5
—Nueva York es una ciudad muy solitaria, Linda —dijo Greenwood.
—Oh, sí —afirmó ella—. Ya lo sé, Alan. —Había conservado su nombre de pila, y su nuevo apellido empezaba también con G, lo cual era bastante seguro y muy conveniente.
Greenwood acomodó la almohada bajo su cabeza y abrazó con más fuerza a la chica que estaba junto a él.
—Cuando uno se encuentra con un alma comprensiva en una ciudad como ésta —dijo—, ya no quiere dejar que se vaya.
—Ah, te entiendo —respondió ella, acomodándose más contra él, con la mejilla apoyada sobre el pecho desnudo y las tibias mantas sobre los cuerpos de ambos.
—Por eso odio tener que salir esta noche —continuó él.
—Yo también lo odio.
—Pero ¿cómo podía saber que una preciosidad como tú iba a entrar hoy en mi vida? Y ahora es demasiado tarde para cambiar de planes. Tengo que ir, no hay más remedio.
Ella levantó la cabeza y estudió la cara de él. La chimenea artificial del rincón era el único punto de luz. Lo miró atentamente, bajo esa incierta luz rojiza.
—¿Estás seguro de que no se trata de otra chica? —Trató de hacer la pregunta en tono de broma, pero no le salió del todo bien.
Greenwood la tomó por la barbilla.
—No existe ninguna otra chica —aseguró—. En ningún lugar del mundo. —Y la besó suavemente en los labios.
—Quiero creerte, Alan —contestó ella. Parecía dulce, indefensa y anhelante.
—Ojalá pudiera decirte adónde voy —dijo—, pero no puedo. Lo único que te pido es que tengas confianza en mí. Estaré de vuelta en menos de una hora.
Ella sonrió, diciendo:
—No podrías hacer muchas cosas con otra chica en una hora, ¿no es cierto?
—No si quiero reservarme para ti —respondió Greenwood besándola otra vez.
Después del beso ella le murmuró al oído:
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que te vayas?
Por encima del hombro, Greenwood miró de soslayo el reloj de la mesita de noche, y dijo:
—Veinte minutos.
—Entonces hay tiempo —aseguró ella mordisqueándole la oreja— para estar doblemente segura de que no quieres olvidarte de mí.
—Mmmmmmm —murmuró él. El resultado fue que cuando sonó el despertador, un timbrazo largo, dos cortos, otro largo, veinte minutos después, no se había acabado de vestir—. Ya está —dijo Greenwood tirando con fuerza de los pantalones.
—Vuelve pronto, Alan —suplicó ella, desperezándose bajo las mantas.
Greenwood miró las mantas que se movían y dijo:
—Sí, Linda, volveré pronto. No te preocupes, volveré pronto. —La besó, se puso la chaqueta y salió del apartamento.
Chefwick esperaba en la acera.
—Estamos esperando hace un rato —dijo, reprendiéndolo amablemente.
—No os imagináis lo que estaba haciendo —contestó Greenwood—. ¿En qué dirección?
—Por aquí.
Murch estaba al volante de su Mustang a la vuelta de la esquina, estacionado junto a una boca de riego. Chefwick y Greenwood subieron al coche, Chefwick atrás, y Murch tomó hacia el centro por la calle Varick, donde todos los edificios de oficinas estaban cerrados desde hacía horas. Aparcaron en el lado opuesto al edificio que buscaban; Greenwood y Chefwick bajaron y cruzaron la calle. Greenwood se quedó vigilando mientras Chefwick abría la puerta de entrada. Después, entraron y subieron por las escaleras (los ascensores ya no funcionaban) hasta el quinto piso. Llegaron al vestíbulo, con Greenwood alumbrando el camino con una linterna de bolsillo, y encontraron la puerta con la inscripción: DODSON & FOGG, ABOGADOS. En el rincón inferior, a la izquierda, escritos sobre el cristal esmerilado, había cinco nombres. El segundo de ellos era ANDREW PROSKER.
Chefwick abrió la puerta en un instante. Luego siguieron el plano que Prosker les había dibujado para encontrar su oficina por entre el dédalo de despachos. Al fin encontraron el mobiliario dispuesto tal como Prosker les había dicho. Greenwood se sentó ante el escritorio y abrió el último cajón de la derecha hasta el final; un sobrecito amarillo estaba pegado al fondo con cinta adhesiva. Greenwood sonrió, cogió el sobre y volvió a cerrar el cajón. Sacudió el sobre encima del escritorio y salió una llavecita, exactamente igual que la que Dortmunder había recibido esa tarde en el banco.
—Ya la tenemos —dijo Greenwood—. ¿No es estupendo?
—A lo mejor nuestra suerte ha cambiado —contestó Chefwick.
—Y eso que es viernes 13. Fantástico.
—Ya no, es más de medianoche.
—¿Sí? Vamos. Toma. Tú se la darás a Dortmunder.
Chefwick se metió la llave en el bolsillo y salieron de la oficina. Chefwick fue cerrando las puertas en el camino de vuelta hacia la calle y hacia Murch. Subieron al coche y Greenwood preguntó:
—¿Me podéis dejar a mí primero? He dejado algo pendiente en mi casa.
—Por mí, perfecto —contestó Chefwick.
—Claro —dijo Murch—. ¿Por qué no?
Regresaron y dejaron a Greenwood. Éste cogió el ascensor y subió a su apartamento, donde encontró a la chica sentada en la cama y leyendo un libro de bolsillo de James Bond. Ella dejó el libro enseguida y apagó la luz de la mesilla de noche, mientras Greenwood se desvestía y se acostaba a su lado.
—¿Todo bien? —susurró ella.
—He vuelto —respondió Greenwood sencillamente.
Ella lo besó en el pecho y lo miró con aire travieso.
—Estás en la CIA, ¿no es cierto? —preguntó.
—No puedo hablar de eso.
—Mmmmmm —dijo ella, y empezó a mordisquearlo por todas partes.
—Me gustan las mujeres patriotas —murmuró Greenwood.