1
—Lindo perrito —dijo Dortmunder.
El pastor alemán no estaba para bromas. Apostado frente a la escalinata de entrada, con la cabeza gacha, la mirada en alto y las mandíbulas un poco abiertas para mostrar sus afilados dientes, decía «rrrrr», suavemente, cada vez que Dortmunder hacía un movimiento para bajar del porche. El mensaje era claro. El maldito iba a estar clavado allí hasta que alguien con autoridad llegara de la casa.
—Mira, perrito —dijo Dortmunder, tratando de ser razonable—, todo lo que hice fue tocar el timbre. No forcé la puerta, no robé nada, únicamente toqué el timbre. Pero no hay nadie en casa, así que sólo quiero irme a cualquier otra casa y tocar el timbre.
—Rrrrrr —contestó el perro.
Dortmunder señaló su portafolios.
—Soy un vendedor, perrito —continuó diciendo—. Vendo enciclopedias. Libros. Libros grandes. ¿Perrito? ¿Sabes tú algo de libros?
El perro no dijo nada. Sólo siguió mirando.
—Bueno, ya basta, perro —dijo Dortmunder, poniéndose firme—. Esto ya pasa de la raya. Tengo sitios que visitar, no tengo tiempo para perderlo jugando contigo. Tengo que ganarme el sustento. Bueno, me voy de aquí y eso es todo… —Con firmeza bajó un escalón.
—Rrrrrr —reiteró el perro.
Dortmunder volvió a subir rápidamente el escalón.
—¡Qué Dios te maldiga, perro! —gritó—. ¡Esto es ridículo!
El perro no pensaba lo mismo. Era uno de esos perros fieles a lo aprendido. Las reglas son las reglas; Dortmunder no merecía ningún trato especial.
Dortmunder miró a su alrededor, pero el vecindario estaba tan desierto como el cerebro del perro. Eran casi las dos de la tarde del 7 de septiembre (tres semanas y dos días después del asalto a la comisaría), y los chicos del vecindario estaban todos en el colegio. Los padres del vecindario estaban todos en el trabajo, por supuesto, y sólo Dios sabía dónde estaban todas las madres del vecindario. Estuviesen donde estuviesen, Dortmunder estaba solo, atrapado por un estúpido perro esclavo del deber en el porche de una casa un poco vieja pero confortable, en un barrio residencial también viejo pero confortable, en Long Island, a unos sesenta kilómetros de Manhattan. El tiempo es dinero: a Dortmunder no le sobraban ni lo uno ni lo otro, y el condenado perro le estaba haciendo perder las dos cosas.
—Debería haber una ley contra los perros —dijo sombríamente Dortmunder—. Para perros como tú en particular. Deberían encerrarte en cualquier parte.
El perro seguía inconmovible.
—Eres una amenaza para la sociedad —continuó Dortmunder—. Maldita sea tu suerte, si te pongo una denuncia; quiero decir, a tu amo. Lo demandaré hasta dejarlo en la ruina.
Las amenazas no surtieron efecto. Era, con toda claridad, de esa clase de perros que no asumen su responsabilidad. «Yo sólo cumplo órdenes», era su lema.
Dortmunder miró a su alrededor, pero por desgracia en el porche no había ninguna tabla de dos pulgadas por cuatro para aporrear al perro hasta empujarlo al jardín.
—¡Qué Dios te maldiga! —repitió Dortmunder.
Un movimiento atrajo su atención. Miró hacia la calle y vio que un sedán Checker marrón, con credenciales de médico, se acercaba lentamente. ¿Sería acaso el amo del perro y de la casa? Y si no lo era, ¿convendría gritar pidiendo ayuda? Quedaría como un estúpido si pedía ayuda a voces en medio de ese barrio tan apacible y calmo; pero si eso servía para algo…
Se oyó la bocina del Checker. Un brazo le hizo señas desde una ventanilla del coche. Dortmunder entornó los ojos y ahí estaba la cabeza de Kelp, asomando también por la ventanilla lateral. Kelp gritó:
—¡Eh, Dortmunder!
—¡Aquí, aquí! —gritó Dortmunder. Se sentía como un marinero abandonado en una isla desierta que, al cabo de veinte años, ve por fin pasar un barco a cierta distancia de la costa. Levantó el portafolios sobre la cabeza para atraer la atención de Kelp, aunque éste, obviamente, ya sabía quién era y dónde estaba.
—¡Estoy aquí! —gritó—. ¡Por aquí!
El Checker pasó justo a cierta distancia de la costa, y Kelp gritó:
—¡Ven aquí! Tengo noticias.
Dortmunder señaló al perro.
—El perro —balbució.
Kelp frunció el ceño. El sol le daba en los ojos, así que se los cubrió con una mano y gritó:
—¿Qué ha ocurrido?
—Este perro de aquí —gritó Dortmunder—. No me deja salir del porche.
—¿Por qué?
—¿Y yo qué sé? —contestó Dortmunder, irritado—. Tal vez me parezca al sargento Preston.
Kelp se apeó del coche; Greenwood salió por la otra puerta y los dos se acercaron despacio. Greenwood gritó:
—¿Intentaste llamar al timbre?
—Así empezó la cosa —respondió Dortmunder. El perro tomó conciencia de los recién llegados. Retrocedió hasta donde pudiera verlos a todos y siguió allí, cauteloso.
Kelp dijo:
—¿Le hiciste algo?
—Todo lo que hice fue tocar el timbre —insistió Dortmunder.
—Lo corriente —dijo Kelp—, a menos que te metas con el perro y lo asustes, o algo así…
—¿Asustarlo? ¿Yo?
Greenwood señaló al perro y ordenó:
—Siéntate.
El perro ladeó la cabeza, perplejo.
Con más firmeza, Greenwood insistió:
—Siéntate.
El perro abandonó su posición acechante, se apoyó sobre las patas traseras y se quedó mirando a Greenwood, en una aceptable imitación de La Voz de su Amo. Era evidente que estaba pensando: «¿Quiénes son estos extraños que saben cómo hablarle a un perro?».
—He dicho que te sientes —reiteró Greenwood—, y eso significa sentado.
Al perro casi se le vio encogerse de hombros. Ante la duda, obedecer. Se sentó.
—Vamos, ven —le dijo Greenwood a Dortmunder—. Ahora no te molestará.
—¿No? —Echando al perro una mirada de desconfianza, se dispuso a bajar del porche.
—No actúes como si le tuvieras miedo —indicó Greenwood.
Dortmunder dijo:
—No estoy actuando. —Trató de aparentar coraje.
El perro no estaba seguro. Miraba a Dortmunder y a Greenwood, a Dortmunder y a Greenwood.
—Quieto —ordenó Greenwood.
Dortmunder se detuvo.
—Tú no —dijo Greenwood—. El perro.
—Ah. —Dortmunder bajó el último tramo de la escalera y pasó junto al perro, que miró amenazador la rodilla izquierda, como si quisiera recordarla para la próxima vez que se encontraran.
—Quieto —volvió a decir Greenwood otra vez, señalando al perro, y luego se dio la vuelta y siguió a Dortmunder y a Kelp en dirección a la calle y al Checker.
Los tres subieron al coche, Dortmunder atrás, y Kelp los llevó lejos de allí. El perro seguía sentado en el mismo lugar en el césped, observándolos atentamente hasta que se perdieron de vista. Sin duda, memorizaba el número de matrícula.
—Te lo agradezco —dijo Dortmunder. Estaba inclinado, con los brazos apoyados en el respaldo del asiento delantero.
—No hay de qué —contestó Kelp, vivamente.
—A propósito, ¿qué andáis haciendo vosotros por aquí? Pensaba que seguíais engatusando a imbéciles con el cuento del billete premiado.
—Te estábamos buscando —dijo Kelp—. Anoche dijiste que quizá hoy trabajarías por este barrio, de modo que vinimos a ver si te encontrábamos.
—Me alegro de que lo hayáis hecho.
—Tenemos que darte una buena noticia. Por lo menos Greenwood puede dártela.
Dortmunder se volvió para mirar a Greenwood.
—¿Una buena noticia?
—Excelente —afirmó Greenwood—. ¿Te acuerdas del asunto del diamante?
Dortmunder se echó hacia atrás, como si de repente el asiento delantero se hubiera llenado de víboras.
—¿Todavía andáis con eso?
Greenwood, vuelto a medias hacia él, lo miró.
—Todavía podemos echarle mano —dijo—. Todavía podemos intentarlo.
—Llevadme de nuevo con el perro —respondió Dortmunder—. Yo sé cuándo tengo suerte.
—Te comprendo —dijo Greenwood—. Siento casi lo mismo que tú. Pero ¡coño!, he malgastado muchas energías por ese diamante de mierda; detesto perderlo. Tuve que rascar mi propio bolsillo para un juego completo de documentos de identidad nuevos, renunciar a una agenda de números telefónicos repleta, abandonar un apartamento realmente bueno con un alquiler que ya no se consigue en Nueva York, y ni siquiera tenemos el diamante.
—Ése es el problema —respondió Dortmunder—. Ten en cuenta lo que ya te pasó. ¿De veras quieres volver a por más?
—Quiero terminar el trabajo.
—El trabajo terminará contigo. Por lo general, no soy lo que vosotros llamáis un tipo supersticioso, pero si alguna vez hubo un asunto difícil éste es uno de ellos.
Kelp dijo:
—¿No podrías escuchar, por lo menos, lo que Greenwood quiere decirte? Hazle ese favor y escúchale un minuto.
—¿Qué puede decirme que no sepa?
—Bueno, ahí está el asunto. —Miró otra vez por el espejo retrovisor, luego a la calle. Giró a la izquierda y dijo—: Bueno, parece que Greenwood nos mintió.
—En realidad, no mentí —contestó Greenwood—. La cuestión es que estaba desconcertado. Me tomaron el pelo y me dio rabia tener que confesarlo antes de poder arreglar el lío. ¿Os dais cuenta de lo que quiero decir?
—Le contaste a Prosker dónde habías escondido el diamante —dijo Dortmunder mirándolo.
Greenwood bajó la cabeza.
—En aquel momento me pareció una buena idea —masculló—. Era mi abogado. Y en la forma en que él lo explicaba, si algo salía mal mientras vosotros me sacabais de allí, él podría echar mano del diamante, devolvérselo a Iko y utilizar el dinero para tratar de pagar la fianza de todos nosotros.
Dortmunder puso cara agria.
—No te vendió acciones de alguna mina de oro, ¿no?
—Parecía razonable —respondió Greenwood con voz lastimera—. ¿A quién se le iba a ocurrir que era un ladrón?
—A todos —replicó Dortmunder.
—Ésa no es la cuestión —intervino Kelp—. La cuestión es que sabemos quién tiene el diamante.
—Ya han pasado tres semanas —dijo Dortmunder—. ¿Por qué tardaste tanto en darnos la noticia?
—Intenté conseguir el diamante yo solo —respondió Greenwood—. Pensé que vosotros, muchachos, habíais hecho demasiado; llevasteis a cabo tres operaciones y me sacasteis de chirona. Mi deuda consistía en devolveros el diamante que estaba en poder de Prosker.
Dortmunder lo miró con pesimismo.
—Lo juro —aseveró Greenwood—. No me lo iba a quedar para mí. Quería devolvérselo al grupo.
—Eso no viene al caso —dijo Kelp—. El hecho es que sabemos que Prosker lo tiene. Sabemos que no se lo entregó al mayor Iko, porque estuve con él esta mañana, lo cual quiere decir que se lo guardará hasta que se enfríe el asunto y entonces lo venderá al mejor postor. Así que todo lo que tenemos que hacer es sacárselo a Prosker, devolvérselo a Iko y volver a nuestros asuntos.
—Si fuera así de sencillo —comentó Dortmunder—, Greenwood no estaría aquí sin el diamante.
—Tienes razón —admitió Greenwood—. Hay un pequeño problema.
—Un pequeño problema —repitió Dortmunder.
—Cuando no encontramos el diamante en la comisaría —dijo Greenwood—, fui en busca de Prosker, naturalmente.
—Naturalmente —repitió Dortmunder.
—Había desaparecido —dijo Greenwood—. No estaba en el despacho, estaba de vacaciones y nadie sabía cuándo volvería. Su mujer no sabía dónde estaba; suponía que estaría fuera, revolcándose con la secretaria de alguien. Eso es lo que estuve haciendo las últimas tres semanas: traté de encontrar a Prosker.
—Así que quieres que nosotros te ayudemos a buscarlo —dijo Dortmunder.
—No —respondió Greenwood—. Lo encontré. Hace dos días descubrí dónde estaba. El problema es que será un poco difícil sacarlo de allí. Se necesita más de un hombre.
Dortmunder bajó la cabeza y se tapó los ojos.
—Bueno, será mejor que me lo digas de una vez —dijo.
Greenwood se aclaró la garganta.
—El mismo día que dimos el golpe en la comisaría —continuó—, Prosker se internó él mismo en un manicomio.
Se produjo un largo silencio. Dortmunder ni se movió. Greenwood lo miraba inquieto. Kelp miraba, alternativamente, a Dortmunder y al tráfico.
Dortmunder suspiró. Se apartó la mano de los ojos y levantó la cabeza. Parecía muy cansado. Se inclinó hacia adelante y palmeó a Kelp en el hombro.
—Kelp —dijo.
Kelp miró por el retrovisor.
—¿Sí?
—Por favor, llévame a donde está el perro. Por favor…