Capítulo 15
UNA ESTRELLA AL OESTE
Elizabeth
La emoción es palpable, incluso yo puedo sentir cómo fluye a través de mi cuerpo inmaterial según me siento en una viga de madera, aquí arriba, cerca del techo. Puedo ver a Silke, no es fácil no hacerlo, siendo como es tan alta y llamativa, con su pelo de color rosa. Me hace reír porque es valiente, sincera y libre. Las muchachas de mi generación nunca hubiéramos sido tan atrevidas.
Y ahí está mi querida Maisie, hablando con todo el mundo y de todo, a su manera, tan dulce, divertida y segura. Se ha puesto su vestido rosa de hada, así que ¡al fin se las apañó para convencer a su padre de que se lo dejara lucir! Con un poco de ayuda de Shona, seguro. A Jamie le preocupaba que pasara frío. Para permitir que la niña vistiera un atuendo tan vaporoso y ligero a pesar del frío que se nota en el aire, debe de haber dicho que sí, que de acuerdo mientras debajo lleve su jersey rosa de manga larga y esos leotardos rosa y púrpura que la mantendrían abrigada. La verdad, mi hijo es a veces como una «mamá gallina». Shona le ha puesto a la niña un poquito de azul brillante del de Kirsty sobre esas pequeñas mejillas y le han dejado esa bonita melena que tiene suelta, cayéndole sobre los hombros como una catarata dorada. El efecto del conjunto es tan bonito, viéndola desde aquí arriba, que casi se me encoje el corazón de la emoción.
Jamie está muy guapo con su camisa de cuadros blancos y azules y sus jeans. Está con un grupo de artistas amigos, con una cerveza en la mano, tranquilo y comportándose tan modestamente como siempre. Estoy tan orgullosa de él. Su trabajo es de lejos el mejor de los que se exponen, una bonita colección de medallas, pequeñas esculturas y joyería, todo con algún motivo escocés, los típicos símbolos, el cardo, el ciervo, reinventados y reinterpretados para aparecer como algo nuevo. Estoy orgullosa de su trabajo, y orgullosa de la decisión que tomó anoche. Me ha preocupado mucho durante mucho tiempo, cuando le veía beber a solas una noche tras otra, y temiendo el momento en el que eso acabar por afectar a su vida, a su trabajo y al mundo de Maisie. Pero ha dejado de hacerlo. Cuando Jamie cierra una puerta, se queda cerrada. Es como su padre —indeciso, soñador, pensador— y entonces, su mente se rehace, no hay vuelta atrás. Anoche no pude resistirme a acariciarle la cara, aunque me di cuenta de que se asustó...
Eilidh acaba de entrar. Está realmente guapa esta noche. Más de uno se ha dado la vuelta para mirarla, con su vestido negro y sus ojos brillantes, dirigiéndose a hablar con Shona. Fraser y las chicas se han quedado en Aberdeen para asistir a la fiesta de cumpleaños de su sobrino y Shona se ha quedado con Jamie. Puedo ver lo amable que mi hija está siendo con Eilidh desde que se mudó aquí. La diferencia de cuatro años entre ellas era grande cuando estaban creciendo, pero ya no lo es.
Jamie no la ha visto entrar, está de espaldas. ¡Espera cuando la vea con ese vestido!
Oh, por Dios. Ha venido Mary. En silla de ruedas. Creo que me voy a «evaporar» por la vergüenza que estoy pasando. Si alguien me hubiera dicho hace unos años que me convertiría en un fantasma que acabaría empujando a una pobre inocente por las escaleras...
Pero ha valido la pena.
¿Qué estoy diciendo? Elizabeth McAnena, ¡no tienes ni una pizca de vergüenza!
Pero sí, ha valido la pena.
Ahí está, justo como lo había planeado. Jamie ha visto a Eilidh. Sonrío para mis adentros al observar cómo los ojos de él se agrandan por la admiración, pero se queda quieto donde está, cohibido. Hombres. Confío en que Shona sabrá qué hacer, tirará de Eilidh de la mano y la llevará hasta donde están él y sus amigos, John y Ally —ahí están ellos, los tres pícaros—. Los recuerdo muy bien, cuando tenían escasamente los diez años, sentados en mi cocina tomándose una rebanada de pan con mermelada antes de salir a pescar juntos.
John y Ally están casados, uno trabaja como profesor en Kinnear y el otro en un banco en Aberdeen.
Ally está mirando a Shona ahora que cree que nadie le ve. Siempre le gustó y creo que a ella también le gustaba él, pero entonces Fraser apareció en escena y eso se acabó. A menudo me he preguntado qué habría pasado si mi actual yerno no hubiera llegado un día para visitar a sus primas de Kinnear y no hubiera pasado por Glen Avich. Tras más o menos un año de cortejo a distancia y de conducir entre Londres y Glen Avich, se dio cuenta de que, si quería casarse con Shona, tendría que mudarse aquí, así que lo hizo. Una boda, una preciosa casa y tres hijas después, ninguno de los dos ha vuelto a mirar atrás.
A Shona le hubiera gustado ser enfermera, pero nunca pudo hacerlo porque se quedó embarazada una vez, y luego otra, y luego otra. Pero ¿no es cierto que todos tenemos algo que lamentar y vivimos con ello?
Lo que yo lamento es un secreto. Nadie habla de él. Para ellos, no fue más que una chispa, una de esas «cosas que pasan». Para mí, fue un bebé. Un bebé que llegó a crecer lo suficiente en mi seno como para que llegase a saber cuál era su sexo, pero demasiado joven como para sobrevivir fuera de él. Le llamé Charlie. Entonces llegó Jamie y todo el mundo se olvidó de lo que había sucedido. Todos menos James y yo. Suele decirse que toda mujer tiene alguna historia de un bebé que contar, una que nunca comparte o de la que jamás habla. Bien, pues esta es la mía.
Sí, todos tenemos algo que lamentamos, y en cualquier caso, Shona es feliz, puedo verlo. Ha vuelto a hacer gestiones para ver si puede regresar a la universidad, empezar al año que viene. Sería una gran enfermera, tan cuidadosa y eficiente como es. Súper eficiente, de verdad. Era la única que nos mantenía a los tres a raya, la única que podía mandar a Jamie y salir airosa.
Empieza la música. Jamie y Eilidh están sentados el uno junto al otro en la primera fila, mi hijo con Maisie en su regazo. La siguiente en subir a hablar será Eilidh. Algunos de los asistentes recordarán la última vez que se puso frente a todo Glen Avich a leer, ahora hace más de veinte años. Y ahí está, de pie frente al micrófono por un instante, preparándose. Lee de maravilla, tiene una voz de terciopelo que es capaz de arrastrar a la audiencia a la tristeza y la desesperación y luego otra vez a la alegría con el precioso Poema para Lucy, el favorito de Jamie.
Un segundo de emoción contenida, entonces alguien aplaude y la magia desaparece. Eilidh baja de la tarima y Silke la abraza, dándole las gracias.
Es hora de que Maisie se vaya a casa, se ha quedado medio dormida en brazos de Shona. Una ráfaga de adioses y al fin Jamie y Eilidh se quedan de pie, a solas, uno frente al otro. Hasta...
—¿Jamie McAnena? Hola, ¿qué tal? Soy Emily —dice la mujer de cabello gris envuelta en una pasmina azul y que luce joyas de estilo étnico—. Me encanta tu trabajo.
Y Eilidh se va.
Jamie
Esta noche me siento a gusto con el mundo. Esa tremenda, tremendísima tristeza que se esconde en mi nuca, el sentimiento de vergüenza, el miedo oculto que sabía que un día se llevaría mi vida por delante: todo eso ha terminado. Estoy seguro, no me quedan dudas: no pienso volver a caer en eso. En el momento en que dejé de lado el whisky, se acabó.
Ahora soy libre.
Eilidh está muy guapa esta noche. Siempre lo está, cuando lleva jeans y camisetas y sudaderas, pero esta noche, con ese vestido, y su cabello ondulado y suave... Me gustaría que todo el mundo desapareciera y nos quedásemos a solas.
Pero veo tristeza en sus ojos, otra vez. La misma que vi que tenía cuando llegó a Glen Avich. Me pregunto qué le habrá dicho Katrina anoche.
—Eilidh... Gracias, has estado maravillosa.
—¡Oh, por suerte me he acordado de todo!
—¿Te encuentras bien? Pareces un poco... —Tropiezo. Palabras. Son tan... difíciles.
Ella se ríe.
—No, no he sido yo, son mis ojos. Tengo los ojos de mi padre, ya sabes: es judío y todos de parte de la familia de mi padre tienen los ojos tristes. Él los llama «ojos Kletzmer», ya sabes.
Después de eso, no se me ocurrió qué decir.
—Tienes unos ojos preciosos —solté.
Corriente, corriente, corriente.
A lo que ella sonrió, se puso colorada y tomó un sorbo de su vino blanco.
—¿Jamie McAnena? Hola, ¿qué tal? Soy Emily. Me encanta tu trabajo.
Me di la vuelta para ver a una mujer de unos setenta años, con el pelo gris y brillantes ojos oscuros. ¡Como si me importase que usted sea Emily y que le guste mi trabajo! Asentí con la cabeza por educación y tomé la mano de la mujer, y Eilidh se marchó.
Entonces sucedió algo extraño.
Emily me soltó.
—Ve tras ella —dijo.
¿De qué diablos estaba hablando? ¡Ni siquiera conozco a esta mujer! Me quedé clavado en donde estaba.
—Vamos, Jamie McAnena —siguió diciendo. La miré a la cara y vi una sonrisa en sus ojos oscuros—. Ya hablaremos de tu trabajo en otro momento.
Se dio la vuelta, rodeada de una nube de perfume y cachemir azul y suave. Entonces caí en la cuenta. ¡Emily Simms! La auténtica Emily Simms. Escultora y mecenas del arte.
¡Mierda!
Oh bien, lo que sea. Miré a mi alrededor en busca de Eilidh y la encontré charlando con un grupo de mujeres. Inspiré hondo. Ahí voy.
—¿Eilidh, te gustaría dar un paseo?
Levantó la vista, sorprendida.
—¿Es que no estás ocupado con trabajo?
—Sí, pero me hace falta tomar un poco de aire fresco. Acompáñame.
Eilidh miró a su alrededor. Pero... la velada... solo acaba de empezar. Silke nos matará...
—Solo faltaremos diez minutos. Vamos. Necesito hablar.
—¿Hablar? Eso suena muy serio. —Sonrió—. ¿Qué he hecho? ¿Acaso he estado dándole chucherías a Maisie en lugar de la cena o qué?
Se puso el abrigo y sin mirar a su alrededor por miedo a que alguien nos hablara o nos detuviera, salimos a la calle y nos introdujimos en la noche heladora.
—¡Hace muchísimo frío! —dijo—. Aunque resulta agradable. Me encanta cuando hace frío, pero frío de verdad, y puede verse el vaho, como si fuera una pequeña nube.
—Eilidh. Escúchame ahora. ¿Te gustaría salir conmigo?
—¿Este fin de semana? ¿Solos tú y yo? —Vi el desánimo en su cara. No era lo que esperaba—. Yo... no puedo, Jamie. Lo siento. No puedo.
—Tienes que decirme por qué. Tienes que decirme que no quieres salir conmigo porque... porque no te intereso, o porque todavía estás enamorada de tu marido, o por la razón que sea. Tienes que decírmelo.
—No es ninguna de las cosas que has dicho —susurró, y miró para otro lado—. Jamie, por favor. Deja que me vaya. No puedo estar contigo.
—¿Por qué?
—Porque no puedo.
—Esa no es una razón.
—¿Por qué... me atormentas de este modo? —gritó ella—. Pensé que te importaba. ¿Por qué me haces esto? ¿Qué quieres que te diga?
Me sentía inspirar con dificultad, sorprendido y agotado.
—Eilidh... Lo siento... Por favor, no llores...
Ella escondió la cara entre las manos.
—Quiero que me dejen a solas. ¡Quiero estar sola!
La agarré de los hombros y la acerqué hacia mí. No protestó, se dejó llevar y se apoyó sobre mí, suave y maleable, sobre mi pecho, rodeándome el cuello con los brazos y sujetándome con fuerza. Nos abrazamos, la mecí y le acaricié el cabello y le susurré al oído que lo sentía, deseando que ella se derritiera en mi interior y, de ese modo, que nunca pudiera alejarse de mí.
Solo pareció durar un segundo, porque no era suficiente, nunca lo sería.
Entonces oímos la voz de Silke que estaba despidiéndose de algunos invitados en el umbral de la puerta y el hechizo se rompió en pedazos.
Se apartó de mí, o eso me pareció: como si una parte de mi estuviera siendo cercenada. Le sujeté la cara con las manos cuando levantó la vista para mirarme y vi que ya no estaba llorando. Parecía en paz. Parecía... resignada, eso es lo que me dijo una voz interior.
—¿Por qué, Eilidh?
—Porque no soy buena —dijo ella, y se perdió en la noche.