5

La chica del mostrador de Air France tenía acento francés.

—¿Señor Dortmunder? —preguntó—. Sí, tengo un mensaje para usted. —Le dio un sobrecito.

—Gracias —contestó Dortmunder.

Él y Greenwood se alejaron del mostrador. Murch estaba fuera, aparcando el coche. Dortmunder abrió el sobre. Dentro había un papelito donde se leía en letras garabateadas: «Puerta de Oro».

Dortmunder le dio la vuelta al papel; por el otro lado estaba en blanco. Le dio la vuelta de nuevo y dijo:

—Puerta de Oro. Nada más, sólo Puerta de Oro. Lo que faltaba.

—Espera un minuto —contestó Greenwood, y se dirigió hacia la primera azafata que pasaba, una rubia bonita de pelo corto con uniforme azul oscuro—. Disculpe, ¿quiere casarse conmigo?

—Me encantaría —respondió ella—, pero mi avión sale dentro de veinte minutos.

—Cuando vuelva —dijo Greenwood—. Mientras tanto, ¿podría decirme qué es y dónde está la Puerta de Oro?

—Es el restaurante del edificio de las llegadas internacionales.

—Estupendo. ¿Cuándo podemos comer ahí?

—La próxima vez que usted esté en la ciudad.

—Magnífico. ¿Cuándo puede ser?

—¿Usted no lo sabe?

—Todavía no. ¿Cuándo vuelve usted?

—El lunes —contestó ella sonriendo—. Llegamos a las tres y treinta de la tarde.

—Una hora perfecta para almorzar. ¿Podemos encontrarnos a las cuatro?

—Digamos a las cuatro y media.

—El lunes a las cuatro y media en la Puerta de Oro. Reservaré la mesa inmediatamente. A nombre de Grofield —dijo, dando su más reciente apellido.

—Allí estaré —aseguró ella. Tenía una bonita sonrisa y bonitos dientes.

—Nos vemos, entonces —dijo Greenwood, y volvió junto a Dortmunder—. Es un restaurante en el edificio de las llegadas internacionales.

—Vamos.

Al salir se encontraron con Murch. Lo pusieron al corriente, preguntaron a un empleado cuál era el edificio de las llegadas internacionales y cogieron un bus.

La Puerta de Oro estaba arriba, al final de una larga y ancha escalera mecánica. Al pie de ella estaba Kelp. Dortmunder y los otros dos se le acercaron y Kelp dijo:

—Están allá arriba, llenándose la barriga.

—Cogerán el vuelo de Air France a las siete y cuarto para París —respondió Dortmunder.

Kelp se quedó mirándolo.

—¿Cómo lo supiste?

—Telepatía —contestó Greenwood—. Mi truco es ése, puedo adivinar tu peso.

—Subamos —dijo Dortmunder.

—No voy vestido para entrar en un lugar así —repuso Murch. Llevaba una cazadora de cuero y pantalones de trabajo, mientras que los otros vestían traje o chaqueta deportiva y corbata.

—¿Hay otra manera de bajar de ahí? —preguntó Dortmunder a Kelp.

—Quizá. Éste es el único acceso para el público.

—Bien, Murch, quédate aquí abajo, por si se nos escapan a nosotros. Si lo hacen síguelos, pero no intentes nada. Kelp, ¿Chefwick sigue en la cabina telefónica?

—No, dijo que se iba al O. J. Podemos dejarle aviso allí.

—Bien. Murch, si alguien baja y tú lo sigues, déjanos el recado en el O. J. lo más rápido que puedas.

—Está bien.

Los otros tres subieron escaleras arriba y llegaron a una alfombra oscura, en una oscura superficie abierta. El mostrador del maître y una hilera de plantas artificiales separaban ese recinto del salón comedor principal. El maître en persona, con un acento francés menos encantador que el de la chica de Air France, se acercó y les preguntó cuántos eran. Dortmunder contestó:

—Vamos a esperar a los que faltan, antes de entrar.

—Muy bien, señor. —El maître se inclinó y se fue.

Kelp dijo:

—Allí están.

Dortmunder miró por entre las hojas de plástico. El comedor era amplio y estaba casi vacío. En una mesa, no demasiado lejos y junto a una ventana, estaban sentados el mayor, Prosker y tres robustos muchachos negros. Comían con mucha parsimonia: eran poco más de las cinco y tenían más de dos horas libres antes de su vuelo.

Kelp dijo:

—No me gusta atraparlos aquí. Demasiado público y demasiado cerrado.

—De acuerdo —convino Dortmunder—. Los esperaremos abajo. —Dio la vuelta y se puso en marcha.

—Enseguida estoy con vosotros —dijo Greenwood—. Asunto privado.

Dortmunder y Kelp siguieron caminando y un minuto después Greenwood se les unió. Se encontraron con Murch y los cuatro se distribuyeron por la sala de espera, con los ojos fijos en la escalera mecánica de la Puerta de Oro.

Eran casi las seis y la tarde se había convertido en noche fuera dé las ventanas de la terminal cuando el mayor, Prosker y los muchachos negros, por fin, bajaron. Dortmunder se puso en pie y se dirigió hacia ellos. Cuando lo vieron y se quedaron mirándolo, atónitos, se le dibujó una gran sonrisa en el rostro, extendió las manos y avanzó rápidamente, exclamando:

—¡Mayor! ¡Qué sorpresa! ¡Qué agradable volver a verle de nuevo!

Tomó la inerte mano del mayor y la sacudió como si fuera una bomba de agua. Manteniendo la amplia sonrisa, dijo en voz baja:

—Los demás están por aquí. Si no quiere que le disparemos, quédese quieto.

Prosker echó una mirada alrededor y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Allí están!

—Dortmunder —dijo el mayor—. Creo que podemos hablar de esto.

—Tiene toda la razón, coño, claro que podemos —respondió Dortmunder—. Nosotros dos solos. Nada de abogados, nada de guardaespaldas.

—¿No se pondrá… violento?

—Yo no, mayor —contestó Dortmunder—. Pero los demás, no sé. Greenwood mataría primero a Prosker, y es natural; pero creo que Kelp empezaría primero por usted.

—No se atreverán a hacer algo así en un lugar repleto de gente, como éste —dijo Prosker.

—Un lugar perfecto para eso —aseguró Dortmunder—. Tiros. Pánico. Nosotros entremezclados con la gente. El lugar más fácil del mundo para esconderse es entre la multitud.

—Prosker, no lo obligue a demostrarnos si es capaz de hacerlo —indicó el mayor.

—Sí, y lo es, ¡mierda! —exclamó Prosker—. Muy bien, Dortmunder, ¿qué quiere? ¿Más dinero?

—No podemos pagar ciento setenta y cinco mil —dijo el mayor—. Es sencillamente imposible.

—Doscientos mil —le recordó Dortmunder—. El precio subió con el tercer trabajo. Pero no quiero hablar delante de toda esta gente. Vamos.

—¿Vamos? ¿Adónde?

—Sólo vamos a hablar —respondió Dortmunder—. Esta gente puede quedarse aquí y mi gente puede quedarse donde está. Usted y yo nos iremos por aquí y hablaremos. Vamos.

El mayor se mostraba muy reacio, pero Dortmunder insistió y empezó a moverse. Dortmunder, por encima del hombro, les dijo a los demás:

—Ustedes se quedan aquí, y no se les ocurra provocar ningún pánico póstumo.

Dortmunder y el mayor se alejaron por la galería que daba a la aduana, flanqueada a un lado por tiendas libres de impuestos y al otro por una barandilla desde donde la gente podía mirar abajo y ver a sus parientes que volvían de viaje o cómo humillaban a los visitantes extranjeros.

—Dortmunder, Talabwo es un país pobre —explicó el mayor—. Le puedo dar algún dinero más, pero no doscientos mil dólares. Tal vez cincuenta, otros diez mil por cabeza. Pero no nos podemos permitir el lujo de pagar nada más.

—Así que usted planeó esta traición desde el principio —dijo Dortmunder.

—No quiero mentirle —contestó el mayor.

Atrás, en la sala de espera, Prosker les decía a los tres negros:

—Si corremos en cuatro direcciones distintas no se atreverán a tirar.

—No queremos morir —repuso uno de los negros, y los otros asintieron.

—¡No se atreverán a disparar, coño! —insistió Prosker—. ¿No saben qué hará Dortmunder? ¡Le quitará el diamante al mayor!

Los muchachos negros se miraron.

—Si no ayudan al mayor y Dortmunder le quita el diamante, recibirán algo peor que un tiro, y ustedes lo saben.

Los muchachos parecían preocupados.

—Contaré hasta tres —ordenó Prosker—, y a la de tres salgan corriendo en diferentes direcciones. Den unas vueltas y diríjanse a donde están Dortmunder y el mayor. Yo correré hacia atrás, usted derecho hacia adelante, usted hacia la izquierda y usted hacia la derecha. ¿Preparados?

No les gustaba hacerlo, pero pensar en el mal humor del mayor era todavía peor. Asintieron de mala gana.

—Uno —dijo Prosker. Podía ver a Greenwood sentado detrás de un ejemplar del Daily News—. Dos. —En otra dirección, podía ver a Kelp—. Tres. —Y echó a correr. Los muchachos negros se quedaron quietos durante un segundo o dos, y también empezaron a correr.

Ver gente que corre en un aeropuerto no llama demasiado la atención, pero esos cuatro habían empezado a hacerlo tan de repente que una docena de personas se quedaron mirándolos con sorpresa. Kelp, Greenwood y Murch también los miraron, y también echaron a correr.

Mientras tanto, Dortmunder y el mayor seguían caminando por el corredor. Dortmunder trataba de encontrar un lugar tranquilo donde poder aliviar al mayor del peso del diamante y el mayor se explayaba sobre la pobreza de Talabwo, sus remordimientos por haber intentado engañar a Dortmunder y su deseo de repararlo lo mejor posible.

Una voz distante gritó:

—¡Dortmunder! —Reconociendo la voz de Kelp, Dortmunder se volvió y vio a dos de los muchachos negros que corrían en su dirección, empujando a los mirones a izquierda y derecha.

El mayor intentó unirse al grupo de rescate, pero Dortmunder lo agarró por el codo y lo dejó clavado donde estaba. Miró a su alrededor; justo enfrente de ellos había una dorada puerta cerrada, con un «Prohibida la entrada» escrito en letras negras. Dortmunder empujó la puerta, empujó al mayor y lo siguió. Se encontraron al principio de una escalera mugrienta y gris.

—Dortmunder, le doy mi palabra… —dijo el mayor.

—No quiero su palabra, quiero esa piedra.

—¿Cree que la llevo encima?

—Eso es exactamente lo que usted haría con ella, no se apartaría de ella hasta encontrarse a salvo en su casa —Dortmunder sacó el revólver de Greenwood y lo hundió en el estómago del mayor—. Tardaremos más si tengo que buscársela yo.

—Dortmunder…

—¡Cállese y deme el diamante! ¡No tengo tiempo para mentiras!

El mayor miró la cara de Dortmunder, a pocos centímetros de la suya, y murmuró:

—Le pagaré todo el dinero, yo…

—¡Usted morirá, joder! ¡Deme el diamante!

—¡Está bien, está bien! —contestó el mayor, balbuceando ante la urgencia de Dortmunder—. Guárdelo —dijo, y sacó del bolsillo de la chaqueta el estuche de terciopelo negro—; me pondré en contacto con usted, conseguiré el dinero para pagarle.

Dortmunder le arrebató el estuche, dio un paso atrás, lo abrió y echó un vistazo al interior. El diamante estaba allí. Levantó la mirada: el mayor saltaba sobre él. Al saltar se hundió aún más contra el cañón del revólver y cayó hacia atrás, aturdido.

Se abrió la puerta y uno de los muchachos negros entró. Dortmunder le dio un golpe en el estómago, recordando que acababa de comer; el guardaespaldas exclamó:

—¡Fuf! —Y se dobló en dos.

Pero el otro estaba tras él, y el tercero no debía de andar lejos. Dortmunder se volvió con el diamante en una mano y el revólver en la otra, y corrió escaleras abajo.

Oyó que lo seguían, oyó gritar al mayor. La primera puerta que se encontró estaba cerrada con llave; la segunda lo condujo al exterior, en medio de la desapacible oscuridad de una tarde de octubre.

Pero ¿dónde estaba? Dortmunder tropezó en la oscuridad, dobló por una esquina, y la noche se llenó de aviones.

Había atravesado el espejo; había franqueado esa barrera invisible que cierra el paso a las personas no autorizadas. Estaba en la zona de los aviones, entre haces de brillante luz rodeados por la oscuridad, puntuada por las hileras de luces azules o ambarinas de pistas de aterrizaje, las zonas para taxis y las zonas de carga.

Los muchachos negros seguían tras él. Dortmunder miró a la derecha. Los pasajeros estaban desembarcando de un avión de SAS. ¿Unirse a ellos? Les parecería algo raro a los encargados de la aduana; un hombre sin pasaporte, sin billete, sin equipaje. Fue en otra dirección. Allí sólo había oscuridad y se internó en ella.

Los quince minutos siguientes fueron aún más agitados para Dortmunder. Siguió corriendo, con los tres negros a la zaga. Continuaba en la zona reservada a los aviones, corriendo ya sobre el césped, ya por una pista, ya sobre la grava, saltando por encima de las luces señalizadoras, tratando de no recortar demasiado su silueta contra las luces de las pistas brillantemente iluminadas y de no meterse debajo de ningún 707 que pasara por allí.

De cuando en cuando, veía la zona de atención al público del aeropuerto, su zona, al otro lado de la barrera, o la esquina de un edificio, con la gente que caminaba y los taxis que pasaban. Pero cada vez que intentaba correr en esa dirección, los negros hacían un ángulo para cortarle el paso, manteniéndolo dentro del área más despejada y abierta.

Cada vez se alejaba más de las luces brillantes y de los edificios, de toda conexión con la zona destinada a los usuarios del aeropuerto. Las pistas estaban justo frente a él, con largas filas de aviones en espera de su turno para despegar. Un reactor Olympia iba a despegar, seguido por un bimotor Mohawk, seguido por un Lear con cantantes pop, seguido por un antiguo Ercoupe de dos asientos, seguido por un 707 de Lufthansa, los gigantes y los enanos, unos después de otros, aguardando obedientes su turno, sin que los mayores empujaran a los más pequeños fuera del camino. Eso lo hacían por ellos desde la torre de control.

Uno de los aviones en espera era un Waco Vela construido en Italia y montado en Estados Unidos, un cinco plazas con un solo motor Franloin de factura norteamericana. A los mandos se sentaba un vendedor de calculadoras llamado Firgus; su amigo Bullock dormía, tumbado en el asiento trasero. Delante de él, un reactor de la TWA maniobraba para colocarse al principio de la pista; roncó y vibró durante unos segundos y comenzó a despegar, como si fuera Sidney Greenstreet jugando al baloncesto. Por fin alcanzó altura y voló, elegante y bello.

Firgus adelantó un poco su pequeño avión y giró hacia la derecha. Ahora la pista entera se extendía frente a él. Firgus estaba sentado, mirando los controles, esperando que la torre le diera la señal de partida y arrepintiéndose del chop-suey que había comido en el almuerzo; de repente la puerta de la derecha se abrió y entró un hombre con un revólver.

Firgus se quedó mirándolo, atónito.

—¿A La Habana? —preguntó.

—Me conformo con salir volando —contestó Dortmunder; miró por la ventana lateral y vio a los tres muchachos negros que se acercaban corriendo.

—Bien, N733W —sonó una voz desde la torre en los auriculares de Firgus—. Listo para despegar.

—¡Uy! —exclamó Firgus. Dortmunder lo miró.

—No haga ninguna estupidez —sugirió—. Despegue.

—Sí —dijo Firgus. Por suerte conocía muy bien ese avión y podía pilotarlo mientras pensaba en otra cosa. Puso el Vela en camino, y éste empezó a correr por la pista. Los negros se detuvieron, jadeantes, y el Vela se elevó de repente en el aire.

—Bien —asintió Dortmunder.

Firgus lo miró.

—Si me dispara —dijo Firgus—, nos estrellamos, y usted también morirá.

—No voy a disparar contra nadie —respondió Dortmunder.

—Pero no podemos llegar a Cuba. Con la gasolina que tengo no llegaríamos mucho más allá de Washington.

—No quiero ir a Cuba. Tampoco quiero ir a Washington.

—Entonces, ¿adónde quiere ir? Espero que no quiera cruzar el océano, es demasiado lejos.

—¿Adónde va usted?

Firgus no entendía nada.

—Bueno…, a Pittsburgh, en realidad.

—Pues coja esa ruta.

—¿Quiere ir a Pittsburgh?

—Haga lo que tenía pensado hacer. No se preocupe por mí.

—Muy bien —dijo Firgus.

Dortmunder miró al hombre que dormía atrás, luego, por la ventana, vio las luces que pasaban de largo en la oscuridad. Ya estaban fuera del aeropuerto. El Diamante Balabomo estaba en el bolsillo de la chaqueta de Dortmunder. La situación parecía controlada.

Les llevó quince minutos sobrevolar Nueva York y llegar a New Jersey. Firgus permaneció callado durante todo ese tiempo. Pero cuando sobrevolaban las oscuras y tranquilas marismas de New Jersey, se relajó un poco y dijo:

—Muchacho, no sé cuál es su problema, pero la verdad es que me dio un susto bárbaro.

—Disculpe —contestó Dortmunder—. Estaba en apuros.

—Sí, supongo que sí. —Firgus echó una ojeada a Bullock, que seguía durmiendo—. Él sí que se llevará una sorpresa.

Pero Bullock seguía durmiendo. Pasó otro cuarto de hora. De pronto Dortmunder preguntó:

—¿Qué es eso, allá abajo?

—¿Qué?

—Esa especie de cinta pálida.

—¡Ah!, ésa es la Carretera Ochenta. Una de las nuevas superautopistas que están construyendo. Ese tramo todavía no está acabado. Y ya se han quedado viejas, ¿sabe? Lo que se impone ahora es la avioneta privada. Usted sabe…

—Parece terminada.

—¿Qué?

—Esa carretera, allá abajo. Parece terminada.

—Bueno, no está abierta todavía. —Firgus estaba irritado. Quería hablar de las maravillosas estadísticas de los aviones privados en Estados Unidos.

—Aterrice ahí —ordenó Dortmunder.

Firgus se quedó mirándolo.

—¿Que haga qué?

—Es lo bastante ancha para un avión como éste —dijo Dortmunder—. Aterrice ahí.

—¿Por qué?

—Para que pueda bajarme. No se preocupe; sigo sin tener intenciones de matarlo.

Firgus inclinó el avión para virar y giró sobre la clara cinta que se veía allí abajo, sobre el oscuro suelo.

—No sé —contestó vacilante—. No hay luces ni nada.

—Puede hacerlo. Usted es un buen piloto. Me doy cuenta de que lo es. —Dortmunder no sabía nada de vuelos.

Firgus se suavizó.

—Bueno, supongo que lo puedo posar ahí —dijo—. Es un poco difícil, pero no imposible.

—Bien.

Firgus dio dos vueltas más antes de intentarlo. Estaba claramente nervioso y su nerviosismo se le contagió a Dortmunder, que estuvo a punto de decirle que siguiera volando y que ya encontrarían algún sitio mejor. Pero por allí no había ningún sitio mejor. Dortmunder no podía permitir que Firgus aterrizara en un aeropuerto normal. Y por lo menos, allí abajo había una recta cinta de cemento, lo suficientemente ancha como para que el avión aterrizara.

Firgus lo hizo, y muy bien, una vez que reunió el coraje suficiente. Aterrizó suavemente, como una pluma; detuvo el Vela a los doscientos metros, y se volvió hacia Dortmunder con una amplia sonrisa.

—A esto le llamo volar —dijo.

—Yo también —convino Dortmunder.

Firgus miró otra vez a Bullock y murmuró:

—¡Coño! Ojalá se despertara. —Lo sacudió por el hombro—. ¡Despiértate!

—Si no le ve a usted no me va a creer ni una palabra. ¡Eh, Bullock! ¡Maldita sea, te estás perdiendo una aventura! —Golpeó el hombro de Bullock, un poco más fuerte que antes.

—Gracias por el viaje —dijo Dortmunder, y se bajó del avión.

—¡Bullock! —gritó Firgus, dándole golpes y puñetazos a su amigo—. Por el amor de Dios, ¿quieres despertarte?

Dortmunder comenzó a andar en medio de la oscuridad.

Bullock recuperó la consciencia gracias a una lluvia de manotazos, se sentó, bostezó, se restregó la cara, miró a su alrededor, parpadeó, frunció el ceño y preguntó:

—¿Dónde coño estamos?

—En la Carretera Ochenta de Jersey —le contestó Firgus—. Mira, ¿ves ese tipo? ¡Mira pronto, antes de que se pierda de vista!

—¿La Carretera Ochenta? ¡Estamos en un avión, Firgus!

—¿Quieres mirar?

—¿Qué coño hacemos en tierra? ¿Quieres provocar un accidente? ¿Qué estás haciendo en la Carretera Ochenta?

—Ya se perdió de vista —dijo Firgus, levantando las manos—. Te dije que miraras, pero no.

—Debes de estar borracho —respondió Bullock—. ¡Estás pilotando un avión por la Carretera Ochenta!

—¡No estoy pilotando un avión por la Carretera Ochenta!

—Bueno, entonces, ¿cómo coño le llamas a esto?

—¡Nos secuestraron, hostia! Un tipo se subió al avión con un revólver y…

—Si hubiéramos estado en el aire, no habría sucedido.

—¡Fue en el aeropuerto Kennedy! Un minuto antes de despegar, se subió al avión con un revólver y nos secuestró.

—Sí, claro que sí —asintió Bullock—. Y ahora estamos en La Habana, la maravillosa.

—No. Quería ir a New Jersey. Asaltó un avión para que lo llevara a New Jersey. ¿Y qué querías que hiciera? —aulló Firgus—. ¡Eso es lo que pasó!

—Uno de los dos está teniendo una pesadilla —aseguró Bullock—, y como tú llevas el control, espero que sea yo.

—Si te hubieras despertado a tiempo…

—Sí, bueno, despiértame cuando lleguemos a la laguna de Delaware. No quiero perderme la expresión de sus caras cuando el avión llegue a la cabina de peaje. —Bullock sacudió la cabeza y se volvió a acostar.

Firgus, vuelto a medias en su asiento, lo miraba furioso.

—Un tipo nos secuestró —afirmó, con la voz peligrosamente suave—. Así fue.

—Si vamos a volar a esta altura —dijo Bullock, con los ojos cerrados—, ¿por qué no paramos a comer y tomarnos un par de cafés?

—Cuando lleguemos a Pittsburgh —aseveró Firgus—, te romperé la cara. —Y puso la proa al frente, hizo girar el Vela, alzó el vuelo y viajó animado por la furia durante todo el trayecto hasta Pittsburgh.