4

Con traje y corbata, Dortmunder podía parecerse vagamente a un hombre de negocios de la más baja categoría. Algo así como el dueño de una lavandería en un barrio pobre. A pesar de todo, tenía un aspecto lo bastante aceptable como para hacer diligencias en un banco.

Era viernes 13. Un hombre supersticioso quizá hubiera esperado al lunes para esta parte de los preparativos, pero Dortmunder no era supersticioso. Aceptaba el hecho de que el Diamante Balabomo traía mala suerte en un mundo sin supersticiones, pero no admitía que esa contradicción le infundiera miedos irracionales hacia números, fechas, gatos negros, saleros derramados ni cualesquiera otras amenazas quiméricas con las que la gente se atormenta. Todos los demás objetos inanimados eran mansos y neutrales: únicamente el Diamante Balabomo estaba poseído por un espíritu satánico.

Dortmunder entró en el banco algo después de las dos, un momento del día relativamente tranquilo, y se dirigió hacia uno de los guardias uniformados, un hombre esbelto y canoso que absorbía el aire a través de los dientes postizos.

—Quiero informarme sobre el alquiler de una caja fuerte —dijo Dortmunder.

—Tiene que hablar con un empleado del banco —contestó el guardia, y lo acompañó hasta detrás de una barandilla.

El empleado era un joven de aspecto delicado, con traje color canela salpicado de caspa. Le dijo a Dortmunder que el alquiler de la caja era de ocho dólares y cuarenta centavos al mes. Como la información no pareció impresionar a Dortmunder, el joven le dio un formulario para que lo rellenara, con las preguntas de siempre: domicilio, ocupación y cosas por el estilo. Dortmunder contestó con mentiras preparadas para la ocasión.

Una vez rellenado el papel, el joven acompañó a Dortmunder hasta abajo para mostrarle su caja. Al pie de la escalera había un guardia uniformado y el joven explicó a Dortmunder el procedimiento de control que debería seguir cada vez que visitara su caja. La primera puerta estaba abierta y pasaron a un cuartito donde Dortmunder fue presentado a un segundo guardia uniformado, que se ocuparía de él a partir de ahí. El joven dio un apretón de manos a Dortmunder, le dio otra vez la bienvenida a la familia del C & I y volvió a subir.

El último guardia, que se llamaba Albert, dijo:

—O George o yo lo atenderemos siempre, cada vez que necesite ir a su caja.

—¿George?

—Es el que está hoy en el escritorio con el registro de firmas.

Dortmunder asintió.

Entonces Albert abrió la puerta inferior y entraron en una morgue para liliputienses, con filas y filas de cajones para los diminutos cadáveres. Había círculos de varios colores pegados en los frontales de muchas de las cajas; cada color tenía, sin duda, un significado para el banco. El cajón de Dortmunder estaba abajo, a la izquierda. Albert usó primero su llave maestra, después le pidió a Dortmunder la llave que el joven acababa de entregarle. Dortmunder se la dio, el guardia abrió el cajón y enseguida le devolvió la llave.

La caja fuerte era en realidad un cajón de unos tres centímetros de alto, diez de ancho y cuarenta y cinco de profundidad. Albert lo sacó casi hasta el final y dijo:

—Si desea estar en privado, señor, puedo llevárselo a una de esas habitaciones de al lado.

Hizo un ademán hacia las pequeñas cámaras fuera de la morgue principal, cada una provista de una mesa y una silla, en donde el propietario de la caja podía estar a solas con ella.

—No, gracias —contestó Dortmunder—, esta vez no hace falta, sólo quiero poner esto dentro.

Y del bolsillo interior de la chaqueta sacó un voluminoso sobre lacrado que contenía siete pañuelos de papel sin usar. Con mucho cuidado lo puso en el centro del cajón y dio un paso atrás mientras Albert cerraba de nuevo la caja.

Albert lo acompañó hasta la primera puerta y George hasta la segunda; Dortmunder subió y salió a la calle, donde le pareció extraño que aún fuera de día. Miró su reloj y llamó un taxi, porque sabía que tenía que llegar al centro de la ciudad y luego hacer todo el camino de vuelta con Miasmo el Grande, antes de que los empleados del banco empezaran a irse a sus casas.