Capítulo 2
UNA MADRE PERDIDA
Jamie
Supe que se había ido en cuanto vi que faltaba el cuadro que colgaba de la pared del salón. Todas sus pertenencias —lienzos, pinturas, pinceles, botellas de disolvente, sus trapos y sus delantales— seguían ahí. Pero faltaba el cuadro.
No volvería.
Era el retrato de una joven, ataviada con ropa de invierno, con las mejillas sonrojadas por el frío, que patinaba sobre la superficie helada de un lago. Janet se las había apañado para hacer que todo convergiera en el cuadro: la alegría en la cara de la muchacha, la aprehensión por patinar sobre el hielo fino, el desafío que decía «puedo hacerlo». El aire frío y cortante, la magia de la escena invernal, con las ramas cubiertas de escarcha, el cielo entre rosa y amarillo y la negra silueta de los árboles en la distancia...
Aquella obra mostraba el talento de Janet, lo prometedora que era como artista. Formaba parte de la exposición de final de curso cuando se graduó en Slade, Londres. Todo el mundo sabía que Janet Phillips tenía algo, que ella lo conseguiría.
Y, desde luego, lo hizo.
Tres años después de su graduación, sus obras eran muy solicitadas, tenía un piso en una zona elegante de Londres y el trabajo la abrumaba. La suya era una obra honesta e increíble.
El arte lo era todo para ella; se pasaba las noches pintando hasta que caía rendida en el sofá de su estudio, entre sus lienzos. Cuando trabajaba en algo, no podía pensar en nada más, ni ver nada más.
Pero tras pasar tres años haciendo esta vida, empezó a sentir la presión. Aunque estaba feliz, se sentía exhausta y físicamente agotada. Su hermana melliza, Anne, la convenció para que se tomará unas vacaciones y se fuera a Escocia con un grupo de amigos.
Y fue en entonces cuanto nos conocimos y cuando nuestras vidas cambiaron por completo.
Yo entré en el pub una noche, después del trabajo. Ellos estaban sentados en la barra, frente a unos vasos de whisky, abrigados con forros polares de alta tecnología, pantalones impermeables y botas de montaña, que era el atuendo que los que venían del sur parecían obligados a llevar aquí, como si fuera un uniforme.
¿Y eso del «amor a primera vista»? ¿De la gente que habla de si existe o no?
Pues bien, existe.
Lo juro, creo que tardé poco más de un segundo en enamorarme. Y eso que no soy un romántico. Más bien soy tranquilo y todo eso. Tímido. Fui educado para ocultar mis sentimientos tan profundamente como me fuera posible, al mejor estilo del macho escocés. Ni siquiera estaba interesado en tener una relación, otra.
Pero aun así, ahí estaba ella, y yo, y todo cambió en un segundo. Ya no volví a ser el mismo.
Empezamos a hablar y tres horas después seguíamos juntos. Anne y sus amigos regresaron a su hotel, mientras que nosotros nos fuimos a dar un paseo por la playa, rodeados de sonrisas cómplices e insinuaciones de las chicas. No nos importaba. A mí ni siquiera se me ocurría pensar en la gente que había en el pub, la mayoría de los cuales eran personas a las que conocía desde que era pequeño. Tampoco me interesaba lo que pudieran decir. No me importaba nada, salvo seguir a su lado.
Contemplé su cabello rubio sobre la almohada. Era del color del maíz maduro, de los campos dorados en verano. Contemplé su cara mientras dormía, y me pasé la noche mirándola.
Pocos días después, regresó a Londres y me dejó abandonado en un mundo gris, sin vida, por el que vagaba aturdido, sin saber lo que hacía, a dónde iba.
Me quemé la mano, mucho. Soy herrero, como mi padre, y en un trabajo como el mío hay que estar atento a lo que se hace, porque sino acabas teniendo algún accidente.
Mientras ella me vendaba el brazo, el doctor Nicholson sonreía. Todo el pueblo sabía lo que había entre Janet y yo. Así son las cosas en Glen Avich.
—Ni has sido el primero ni serás el último —dijo.
La miré.
—En hacer una tontería como esta. Sabes, el día que conocí a John, hace ahora treinta años, pasé de largo la estación de tren al regresar de la universidad y acabé en la costa. Mi padre tuvo que conducir durante dos horas y media para venir a recogerme. Así son las cosas, esto no se cura nunca.
Pocas y sorprendentes semanas después, tras muchas horas pasadas en el pub hasta muy tarde —y muchos días de resaca—, ella regresó.
Abrí la puerta y ahí estaba. Con su cabello rubio, sus ojos de aciano, como una princesa de cuento. Había venido desde Londres con una pequeña maleta llena de ropa y cargada de óleos, lienzos y unos cuantos cuadros.
Parecía asustada. Estaba claro que no sabía cómo reaccionaría yo. Podía notar la tensión de su cuerpo al abrazarla y besarla, y entonces sentí cómo se relajaba en mis brazos. Me miró, con la cara inundada de alivio. En la mía pudo leer que estaba más que feliz de verla.
Parecía más tranquila, pero no feliz.
Ni siquiera estábamos en el umbral de la puerta. Seguíamos aún en el escalón de entrada, como me recordó.
—Estoy embarazada.
Todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y antes de que mi cabeza pudiera procesar lo que acababa de decirme, sonreí.
Pero ella no me devolvió la sonrisa. No parecía feliz.
Estaba embarazada y no era feliz.
Nos establecimos en esta vida, nueva e inesperada. Al principio, fue como estar bajo el agua, todo eran sorpresas, todo fluía, vivíamos sin planificar nada. Limpié y pinté la habitación de sobra que tenía en casa y la convertí en un estudio para ella. Janet trataba de trabajar, pero las náuseas matutinas —bueno, en realidad, las náuseas que le duraban todo el día— se lo ponían difícil. Siempre estaba cansada, echada en el sofá o devolviendo en el cuarto de baño. Pronto dejó de pintar.
La llegada de mi madre fue como un regalo del cielo. Consiguió que Janet se sintiera bienvenida y la ayudó en todo para que se acostumbrara a la nueva situación. Se hizo tan bien con mi madre que, al final, acabaron siendo buenas amigas. Juntas salían a tomar café y pastas a la cafetería del pueblo, iban de compras a Aberdeen o, simplemente, se sentaban en la cocina y charlaban mientras yo trabajaba.
Las jóvenes de la localidad se habían sorprendido bastante ante la repentina aparición de esta londinense, con su pelo rubio y sus ropas de diseño. A diferencia de mi madre, no estaban tan dispuestas a ser sus amigas. Mi hermana Shona me dijo que no les caía bien ver cómo uno de los pocos solteros que valían la pena en el pueblo había sido atrapado por una recién llegada.
Por supuesto, a mí eso ni se me había pasado por la cabeza. Mi hermana me comentó que los hombres resultan muy poco útiles en ese sentido —nunca se dan cuenta de este tipo de cosas—. Mi madre parecía ser la única persona en quien Janet confiaba. Va en contra del estereotipo que dice que nueras y suegras no se llevan bien, supongo.
A pesar de todo, Janet no era feliz. Así de sencillo.
Yo lo veía, mi madre y mi hermana también, todo el mundo. La gente se preguntaba por qué demonios sería tan infeliz, con un hombre que la adoraba y que estaba deseando casarse con ella, un bebé en camino y una casa bonita.
Sin embargo, la entendía. El embarazo se lo había llevado todo; el bebé absorbía todas sus fuerzas. Porque su arte requería de toda su energía: física, mental y emocional. Por eso, ambas cosas no podían coexistir, no en su caso. Estaba vacía.
No sabía mucho acerca de embarazos, solo había visto a mi hermana embarazada cuando venía de Aberdeen, y aparte de estar un poco cansada y de sentir náuseas, se la veía bien. Feliz. No quería empezar a hablar de aquello a espaldas de Janet, pero necesitaba pedirle consejo a mi madre. Me sentía perdido.
—A veces sucede. Cuando estaba embarazada de ti me encontraba bien, pero con Shona... Me sentía mareada, ¡gorda como un elefante y agotada! Simplemente, no estaba preparada, era la primera. Pero entonces, cuando nació, me hizo tan feliz que todo se me olvidó. A veces, tu padre y yo intentábamos permanecer despiertos toda la noche, solo para poder mirarla...
Pero no fue así con Janet. Cuando nuestra hija nació, no mejoró. Maisie llegó al mundo tras veinticuatro horas de parto, ella sufrió mucho y yo no podía hacer nada para ayudarla. Cuando todo acabó, Janet estaba agotada, pero las normas decían que yo tenía que dejarla en el hospital y regresar al día siguiente. Maisie debía de haberse traumatizado tanto por la dura experiencia que no se calmaba en brazos de su madre ni tomando el pecho. Dejé a Janet sentada, con el bebé en brazos en aquella sala de hospital y, a la mañana siguiente, cuando regresé, seguía en la misma posición, sujetando a la niña con unas ojeras enormes y cara de estar a punto de desvanecerse en cualquier momento. Me contó que la había tenido en brazos toda la noche porque, en cuanto la dejaba, la niña lloraba. Le asustaba tanto cabecear y que se le cayera que no había dejado de pellizcarse durante toda la noche, así que tenía los brazos llenos de pellizcos morados. No me lo podía creer.
—¿Es que las enfermeras no te han ayudado?
—No se lo pedí.
Mientras tenía a Maisie en brazos, mi bonita, dulce y maravillosa pequeña, no sabía qué sentimiento era más fuerte: si la felicidad por su nacimiento o el miedo que despertó en mí la actitud de su madre.
Siguieron unos meses tensos. Janet cuidaba de Maisie como si fuera su obligación, pero no lo disfrutaba. La alimentaba, la cambiaba, la mecía —siempre estaba bien cuidada—, pero Janet no parecía... en fin, no se la veía tan embelesada como estábamos los demás. Mi madre, Shona y yo. Y todo el pueblo, en realidad. ¡Maisie era tan bonita! Y todavía lo es. Tiene el mismo cabello rubio de su madre pero sin aquellos ojos del color del aciano, pues ha heredado los míos que son grises, como los de mi padre.
Janet empezó a dejar a Maisie más y más a menudo, conmigo, siempre que yo no trabajaba, o bien con mi madre. Incluso intentó dejarla en Aberdeen por unos días, con mi hermana, pero le dijo que no, que solo tenía tres meses y que era demasiado pronto para dejarla con nadie.
Incluso cuando otra persona se ocupaba de cuidar de nuestra hija, Janet seguía sin pintar. Yo llegaba a una casa que era un caos y ella estaba sentada junto a la ventana de su estudio, con el delantal puesto, pero sin pintar nada.
Aquello me estaba destrozando el corazón. Me sentía fatal, muy mal porque el hecho de que hubiera pasado conmigo una noche de pasión la hubiera convertido en una persona tan infeliz. Sabía que no era culpa mía, y sabía también que estaba haciendo todo lo que podía para que se sintiera mejor, pero aquello no conseguía librarme del sentimiento de culpabilidad que me atenazaba.
Me sentía como si ella fuera una bonita ave tropical a la que yo hubiera metido en una jaula, aunque lo hubiera hecho sin querer, y que ahora se estaba muriendo.
Una noche, no pude soportarlo más y se lo dije. Ella se echó a llorar y me agarró de las manos.
—No, no es culpa tuya —decía entre sollozos, destrozada—. No es culpa tuya, ni tampoco de Maisie. Lo seguiré intentando, tengo que intentarlo con más fuerza. Es que ya no sé quien soy. Intento ponerme a pintar, pero no me inspiro. Mejoraré, te lo prometo.
Al año siguiente, más o menos, las cosas mejoraron. De repente, Janet volvió a la vida. Empezó a pintar de nuevo. Se pasaba todo el día pintando y seguía hasta la noche, y durante la noche. Volvió a tener buen color de cara. Se sentaba con nosotros a la hora de la cena durante unos diez minutos y luego volvía arriba, a sus cuadros. La echaba de menos, y me parecía una pena que no pasara tiempo con Maisie y conmigo, pero verla feliz otra vez me alegraba el corazón.
Maisie ya empezaba a caminar. Sus rizos dorados le enmarcaban la cara como si fueran un halo, un halo que rodeaba aquella carita con sus preciosos ojos grises en la que yo me perdía. Siempre preguntaba por su mamá, siempre trataba de tirar de ella e impedir que se fuera al piso de arriba. Me daba cuenta de lo mucho que echaba de menos a Janet, aunque casi siempre estaba contenta y no parecía especialmente disgustada por la continuada ausencia de su madre.
Janet empezó a viajar a Londres más o menos una vez al mes, para llevar sus nuevas creaciones a las galerías de arte o para asistir a algún evento, o simplemente para ver a algunos amigos. Una vez, le ofrecieron la oportunidad de exponer y se pasó cinco semanas viajando por el sur del país sin volver a casa ni un solo día, siempre dando una excusa u otra para que no fuéramos a visitarla.
Empecé a sentir miedo al pensar que quizá se marchase un día y se llevase a nuestra hija con ella. No podía dormir por las noches por miedo a despertarme y ver que se habían ido.
—Podemos irnos todos a Londres. Puedo buscar trabajo. Si eso es lo que quieres, si eso te hace feliz...
—Oh, Jamie. Londres no te gustaría nada. Lo sabes de sobra.
—Sí, pero si tú quieres estar allí...
—Déjalo, Jamie —me espetó—. Ni siquiera me apetece seguir hablando de este asunto, eso ni me lo planteo.
Sabía lo que significaban aquellas palabras. No me quería junto a ella.
Y se marchó, como me temía. Pero dejó a Maisie. Se llevó algo de ropa, sus pinturas y su gato. Se llevó al gato y dejó a su hija de dieciocho meses.
Me sentí aliviado y al mismo tiempo destrozado, horrorizado.
Ese día tomé una decisión: mi familia sería de dos, Maisie y yo. No necesitábamos a nadie más. Naturalmente, estaba mi madre, y mi hermana, y nuestros amigos del pueblo, pero mi hija y yo formábamos una pequeña familia y no dejaríamos que nadie más llegara y nos hiciera daño.
Al principio, Maisie no dejaba de preguntar por su madre una y otra vez. Más tarde, poco a poco, el recuerdo de Janet se desvaneció de su mente y poco a poco dejó de preguntar por ella. Hasta que no volvió a preguntar más. No le di explicación alguna. Quizá fuese un cobarde, no lo sé, pero ¿qué podía decirle? «Tu madre te ha dejado porque era muy infeliz aquí, quería vivir en Londres y ser pintora y, sí, ya sé que podría haber sido pintora aquí o habernos llevado con ella a Londres o, por lo menos, haberte llevado a ti con ella —algo que me hubiera destrozado—, pero no lo hizo. ¿Por qué? Pues porque no me quería con ella, y tampoco a ti.
He decidido que, si Maisie me pregunta alguna vez, ya encontraré alguna excusa para lo que su madre hizo. No para proteger a Janet, sino para protegerla a ella.
Lo curioso del asunto es que, gracias al egoísmo y la crueldad de Janet al dejar atrás a Maisie, yo me pude quedar con ella y, aunque resulte un tanto extraño, le estoy agradecido.
Ahora somos dos, solo dos. Desde que mi madre murió de repente hace tres años, nos sentimos incluso más cerca el uno del otro. Ella es mi vida.
Pero cuando Maisie está en la cama y el fuego se está apagando, me siento a contemplar las ascuas con una copa de whisky y me invade un frío interior, una soledad, que me cala hasta los huesos. Me siento como si la vida siguiera y yo me hubiera retirado, como si estuviera aparte, rechazando todo lo que me parece peligroso, como si solo un tonto quisiera arriesgarse.
Estoy helado por dentro y trato de seguir así. Es más seguro y tengo una hija de la que ocuparme. Nadie volverá a rompernos el corazón.