Capítulo 13

LUCES Y SOMBRAS

Eilidh

Los días y las noches siguen un patrón, una vida completamente nueva: una vida tranquila, sin prisas. Me resulta tan agradable, tan natural, como si nunca hubiera conocido nada distinto a esto. Las mañanas en la tienda, las tardes con Maisie y las noches, antes de irme a dormir, en casa con Peggy o, muy de vez en cuando, fuera para tomar algo con Helena, Ruth o Silke.

Los dos últimos fines de semana los pasé ayudando a Silke con la apertura de la galería, desembalando obras de arte, limpiando, haciendo llamadas y todo lo que hubiera que hacer. Me dejé convencer por su encanto y el entusiasmo de Peggy para hacer una lectura en la inauguración. Silke le había dicho a mi tía que habían encontrado a una arpista para hacer un solo y a una cantante para cantar algunas canciones típicas en gaélico. A eso mi tía añadió que recordaba cómo había leído yo Hallaig hacía tiempo y cómo la gente en Glen Avich se había emocionado tanto que casi habían llorado, o por lo menos es lo que a ella le había parecido.

Jamie me pidió que leyese Lucy, un poema de George McKay Brown. Yo escogí el de Sorley MacLean, La elección, un poema sobre el amor y la pérdida que me gustó.

Una vez decidido, tenía que hacer algo muy importante: elegir qué me iba a poner. Me había dejado la ropa más bonita en la casa que compartíamos Tom y yo y solo había traído jeans, camisetas y jerseys. Siempre he preferido vestir de manera informal, pero a Tom le gustaba verme con vestidos de noche, maquillada y con joyas, y salir a restaurantes caros o asistir a cenas. Me sentía como si llevara un disfraz, de verdad. Como si hubiera abierto un baúl lleno de ropa y me hubiera puesto un vestido. No me hacía mucha gracia, no.

No obstante, no podía asistir a la inauguración de la galería vistiendo pantalones y una camiseta. Incluso Silke se arreglaría un poco, con un vestidito negro y unas medias a cuadros escoceses, y esta vez con el pelo teñido de rosa. Eso por no hablar de Maisie, que iba a ponerse su atuendo de hada. No, me hacía falta un vestido.

—¿Shona? Hola, soy Eilidh, ¿cómo estás? Bien. Sí, todo va bien. Es un placer. Es preciosa, ¿a que sí? Bien, quería preguntarte ¿te has enterado de lo de la inauguración de la galería de arte? Tú también vendrás, ¿verdad? Pues verás, voy a leer un poema y no tengo qué ponerme. Sí, exactamente. Lo has adivinado. Oh. ¿Lo sabe él? ¡Suerte! ¿Mañana? Sí, puedo, pero solo si no estás muy ocupada... De acuerdo, de acuerdo. Te enviaré un mensaje de texto con la hora. Gracias. Nos vemos.

Uf. Shona ya había pensado en todo, naturalmente. ¿Hay algo en lo que no piense o que no planee? Me dijo que Jamie llevaría un traje nuevo. Pensar en ello me hizo reír. Sacar a Jamie de su combinado de jeans, camiseta y cazadora gris descolorida era algo que solo Shona y su carácter mandón podían conseguir.

El tren llegó a la estación de Aberdeen a las once y veintitrés minutos. Shona ya estaba allí, con un café de Starbucks en cada mano. Me besó en la mejilla, sin manos, riendo, y me acercó uno de los cafés.

—Necesitarás energía para nuestro tour de compras. Vamos. Oh, Eilidh, me encanta tu pelo —dijo, acariciándomelo ahora que me lo acababa de lavar—. Con esos ojos y un pelo así estarás impresionante con cualquier trapo. Pero, claro, no vamos a comprar un trapo. Primero a Debenhams, creo, y luego echaremos un vistazo en Hobbs.

Estaba sonriendo mientras el aire frío de Aberdeen me golpeaba en la cara, con los altos edificios de granito rodeándonos. Nos dirigimos a Station Square, llena de letreros brillantes de neón y de escaparates de tienda iluminados. Todo se veía precioso. Sentaba tan bien salir a dar una vuelta de nuevo, sin pensar en nada importante, nada trascendente. Solo pasándolo bien con una buena amiga.

Salí del probador con un vestido de color rojo pasión. Ambas asentimos con la cabeza. Luego llegó el turno de una falda de seda de color verde oscuro, después un traje pantalón negro, uno de esos que te pones para ir a una entrevista de trabajo. Después, un vestido estilo imperio, con tanto escote que me habrían detenido por escándalo público, además de que, aparte, me habría congelado hasta morir, claro, de haberlo elegido para una noche fría de noviembre.

—¡Shona! Parezco... Parezco una... bueno, ¡ya sabes lo que quiero decir!

Carraspeé, mirando mi reflejo en el espejo del probador. Me había puesto un corsé negro, el más ajustado, el más pequeño, el más atrevido que nunca jamás hubiera llevado. Los pechos me desbordaban por arriba.

—¡Ni hablar, no pareces una de «esas»! Te queda muy sexy. A mi hermano le daría un ataque al corazón —dijo casi sin respiración.

—¡Shona! —grité, confundida—. ¿Qué diablos...?

—¡Perdona! —exclamó entre risas—. Está bien, quítatelo. Pruébate este otro.

Media hora después, sin suerte, nos fuimos a comer a Debenhams.

Ataqué mi atún con queso fundido como si no hubiera comido durante un mes, estaba hambrienta después de tanto trabajo y del frío que hacía.

—Por Dios, Eilidh. ¡Casi te comes el plato!

—Lo sé —respondí, con una gran sonrisa—. Es como si no hubiera comido en años. En realidad, si lo pienso bien, así ha sido. No he comido como Dios manda en mucho tiempo.

—Ya me di cuenta de eso el día que nos vimos en el pub. Eras piel y huesos. Ahora tienes mucho mejor aspecto. Oh, Eilidh... Ojalá hubieras venido antes. Me refiero a que hubieras cambiado antes de entorno, como mínimo.

—Sí, ojalá lo hubiera hecho. Bien, pues ya estoy aquí. —Estaba decidida a no pensar en el pasado. Para un día que me lo estaba pasando bien, no iba a estropearlo.

—Es verdad. Y para serte sincera, ha sido bueno, y no solo para ti. Peggy está más contenta, se la ve menos cansada, desde que te mudaste aquí. Y en cuanto a Jamie... —Ella tomó un sorbo de su capuchino—. Bien, ya sabes que necesitaba que le echaran una mano.

—Mary volverá a caminar pronto.

—Sí, lo sé. Pero no es solo eso. Lo que quiero decir es que le hacía falta que le echaran una mano con Maisie. No solo en el sentido práctico. Necesitaban a alguien en sus vidas...

Miré hacia otra parte. Shona se dio cuenta de que me sentía incómoda.

—¡Tiene muy buena pinta! —prosiguió, señalando mi pastel de zanahoria.

—Sí, está muy rico. Y sabe mejor si le añades chocolate caliente.

—Debes tener cuidado, Eilidh, si sigues comiendo así acabarás llegando ¡hasta la talla treinta y ocho! —dijo, bromeando.

Shona es una mujer llena de curvas, llenita, y le queda bien. Por supuesto, como la mayoría de las mujeres, no ve su propia belleza. No se da cuenta de lo exquisito y suave que parece su cuerpo, de lo bonito que es su pelo rubio y rizado, su piel blanca como la leche y sus ojos de color azul claro. Heredó su aspecto nórdico de Elizabeth, mientras que Jamie se quedó con el pelo negro y los ojos grises de su padre.

—Vamos, ¡a por él! —dije, cortando el pastel por la mitad y dándole la cuchara.

—No, de verdad..

—Vamos a ver: o comes del pastel o me levanto y pido un pedazo de tarta de chocolate y te lo planto ahora mismo delante de tus narices.

Shona rió.

—¡No me dejas alternativa!

El pastel desapareció en dos minutos.

Una hora más tarde, por fin lo habíamos encontrado. El vestido. «Mi vestido.»

Me quedé de pie, mirándome al espejo. No podía creer lo que veía. Me hacía parecer esbelta, me sentaba tan bien que Shona se quedó impresionada al verme. No era tanto la belleza del vestido, de suave chiffon de seda negra, con mangas transparentes y un bordado en azul claro —un toque que me pareció un poco zíngaro y, al mismo tiempo, que le daba sobriedad—. Tampoco se trataba de los zapatos de tacón alto o de mi pelo cayéndome por encima de los hombros lo que me encantó.

Lo que me gustó fue la mujer que vi reflejada en el espejo.

Ya no tenía la mirada vacía. Sus ojos no reflejaban desesperación. Tampoco estaban vacíos.

Parecían... vivos.

La ventanilla del tren era negra. Podía ver el perfil de mi cara y me apoyé sobre él, bajo las brillantes luces del vagón. El libro que había traído para leer en el tren permanecía cerrado en mis manos, me encontraba perdida en mis pensamientos.

Me lo había pasado tan bien: había sido un día fácil, lleno de alegría. Iba cargada de bolsas, y en una de ellas llevaba la ropa de Jamie, un regalo de Shona que le daría al día siguiente. También me había comprado libros, así como cosméticos y algunos caprichos en el Body Shop. No podía creerme lo mucho que había disfrutado durante mi sesión de compras. Todas las pequeñas cosas que solían alegrarme habían desaparecido bajo la frustración de no conseguir lo que buscaba. No había disfrutado de nada durante mucho, mucho tiempo.

Pensé en Tom. En lo duro que debía de haber sido para él. Empecé a sentirme mal cuando me di cuenta de que no había pensado ni una sola vez en Peggy, ella, que estaba viuda y se había quedado sola. Eso hizo que me diese cuenta de lo obsesionada que había estado conmigo misma durante todos esos años. De lo poco consciente que había sido de las necesidades de los demás, incluidas las de Tom.

Nuestro matrimonio estaba muerto y enterrado, lo sabía. Se había desvanecido tras años de abandono, de aislamiento mutuo. Me había engañado, no había excusa para eso. Pero debía de haberse sentido muy solo, perdido, mientras yo permanecía obsesionada con lo que me pasaba, con mi cuerpo, que no funcionaba, con la pena que sentía de mí misma.

Tom. Me preguntaba qué sería de él.

El tren redujo la velocidad y acabó por detenerse al llegar al andén iluminado que se extendía junto a nosotros. Tiré de todas las bolsas que llevaba y estaba abriéndome camino hacia la salida cuando vi a una muchacha de pie al final de vagón, mirándome con una expresión vacía.

Gail.

Sonreí y abrí la boca para saludar, pero ella se volvió hacia la puerta. Me quedé helada, sorprendida.

Seguí caminando hacia donde se encontraba y la alcancé, sin saber bien qué hacer. Era la hermana de Helena. E intentaba aparentar que no me había visto. A propósito.

El tren se detuvo del todo, la puerta se abrió con un sonido como el del aire que se absorbe y nos apeamos. Gail se alejó, deprisa, sin mirar atrás.

Me había visto, pues claro que me había visto. En realidad —y eso me deprimió—, había percibido mi presencia durante todo el trayecto, estaba en el mismo vagón.

Solo había una explicación, pensé, mientras caminaba hacia mi casa en la oscuridad. Jamie la había dejado y estaba celosa de la estrecha relación que yo mantenía con la familia de él.

Bien, pues no tenía por qué preocuparse. No albergaba intención alguna de empezar una relación con él ni con nadie. Asentí con la cabeza. Que muchacha tan, tan tonta. Mejor no hablar de ello con Helena. Mi vida ya era lo bastante complicada como para añadir una preocupación más.

Llamé a mi puerta. Tenía llaves, por supuesto, pero no quería asustar a Peggy.

—¡Eilidh! Eilidh, entra, cariño, tengo a Katrina al teléfono.

Se me cayó el alma al suelo. Katrina. Oh, caramba, no había hablado con ella desde que me había mudado.

—Hola, Eilidh, ¿cómo estás?

—Bien, gracias. Mucho mejor. ¿Y qué tal estáis los niños y tú?

—Todos bien, gracias. Escucha, ya sé que es un poco pronto, pero me preguntaba si te gustaría venir para Navidad. Es decir, si no tienes otros planes, nos encantaría verte.

El corazón se me suavizó.

—Como no tienes obligaciones, ni niños ni nada de eso... verás, ¡tiene sus ventajas!

Era como si me estuvieran pinchando en el estómago.

No me lo podía creer.

No podía ser solo falta de tacto. Acababa de perder un bebé, por Dios. No podía tener hijos, eso era una cruz para mí, y a ella no se le ocurría otra cosa que decir aquello, al tiempo que me invitaba para ir en Navidad. Me puse a llorar.

—Gracias, pero me quedo en Glen Avich. Peggy ha organizado una cena de Nochebuena —dije, manteniendo el tono de voz calmado. No quería que se diera cuenta de que me había herido.

—A mamá y a papá les encantaría verte —soltó, a modo de reproche.

—Hablé con ellos la semana pasada. Ya nos veremos. Gracias por llamar.

—Oh, de acuerdo entonces, adiós Ei.

Colgué el teléfono. Déjame en paz, déjame en paz, ¡déjame en paz!

Corrí escaleras arriba, con un nudo en el estómago.

—¡Oh, Eilidh! Por Dios santo, ¿qué te ha dicho ahora esa muchacha? Siempre tuvo una lengua viperina, ¡demonios! —exclamó Peggy, apoyándome.

Estaba tan enfadada. Tan enfadada con Katrina, y conmigo misma por ser tan débil y tan tonta, y por echarme a llorar en lugar de decir que me dejara en paz, por favor.

—Vamos, cariño, vamos. Es como cuando erais niñas, ¿verdad? Lo recuerdo muy bien. Vamos, vamos, ven y tómate una taza de té... ¿Qué tal te lo has pasado en Aberdeen?

Asentí con la cabeza.

Sonó el timbre.

—Vete arriba y lávate la cara, cielo —dijo, como si estuviera hablando con una niñita.

Subí arriba con todas mis bolsas.

—Oh, Jamie, hola, entra, qué agradable sorpresa. —Me quedé en el pasillo, helada.

—Lamento molestarla, ya sé que es casi la hora de cenar. Mi hermana acaba de llamar y me ha dicho que viniera a recoger algo que me había enviado con Eilidh... Dice que es algo que ha comprado hoy en Aberdeen. Maisie se ha quedado a dormir en casa de una amiga, así que pensé que era el mejor momento para venir...

Me entró el pánico. No podía esconderme. Pero él sí se daría cuenta de que había estado llorando. Oh, no...

Salté al interior del cuarto de baño para lavarme la cara, tropecé con una de las bolsas y acabé aterrizando de cara, golpeándome la cabeza contra la puerta del cuarto de baño.

—Debe de haber sido Eilidh —oí decir a Peggy como si tal cosa, a pesar de que había hecho un ruido terrible.

Me recompuse. Ay. Oh, Dios, qué aprieto.

Me lavé la cara, me peiné y bajé a regañadientes.

—Hola.

—Hola.

Jamie estaba sentado en la cocina, con una taza de té.

—Aquí está —le dije, dándole la bolsa.

—Gracias.

Peggy miró primero a uno y después al otro, Jamie, en silencio y tímido, y yo, en silencio, enfurruñada y con los ojos rojos.

—¿Dónde está Maisie? ¿Ha salido?

—Sí.

—¿Te acordaste de meter en su bolsa la casita rosa? Es su nuevo juguete. Quería ir enseñándolo por ahí.

—Sí —repuso él y me miró por primera vez—. ¿Te encuentras bien? —preguntó, con sus ojos grises llenos de preocupación.

—Sí, sí, claro. —Contestaba con monosílabos.

—¿Ha ocurrido algo en Aberdeen?

—¡No, no nada! —Moví la cabeza con vehemencia—. Me lo he pasado muy bien con Shona. Bailamos. —No me hubiera hecho ninguna gracia que pensara que no había disfrutado, cuando gracias a Shona había pasado el mejor día en... En fin, el mejor día en no recuerdo en cuánto tiempo.

—Katrina —dijo Peggy, a modo de explicación, y dejó la estancia antes de que pudiera protestar.

—Oh. —Jamie asintió con la cabeza. Él también la conocía.

Nos quedamos a solas en la cocina.

—Debes de estar cansada.

—Sí.

—De no ser así te hubiera invitado a salir para tomar algo.

—Todavía no he cenado. Peggy ya lo ha preparado.

—Si quieres, puedo volver después de la cena. ¿Qué tal si conduzco hasta Kinnear?

—Esta noche no, Jamie. —Todavía no había acabado de llorar. Ese había sido mi pasatiempo favorito durante meses después de todo, así que se me hacía difícil dejarlo completamente.

Además, me invadía ese sentimiento terrible, terrible de veras, de que si dejaba que se acercase a mí demasiado lo único que haría yo sería apoyar la cabeza sobre su pecho, cerrar los ojos y quedarme así, sin más.

Y no podía hacer eso.