Capítulo 18

LAS CLASES DE BALLET

Eilidh

Las dichosas clases de ballet se habían convertido en una cruz. Aquella mujer me estuvo haciendo preguntas, una y otra vez. Cuatro veces por semana. Tenía que hacerla callar.

—Jamie, ¿tienes un minuto?

—Naturalmente. ¿Té?

—Sí.

—¿Te quedas a cenar? —Una vocecita llegó desde detrás del sofá. Maisie había construido un escondite con una sábana colocada entre una silla y el respaldo del sofá y lo había llenado de cojines, además de meter allí su casita rosa y sus ponis.

—No, cielo, solo me quedo a tomar el té, no a cenar —le dije.

Vi a Jamie abriendo la boca para decir algo. Quizá trataba de reiterar lo que yo acababa de responder. Lo que estaba claro era que no quería pasar más tiempo conmigo, después de aquella noche horrible.

—Oh, de acuerdo —dijo.

Empezamos a dar vueltas alrededor del hervidor hasta que el té estuvo listo, después, nos sentamos en el sofá. Maisie se había organizado una fiesta particular con sus ponis.

—¿Más té, Maisie? Sí, gracias, Pinky. Tomaré una tostada con mermelada y patatas fritas y palomitas de maíz, gracias.

—De acuerdo. ¿Qué pasa? —preguntó él. Parecía cansado, estaba pálido y tenía la barba de un día. Había estado muy ocupado, incluso más desde la inauguración.

—Bueno, una madre del colegio me está acosando. Dice que todas las niñas salvo dos van a las clases de ballet los sábados por la mañana, una de esas niñas es Maisie. Dice que se lo está perdiendo, que debería llevarla. Pero sé que a vosotros dos os gusta pasar ese tiempo en familia y no estoy segura de que te agrade la idea de perderte eso.

—No me había enterado de que hubiera clases de ballet... No puedo pedirte que, además, lleves a la niña. Lo haré yo. Aunque será una lata. —Sonrió, con un destello en sus ojos.

—Lo será. Yo que tú, tendría cuidado, debe de ser un reducto de la «mamimafia».

Se rió, con una risa abierta y profunda.

—¿La «mamimafia»?

—Puede que no lo hayas notado. Los hombres ni se enteran de estas cosas.

—Tiene gracia que digas eso. Shona me comentó lo mismo el fin de semana pasado. Sobre algo distinto.

—Shona tenía razón. En cualquier caso, no te preocupes por esas mamás cotillas. Les encantarás. ¡Revolotearán todas a tu alrededor, Jamie!

Volví los ojos.

—Pues claro —dijo, guiñándome un ojo, y ambos nos reímos con la mueca.

Era estupendo hablar así con él, sin... malentendidos.

—No obstante, no me importaría llevarla. No sería un problema. ¡Estará preciosa con su ropa de ballet!

—Entonces ven con nosotros —dijo él, mirándome a los ojos.

Dudé.

—Mira, ya sé que no te sientes... Ya sé que no quieres...

Empezó a hablar con torpeza, y a sonrojarse. Quería rescatarle, nada más.

—Está bien, de verdad...

—Lo que quiero decir es que podemos ser amigos. Como lo éramos cuando niños. Quiero... Quiero que formes parte de mi vida. Incluso aunque no sea del modo en que me gustaría... Aun así, quiero que formes parte de ella.

—¿Qué hay de cena? —gritó Maisie desde su escondite. Ambos nos sobresaltamos.

—Lo siento, no he podido cocinar para vosotros hoy... ¡Me temo que no hay nada de cena! —dije, agradecida por la interrupción. Nos estábamos adentrando en un terreno peligroso.

—No hay problema, de verdad, no tienes que hacerlo.

—Pero quiero hacerlo. Me gusta cocinar. Es solo que hoy... —empecé a decir, encogiéndome de hombros.

—Oh, sé lo que quieres decir: no hay nada en la despensa. —Sonrió—. He estado tan ocupado con la inauguración y con los pedidos que han llegado después...

—No te preocupes, mañana traeré algunas provisiones de la tienda.

—No quiero causarte más molestias.

—No es molestia, de verdad.

—Gracias. Siempre dejo aquí algún dinero, llévate el que te haga falta.

Él se estiró para alcanzar una pequeña caja de galletas de la estantería.

—¡Papá! ¡Tengo hambre! —La parte de arriba de una cabecita rubia apareció de detrás del sofá, seguida de una carita.

—¿Comida china?

—¡Chico malo! —exclamé sonriente.

Se rió.

—Resuelto entonces. Veamos, a ver dónde está ese menú... —Jamie se puso a buscar en el cajón de la cocina.

—Por cierto, hace mucho que no sé nada de Shona. Le escribí para preguntarle cuál era su opinión sobre las clases de ballet, ya sabes, para tener la opinión de una madre. Espero que no te importe.

—Claro que no, ella es la autoridad oficial en lo que se refiere a asuntos de chicas —repuso, sacando del cajón un montón de menús y folletos—. Tiene que estar por aquí...

—La cuestión es que me dijo que me llamaría y no lo ha hecho. No es propio de ella, y menos cuando se trata de algo relativo a Maisie. ¿Sabes qué le pasa?

—Bien... No estoy seguro. Creo que... Creo que debe de tener algunos asuntos de los que ocuparse ahora mismo...

—Ya veo. —Jamie lo sabía, pero no quería decírmelo—. Bien, dile que sigo aquí para lo que sea, si necesita hablar o que le eche una mano en algo...

—Lo haré. Aquí está. El único Palacio Dorado de Glen Avich. ¿Qué te apetece?

Shona

Aquí estoy, de pie frente al espejo con mi sujetador y bragas de Marks. Inconfundibles, los signos del embarazo. Los pechos más grandes, para empezar, llenos de venillas y morados y un poco doloridos. El cabello brillante, la piel sudorosa y esas sombras azuladas bajo los ojos debidas al cansancio, a las nauseas matutinas o a la falta de sueño, o a todas esas cosas a la vez.

Y la hinchazón, la pequeña hinchazón que no es muy real, no es todavía una barriga, pero ya se ve demasiado grande, demasiado tensa y sólida como para ser únicamente el resultado de haberse comido un montón de pasteles de crema.

La primera vez que me quedé embarazada fue como si un tren me hubiera pasado por encima. Siempre estaba mareada, no era capaz de ponerme en pie, no podía dormir, ni siquiera pensar. Me había quedado sin cerebro. Para ser sincera, fue un infierno, tanto que tenía que recordarme una y otra vez por qué estaba pasando por todo aquello, que al final había un premio. Las hormonas me convirtieron un alguien un poco malhumorado, triste e increíblemente irritable. ¡Me muero de vergüenza cada vez que pienso en la vez que me enfurecí con un gerente de una tienda de Kinnear porque no me estaban empaquetando suficientemente rápido los alimentos congelados que acababa de comprar!

Yo, que suelo ser tan tranquila y súper educada.

Shona, que había sido educada para no comportarse nunca, nunca de manera grosera.

Y peor fue cuando le estuve gritando a Fraser durante dos horas, todo el camino a Borders mientras íbamos de vacaciones. El pobre hombre debió de temer por su vida, dos semanas metido en una casa de campo en medio de la nada con una mujer que parecía una posesa.

Me puse un poco más contenta cuando remitió el mareo matutino y pude comer otra vez. Recuperé el color de las mejillas. Entonces llegó la primera patada. Nunca olvidaré esa sensación: como un revoloteo de una mariposa o una pompa de jabón que estallase dentro de mí. Esa fue la primera vez que sentí que ella estaba ahí, mi hija, que estábamos juntas. Empecé a hablarle y sabía cuándo estaba durmiendo, cuándo le apetecía hacer ejercicio, cuándo no se sentía a gusto y quería que me moviese. Me contaba todo eso, con patadas y movimientos y... bien, con telepatía. Lo sé, no se trata de telepatía en un sentido literal, es solo que ella parecía hablarme sin palabras. En cualquier caso, del modo que lo hiciera, yo lo sabía.

El parto fue... ¿Cómo explicarlo? Bueno, cuando se trata del primero y hablas con mujeres que ya han pasado por ello, te dicen algo así: «Sí, el parto es un poco duro, pero te olvidas de todo y al final tienes a tu precioso bebé...».

Menudo montón de mentiras. No es «un poco» duro y no te olvidas: esa afirmación no es más que una conspiración femenina para preservar la raza humana. El parto es un infierno. Fue un día y medio de agonía pura y dura, sin fin, y no lo he olvidado. Ni tampoco Fraser, que acabó con una mano destrozada —a la que yo me estaba aferrando para salvar la vida— y le dolió todavía unos días más. Él trataba de liberarla, pero yo no le dejé.

—Cariño, podrías... podrías soltarme la mano solo un segundo de nada... ¡Ay!

—¿Te parece que eso es dolor? —le grité—. ¡NO TIENES NI IDEA DE LO QUE ES EL DOLOR! DESGRACIADO...

—¡AAAAYYYY!

Lo divertido del asunto es que, cuando alguna amiga mía que esperaba su primer hijo me preguntaba por el parto, ¿sabéis lo que le decía?: «Bueno, es un poco duro, pero luego te olvidas y al final tienes a tu precioso bebé...» y así sigue la conspiración femenina, y por eso la raza humana no llega a su fin. Y a pesar de que no olvidé el dolor, el resultado fue tan maravilloso, tan increíblemente feliz, que no pude esperar para repetir la experiencia.

Alison Elizabeth Boyd era preciosa, tan pequeñita, arrugadita y suave, con los ojos que parecían dos estanques oscuros con un aire de otro mundo.

Me enamoré de ella desde el momento en que supe que estaba embarazada y volví a enamorarme otra vez cuando empezó a moverse. Pero cuando nació, fue distinto. Fue como una oleada del amor más intenso que jamás en la vida había experimentado. Era un tsunami, de verdad. Me dejó sin respiración. La abracé y no la solté hasta que por lo menos habían pasado seis meses.

—No sabía lo que era el amor hasta que naciste —susurré a su oído una noche cuando estábamos a solas, con lágrimas de emoción cayéndome por las mejillas. Son momentos de los que nunca, jamás, le hablas a nadie. Igual que cuando solía quitarle el pijama entero, el jersey y el pañal, y la dejaba patalear sobre una toalla en nuestra cama, solo para disfrutar de ver su cuerpecito rosado, suave y perfecto, y sentir que si me moría ahí en ese mismo instante, todo habría valido la pena aunque solo hubiera sido por vivir aquel momento.

Fue la dicha. Y el miedo. Tenía todos los radares alerta, atentos a cualquier peligro. Cuando la tenía en brazos, su delicada cabecita podía golpearse con algo. Durante los primeros días, me quedaba helada cada vez que traspasaba una puerta. El agua del baño podría estar demasiado fría o demasiado caliente. Podía arañarla sin querer al cambiarle el pañal, con esos adhesivos tan fuertes que les ponen a los pañales. Y lo peor de todo, podía dejar de respirar mientras dormía. El mundo que nos rodeaba estaba lleno de peligros y sentía una necesidad acuciante, física, de protegerla. Me sentía tan protectora que podría haber hasta rugido.

Me costó un par de años relajarme un poco y, para entonces, ya estaba otra vez embarazada, de Lucy. Mis sentimientos por ella no fueron menos intensos, aunque sí completamente distintos. Mucho menos dolorosos, sentía mucho menos miedo. Lucy entró en nuestra familia sin molestar; un bebé feliz y tranquilo que comía y dormía y casi nunca lloraba, y a Alison le encantó tener una hermana.

Unos años después llegó Kirsty, el bebé de la familia. Supongo que debería haberme traído sin cuidado todo aquello por aquel entonces, pero Kirsty me hizo volar, con su pelo negro, como el de mi padre y el de Jamie, y su dulzura, su absoluto... estilo Kirsty. Y eso fue todo. Nuestra familia estaba completa.

Entonces llegaste tú.

Los formularios de admisión y los folletos de la universidad han ido a parar al contenedor del reciclado del papel, mientras tú sigues creciendo, silenciosamente, esperando aterrizar aquí y poner mi vida patas arriba.

Estoy asustada. Temo que un bebé que llega así, sin esperarlo, por sorpresa, acabe siendo... menos querido. Y no puedo soportar querer a alguno de mis bebés menos que a los demás. No puedo soportar la idea de no quedarme admirada por todas las cosas que harás, tu primer paso o tu primera palabra, como lo hice con las niñas.

Tengo miedo de no quererte tanto, de una manera tan natural y tan fácilmente como quiero a tus hermanas. Jamie cree que eso es imposible. Así es tu tío Jamie, te gustará, es estupendo. En cuanto a tu padre, bien, todavía no lo sabe.

Tus hermanas no están, dormirán fuera, y he preparado una cena muy rica para tu padre y para mí, para que podamos pasar un rato tranquilo y charlar. Y tú, claro. Oh, ahí está.

La llave gira en la cerradura de la puerta, oigo sus pasos escaleras arriba. Entra y me mira, estoy de pie en ropa interior.

—Hola... disculpa, todavía no me he vestido...

—Oh, Dios...

—¿Qué?

—Oh, Dios...

—¿QUÉ?

—¡Estás embarazada!

Se ha quedado ahí, de pie, con la boca abierta. Por amor de Dios, ¡Di algo!

—¿Cómo... cómo ha sucedido?

Oh, Dios. No está contento.

—¿A ti qué te parece?

—Sí, bien, ya sé pero... te estabas tomando la píldora... oh, ¡a quién le importa eso! —exclama y luego sonríe, y me abraza, me acaricia el pelo y me dice, su voz pegada a mi cuello—: Te quiero.

De repente, todos mis temores desaparecen y sé que te querré, mi querido, pequeño y no nacido hijo, tanto como a los demás. Pero no como a los demás. Tú recibirás un tipo de amor especial, como todos, ese que solo tú y yo compartimos.

Pero, por favor, por favor, saltémonos eso de las nauseas matutinas esta vez.