Capítulo 24

LA CUNA VACÍA

Eilidh

La nevada había sido larga e intensa por primera vez en muchos años. Para cuando Maisie volvió al colegio, un espeso manto blanco lo cubría todo. Cada mañana, nos levantábamos en un paisaje mágico y casi cada tarde, nevaba un poco más y seguía así durante toda la noche.

Estaba tensa, ansiosa, tras la conversación que había mantenido con Tom, así que a menudo me costaba dormir. Me sentaba en la cama en mitad de la noche, mirando cómo caía la nieve, y caía, y seguía cayendo. Contaba los días que faltaban para que viniera, no porque me apeteciera verle, sino porque me aterrorizaba.

Faltaban dos semanas.

—¿Podemos ir y enseñárselo a papá ahora?

Maisie estaba metiendo su cuaderno de notas en la cartera, con mucho cuidado. El suyo era el mejor trabajo de toda la clase, se había ganado una pegatina y un «bien hecho» escrito en bolígrafo rojo. Maisie había pedido permiso para traerlo a casa y enseñárselo a su padre, así que la señorita Hill se lo había dado, pidiendo, eso sí, que lo volviera a llevar al colegio al día siguiente.

—Verás, ahora está trabajando. Quizá se lo podamos enseñar más tarde, ¿qué te parece si lo hacemos cuando vuelva a casa?

Maisie se entristeció.

—Pero ¡es que no quiero esperar! —exclamó, mirándome a la cara con ojos lastimeros. Sabía que eso funcionaba conmigo, siempre.

—De acuerdo entonces, vayamos al taller, pero solo nos quedaremos cinco minutos, tu papá está muy ocupado.

—¡Sí! —dijo, saltando de alegría.

Caminamos en dirección al taller. La tarde era heladora y el cielo estaba blanco. La nieve crujía bajo nuestros pies y no se oían más que ruidos sordos. Yo disfrutaba de cada paso, era como caminar en un cuento de hadas. Maisie resoplaba con suavidad, para ver cómo su respiración se convertía en una pequeña nube blanca. La había abrigado muchísimo y le había puesto un gorro rosa que le había bajado hasta la frente y una bufanda enrollada alrededor del cuello y subida hasta la barbilla, de manera que solo se le veían los ojos azules y las mejillas, heladas y sonrosadas.

Desde la ventana se veía a Jamie, sentado a la mesa de dibujo, de espaldas a nosotras. Maisie golpeó el cristal con cuidado y su padre se volvió. La cara se le iluminó al vernos.

Dimos la vuelta a la casa hasta llegar a la puerta y, acto seguido, entramos. Era la primera vez que iba al taller de Jamie. La iluminación artificial era muy buena, pues con la débil luz del invierno no se podría trabajar allí. Por todas partes nos rodeaban las bonitas piezas que él había creado, desde objetos cotidianos, como pantallas de chimenea o pequeñas puertas de jardín, hasta mesas cubiertas de una joyería exquisita y recuerdos.

Maisie corrió hacia Jamie y le dio un abrazo.

—¡Mira, papá! —dijo, sacando el cuaderno de la cartera.

—Oh, caramba, déjame ver... —le oí decir mientras me adentraba un poco más en la estancia.

—Es estupendo, Maisie, bien hecho...

Sus voces se desvanecieron tan pronto como la habitación empezó a mostrarse ante mí. Abrí y cerré los ojos una, dos veces. No podía creer lo que veía.

La cuna.

Mi cuna.

La cuna de hierro forjado, la que Tom había traído a casa aquel día, cuando mi mundo todavía estaba hecho de una pieza. La que él había insistido en que pusiéramos en la habitación del bebé, a pesar de mis temores. Pude oír de nuevo su voz: «Ha sido fabricada en algún lugar de las Tierras Altas...».

No podía respirar y me quedé pálida, así que salí corriendo, corriendo sin mirar, hacia la luz lechosa y el aire helado. Me resbalé en la nieve y no pude ver al vehículo que se acercaba por St. Colman’s Way.

—¡Ha aparecido de repente, no la he visto!

—¿Eilidh? ¡Eilidh!

—Oh, Dios mío, oh, Dios mío...

Oía voces a mi alrededor.

Podía ver el cielo.

—Eilidh, mi amor...

—Shona... —murmuré y entonces me vi bajo las aguas, ciega y sorda y hundiéndome en un remolino, más y más, en la nada.

Jamie

No lo entiendo. En un minuto Maisie y yo estábamos mirando su cuaderno mientras Eilidh se daba una vuelta por el taller y miraba aquí y allá con una sonrisa en la cara, contemplando mi trabajo —yo la miraba de reojo, esperando que le gustase lo que veía— y al minuto siguiente, salió corriendo como si hubiera visto un fantasma.

Entonces oí aquel ruido terrible, horroroso, el golpe seco de un cuerpo al que tiran al suelo, el cuerpo de Eilidh, mi Eilidh. Le dije a Maisie que se quedase donde estaba, que no se moviese y que se sentase en la mesa de trabajo de papá. Al percibir el tono de mi voz, enseguida hizo lo que le pedía.

Eilidh yacía en mitad de la carretera. Me miró con ojos vacíos y susurró: «Shona...» y no supe qué decir. Podía oír mi propio jadeo por el miedo y el susto. Quería ponérmela en el regazo y mecerla pero, en un momento de lucidez, se me ocurrió que lo mejor era no moverla, así que me forcé a mí mismo a dejarla donde estaba, tumbada sobre el asfalto, duro y frío, sobre la nieve sucia. Busqué su mano y se la sostuve, enmudecía, las palabras se me habían atrancado en la garganta y me sofocaban. Las palabras eran: «Te quiero», pero no era capaz de pronunciarlas.

Detrás de mí, la conductora del automóvil estaba llamando al 999. La mujer parecía alterada y no dejaba de decir: «Ha aparecido de repente...».

Llegó la ambulancia. Para entonces, Morag, mi vecina, había salido al oír el jaleo. Me las arreglé para decirle que Maisie estaba en el taller, que se ocupara de ella mientras yo me iba con Eilidh. Y nos fuimos, con las sirenas sonando, rompiendo el aire gélido a nuestro alrededor, asustando a todo Glen Avich, que salía de sus casas y de sus tiendas o miraba desde las ventanas preguntándose qué había sucedido y a quién.

Cuando llegamos al hospital, se la llevaron y no pude verla durante un buen rato. Me sugirieron que me fuera a casa, que no era un familiar, que debía ir con mi hija. Dije que no.

Telefoneé a Peggy y la oí llorar.

No era capaz de recordar el teléfono de Morag, así que llamé a mi casa, pues estaba seguro de que mi vecina habría llevado a Maisie a casa, pues mi hija le habría dicho dónde guardaba un juego de llaves adicional, junto a la mata de romero que había al lado de la puerta. Me dijo que no tenía que preocuparme por nada, que Maisie estaba un poco inquieta pero bien, que le daría la cena y que me esperaría en casa hasta que yo regresara.

Llamé a Shona, me dijo que vendría inmediatamente.

Recibí una llamada en el teléfono móvil de un número desconocido. Era la madre de Eilidh. Peggy debía de haberla avisado.

Le conté que no sabía cómo estaba su hija, que no me habían dicho nada, que lo único que habían hecho era quitárseme de encima sin más, pero no me escuchaba e insistía en cómo era posible que no supiera nada. Estaba allí, tenía que preguntar, debía hacer «algo».

—Vamos para allá —dijo, y entonces colgó.

Permanecí sentado varias horas, sosteniendo una taza de café que no me tomé. Había empezado a nevar otra vez. Me quedé mirando la farola que se alzaba frente a la ventana, casi hipnotizado por el baile de los copos de nieve bajo la luz anaranjada, rodeada por la oscuridad.

Entonces se acercó una doctora y dijo que tendrían que operar a Eilidh, que el resultado era algo incierto. ¿Era yo un pariente cercano? ¿Había avisado a la familia?

Sus palabras me parecieron poco claras y el corazón dejó de latirme, dejé de respirar, me quedé en una realidad suspendida como si fuera yo el que estuviera en cuidados intensivos y entonces pensé, por favor, Dios, por favor, por favor, sálvala.

Elizabeth

Así que eso es lo que trataban de decirme, las señales que había estado percibiendo durante un rato. Era lo que me temía, igual que el viento anuncia la llegada de la tormenta, cuando el aire está lleno de electricidad y no sabes dónde caerá el rayo.

He tratado de echar un ojo a todo el mundo, a toda mi gente aquí, en Glen Avich, temiéndome que le tocaría a alguno. Y resulta que ha sido Eilidh.

Estaba flotando por encima del lago, en esa esquina rocosa donde tanto me gusta estar, cuando sentí que algo me presionaba hacia dentro, una fuerza terrible que se debatía dentro de mí, haciéndome pedazos y luego uniéndolos.

Los seres humanos son solitarios, entidades independientes con cuerpos autónomos; los fantasmas formamos parte de todo. Me quedé quieta un instante, agitada, y oí a Jamie llamando y me acerqué a él. Fue entonces cuando vi a Eilidh tirada en la calle.

Sabía que estaba viva, pues de lo contrario habría visto a su fantasma junto a ella, sorprendido, asustado, al verse separado del cuerpo. Me arrodillé a su lado y le puse la mano en la frente.

Tenía los ojos abiertos y me vio. Durante un segundo, pudo verme. No me sorprendió, ya sé que a veces pueden vernos, especialmente los niños pequeños. Maisie lo hace a veces y en ocasiones incluso puedo hablar con ella.

Nos miramos durante un instante, mientras mantenía la mano posada en su frente, tratando de traspasarle parte de mi energía, para mantenerla fuerte. Entonces cerró los ojos y se quedó inconsciente.

Tuve que hacer un esfuerzo enorme para ir al hospital y sentarme allí con todos. Los fantasmas están ligados al lugar donde vivieron o donde murieron, así que ir a otra parte supone para ellos un gasto enorme de energía y mucha concentración. Casi resulta imposible.

Me senté con Jamie, con el corazón dolorido por el miedo y la compasión. La paz que sentimos cuando morimos, esa sensación de estar libres y de serenidad, en realidad nunca nos deja pero, aún así, todavía podemos sentir preocupación, dolor y miedo, aunque de alguna manera lo hacemos con más tranquilidad que cuando estábamos vivos, como si el límite entre ambas cosas hubiera sido eliminado.

Después de un rato, apareció el fantasma de Eilidh. Flotando en una pared lejana, tocando el techo con la nuca. Parecía aterrorizada. Abrí la boca para decir algo y traté de llegar hasta ella, pero no lo hice a tiempo porque, tan pronto como apareció, desapareció.

Su cuerpo era fuerte, luchaba duro para recuperarse, para mantener a su alma junto a él. Quería vivir.

Decidí marcharme e ir a ver a Maisie, así que me trasladé hasta su habitación, donde dormía en la cama, con su lámpara mágica formando bonitas siluetas danzantes en las paredes y en el techo.

Me senté en su cama y le toqué la frente, igual que había hecho con Eilidh. Estaba profundamente dormida y no se despertó. Yo estaba agotada del viaje hasta el hospital y me perdí en las siluetas luminosas durante un rato, mirándola dormir, hasta que oí las llaves en la puerta. Jamie había vuelto.

Entró en casa, pálido, agotado. Morag estaba dormida en el sofá, bendita sea, y se despertó de repente.

—Disculpa, Morag, no quería despertarte.

—Déjate de disculpas, no seas tonto, solo estaba un poco traspuesta.

—¿Maisie?

—Durmiendo como un ángel, Jamie, no tienes que preocuparte por eso, ella está bien. ¿Alguna novedad?

—Nada. Sigue dormida.

—Pobrecilla. Ven aquí, te ayudaré a quitarte el abrigo...

Morag es madre de cuatro hijos y abuela de diez nietos, sabe muy bien cómo cuidar de alguien que se ha llevado un buen susto. En tan solo diez minutos, Jamie estaba en el sofá con una taza de té en una mano, un trozo de tostada en la otra y había reavivado el fuego.

—Tal vez deberías intentar dormir un poco... Son las cinco de la mañana, todavía te quedan un par de horas...

—No estoy muy seguro de que pueda hacerlo. Lo intentaré.

Con Morag ya fuera de casa y Jamie de camino al piso de arriba, no pude resistirme. Tenía que decirle que no estaba solo. Moví un poco las cortinas, nuestra señal secreta. Sabía que se daría cuenta.

Y se la dio. Se detuvo un instante, miró hacia el otro lado de la estancia y luego subió arriba para tratar de dormir un poco.

Buceé por el mar de almas, por el mar de la consciencia que flota en la mía, hasta que encontré la de Eilidh y me quedé con ella, mientras dormía, contándole historias como hubiera hecho con una niña pequeña, hablándole de cuando Jamie y Shona eran niños y de todas las cosas que solíamos hacer, aliviando su mente asustada hasta que me pareció que se tranquilizaba, se relajaba y se sumía en un sueño que no era el de la muerte.