janet no estaba de por medio. Una parte de mí siempre temía que regresara a por Maisie. Tenía tanto miedo que incluso había ido a consultar a un abogado en Aberdeen, solo para informarme de cuál era mi situación. Gracias a Dios, el abogado me aseguró que ningún juez la apartaría de mí o de Glen Avich.
Todavía.
Luché contra la tentación de echar la tarjeta de Navidad al fuego. Si Janet estaba tratando de retomar el contacto con Maisie, yo no podría evitarlo. ¿Qué diría mi hija si un día se diera cuenta de que yo había escondido o destruido las cartas que le enviaba su madre? ¿Que había puesto trabas a sus intentos de ponerse en contacto con ella, que quería compensarla? No obstante, la postal estaba dirigida a mí, no a Maisie.
Sabía que tenía que leerla. Abrí el sobre.
Querido Jamie:
Tan solo quería informarte de que me voy a mudar a Nueva York. Seguiré ocupándome de Maisie en lo que respecta al aspecto económico...
¿Ocuparse de Maisie? Nunca se había ocupado de Maisie. Su idea de «ocuparse» de alguien es bastante distinta de la mía. Bien, en realidad, de la del resto del mundo.
... pero mi dirección y teléfono cambiarán. En realidad, preferiría que no te pusieras en contacto conmigo. Me voy a casar y prefiero mantener mi vida anterior en secreto. Sé que puedo confiar en ti.
Feliz Navidad.
Janet
Y Feliz Navidad también para ti, de mi parte y de la de tu hija secreta.