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—No me siento feliz —comentó el mayor.
—Por mi parte —dijo Dortmunder—, estoy muerto de risa.
Estaban todos sentados en círculo en el despacho del mayor, adonde llegaron justo a tiempo para interrumpirle el almuerzo. Prosker, con su pijama y la bata sucios y embarrados, estaba sentado en el centro, donde todos pudieran verlo. El mayor, detrás de su escritorio, y Dortmunder y los demás, agrupados en un semicírculo frente a él.
—Estoy sinceramente apenado —dijo Prosker—. Fue poco perspicaz por mi parte, pero actué deprisa y ahora que no tengo apuro me arrepiento. —Mostraba un hermoso ojo a la funerala.
—Usted cállese —le ordenó Greenwood—, o tendrá algo más de qué arrepentirse.
—Los contraté —explicó el mayor— porque suponía que eran profesionales; se suponía que sabrían cómo hacer bien el trabajo.
—Somos profesionales, mayor —contestó Kelp, picado—, e hicimos bien el trabajo. Ya hicimos cuatro trabajos y todos los hicimos bien. Escapamos con el diamante. Sacamos a Greenwood de la cárcel. Entramos en la comisaría y salimos de nuevo. Y raptamos a Prosker del manicomio. Todo lo hicimos bien.
—Entonces, ¿por qué no tengo el Diamante Balabomo? —Tendió la mano vacía con la palma vuelta hacia arriba, para demostrar que no lo tenía.
—Circunstancias —contestó Kelp—. Las circunstancias conspiraron contra nosotros.
El mayor resopló.
—Mayor, ahora mismo usted está de mal humor —dijo Chefwick— y es perfectamente comprensible. Y nosotros también, y todos tenemos motivos. No voy a actuar en mi defensa, mayor, pero quiero decirle que en mis veintitrés años en este tipo de negocios he conocido una buena cantidad de gente comprometida en estos asuntos, y le aseguro que a este equipo no hay quien lo supere.
—Así es —afirmó Kelp—. Piense en Dortmunder. Este hombre es un genio. Ha preparado cuatro planes en cuatro meses y los ha llevado a cabo hasta el final. No existe otro hombre en este negocio que hubiera podido organizar el secuestro de Prosker solo. Y mucho menos los otros tres trabajos.
—Además, lo que Chefwick dice del resto de nosotros —añadió Greenwood—, vale el doble para él mismo, porque no sólo es uno de los mejores cerrajeros en este negocio, sino que es un ingeniero ferroviario de primera clase.
Chefwick se sonrojó de placer y vergüenza.
—Antes de que sigan echándose flores unos a otros —dijo el mayor—, permítanme que les recuerde que yo todavía no tengo el Diamante Balabomo.
—Ya lo sabemos, mayor —contestó Dortmunder—. Y nosotros todavía no tenemos los cuarenta mil prometidos a cada uno.
—Los están recibiendo a plazos —replicó el mayor, furioso—. ¿Se da cuenta de que les he pagado más de doce mil dólares, solamente en salarios? ¿Más unos ocho mil para materiales y herramientas utilizados en todas esas prácticas de robo que han hecho? Veinte mil dólares, ¿y qué he recibido a cambio? La operación ha sido un éxito, pero el paciente se murió. No pienso insistir más. Y esto es definitivo.
Dortmunder se levantó con esfuerzo.
—Por mí, de acuerdo, mayor —dijo—. He venido aquí con la voluntad de intentarlo una vez más, pero si desea suspender el asunto no me voy a pelear con usted. Mañana es un aniversario para mí. Mañana hará cuatro meses que no estoy entre rejas, y lo único que he hecho hasta ahora ha sido correr detrás de su maldito diamante. Ya estoy harto de eso, si quiere que le diga la verdad, y si Prosker no hubiera herido mi amor propio habría abandonado antes esta partida.
—Otro motivo de preocupación —comentó Prosker en tono fatalista.
—Usted cállese —ordenó Greenwood.
Kelp se puso de pie y exclamó:
—Dortmunder, no te enfades. Usted tampoco, mayor; no tiene sentido que todos se enemisten con todos. Ahora sabemos con seguridad dónde está el diamante.
—Si Prosker no miente —dijo el mayor.
—Yo no, mayor —aseguró Prosker.
—He dicho que se calle —ordenó Greenwood.
—No miente —afirmó Kelp—. Sabe que si entramos en ese banco y no está allí el diamante, volveríamos a por él, y entonces sí que lo pasaría mal.
—Un abogado despierto sabe cuándo decir la verdad —dijo Prosker.
Greenwood se inclinó y golpeó a Prosker en la rodilla:
—Y sigue sin callarse.
—Eso es lo importante —continuó Kelp—: Esta vez sabemos con seguridad dónde está. Está en el banco, y no lo pueden tocar. Hemos conseguido al único tipo que puede sacarlo de allí y no lo perderemos de vista. Si hacemos nuestro trabajo tan bien como siempre, el diamante es nuestro. No tenemos por qué cabrearnos. No es culpa suya, mayor, y no es culpa tuya, Dortmunder; son gajes del oficio. Un trabajo más y todo habrá terminado. Y todos seguiremos siendo amigos.
—Había oído hablar del delincuente contumaz, por supuesto —dijo Prosker afablemente—, pero éste tal vez sea el primer caso en la historia del mundo de un delito contumaz.
Greenwood se inclinó y le golpeó en las costillas:
—Siempre hablando. Basta.
—Hay una cosa que no entiendo —expuso el mayor—. Dortmunder, usted proclama que está harto de este asunto. Sus amigos tuvieron que convencerlo para que los acompañara en esta última operación. Y la vez anterior tuve que prometerle más dinero por semana y una paga mayor para persuadirlo de que siguiera. Pero ahora, de golpe, está dispuesto a continuar sin necesidad de que lo convenzan, sin discutir por más dinero, sin ningún tipo de duda. De veras, no lo entiendo.
—Este diamante se ha convertido en mi cruz —respondió Dortmunder—. Antes pensaba que podría librarme de él, pero ahora sé algo más. Ahora sé que puedo irme de aquí y encontrar otra cosa que hacer con mi vida, pero tarde o temprano ese maldito diamante aparecerá de nuevo y volverá a meternos en líos. Cuando esta mañana Prosker nos dijo lo que había hecho con el diamante, comprendí de repente cuál era mi destino. O atrapaba ese diamante o el diamante me atrapaba a mí, y hasta que suceda eso, de una u otra manera seguiré clavado en esa cruz. No puedo liberarme. Entonces, ¿para qué luchar contra eso?
—Un banco en la Quinta Avenida de Manhattan —dijo el mayor— no se parece en nada a un manicomio en las afueras o a una comisaría de Long Island.
—Ya lo sé —contestó Dortmunder.
—Puede resultar el más difícil de los trabajos que haya hecho nunca.
—Así es —convino Dortmunder—. Los bancos de la City en Nueva York tienen los sistemas de alarma y las cámaras fotográficas más complicados del mundo, además de guardias de primera categoría y policías en las puertas. Sin contar el inevitable atasco en las calles del centro, donde ni siquiera se puede organizar una fuga.
—Usted sabe todo eso —dijo el mayor—. ¿Y sigue empeñado en seguir con el asunto?
—Todos queremos —respondió Kelp.
—Es una cuestión de principios —agregó Murch—. Algo así como no dejarse adelantar por la derecha.
—Quiero seguir con esto —dijo Dortmunder— en el sentido de que quiero echarle un vistazo al banco y comprobar si puedo hacer algo. Si no puedo, entonces abandono.
—Ustedes pretenden seguir cobrando su salario mientras se deciden, ¿no es así? —preguntó el mayor.
Dortmunder lo miró.
—¿Piensa que estamos aquí por los doscientos semanales?
—No lo sé —contestó el mayor—. A estas alturas ya no sé qué pensar, ciertamente.
—Le daré mi respuesta dentro de una semana —aseguró Dortmunder—. Si la respuesta es no, malgastará sólo una semana de salarios. En realidad, mayor, como usted me está irritando, le diré algo más: si mi respuesta es no, le devolveré mis doscientos.
—No es necesario —repuso el mayor—. Los doscientos dólares no son problema.
—Entonces, basta de hablar como si lo fueran. Le contestaré dentro de una semana.
—No es necesario precipitarse —contestó el mayor—. Tómese su tiempo. Lo que pasa es que estoy contrariado, como todos ustedes. Por el mismo motivo. Y Kelp tiene razón: no deberíamos pelearnos entre nosotros.
—¿Por qué no? —preguntó Prosker, sonriéndoles.
Greenwood se inclinó y, golpeándole con los nudillos detrás de la oreja, le dijo:
—Está empezando de nuevo. Mejor que no lo haga.
El mayor señaló a Prosker y dijo:
—¿Y qué pasa con él?
—Nos dijo dónde encontrar la llave en su estudio, así que ya no lo necesitamos —respondió Dortmunder—. Pero no podemos dejarlo ir todavía. ¿Dispone de un sótano?
El mayor lo miró sorprendido:
—¿Quieren que lo retenga aquí?
—Durante algún tiempo —contestó Dortmunder.
Prosker miró al mayor, diciendo:
—Eso se llama ser encubridor.
Greenwood se estiró y le arreó una patada en la espinilla:
—Pero ¿cuándo va a aprender a callarse?
Prosker se volvió y se encaró con él.
—Basta, Greenwood —dijo con calma, pero con cierta irritación.
Greenwood se quedó mirándolo, atónito.
El mayor se dirigió a Dortmunder:
—No me gusta nada tenerlo aquí, pero supongo que no disponen de otro lugar.
—Así es.
El mayor se encogió de hombros.
—Entonces, está bien.
—Nos veremos —afirmó Dortmunder, y se dirigió hacia la puerta.
—Un momento —dijo el mayor—. Por favor, esperen hasta que vengan refuerzos. Preferiría no quedarme a solas con mi prisionero.
—Claro —respondió Dortmunder; él y los otros cuatro se quedaron cerca de la puerta mientras el mayor hablaba por el intercomunicador. Prosker seguía sentado en el centro de la habitación, sonriendo amablemente, con la mano derecha metida en el bolsillo de la bata. Poco después, dos negros musculosos entraron, saludaron al mayor y hablaron en una lengua extranjera.
—Estaré en contacto con usted, mayor —dijo Dortmunder.
—Bien —respondió el mayor—. Sigo teniendo confianza en usted, Dortmunder.
Dortmunder gruñó y salió del despacho, seguido por los otros cuatro.
El mayor, en su lengua nativa, les dijo a los negros musculosos que instalaran a Prosker en el sótano. Lo obedecieron y levantaron a Prosker por los codos. Prosker dijo al mayor:
—Un hermoso conjunto de muchachos, ésos, pero terriblemente Cándidos.
—Adiós, señor Prosker —respondió el mayor.
Prosker seguía mirándolo, tranquilo y amable, mientras los negros musculosos lo conducían hacia la puerta.
—¿Se da cuenta —preguntó alegremente— de que ni siquiera se les ha ocurrido preguntarse si de veras tiene usted intención de pagarles cuando reciba el diamante?
—¡Moka! —exclamó el mayor, y los negros musculosos se pararon a medio camino de la puerta—. Kamina loba dai. —Y los negros musculosos se dieron la vuelta y sentaron a Prosker en la silla—. Torolima —dijo el mayor, y los negros musculosos abandonaron el despacho.
Prosker, sentado, seguía sonriendo.
—¿Usted les sugirió esa posibilidad? —preguntó el mayor.
—Por supuesto que no —contestó Prosker.
—¿Por qué no?
—Mayor —dijo Prosker—, usted es negro y yo soy blanco. Usted es miembro del ejército y yo soy abogado. Usted es africano y yo soy norteamericano. Pero de algún modo percibo una cierta afinidad entre nosotros, mayor, que no siento con ninguno de esos notables personajes que acaban de irse.
El mayor volvió a sentarse lentamente tras su escritorio.
—¿Y usted qué gana, Prosker? —interrogó.
Prosker volvió a sonreír.
—Estaba esperando que usted me lo dijera, mayor.