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Sobre la destartalada mesa, el diamante parecía un precioso huevo puesto por la lámpara de pantalla verde que colgaba sobre sus cabezas. La luz se reflejaba mil veces en los prismas de la piedra. Era como si el diamante se riese en silencio allí, en medio de la mesa, contento de ser el centro de atracción, feliz de sentirse admirado.

Los cinco hombres en torno a la mesa mantuvieron los ojos clavados en el diamante durante un buen rato, como esperando que se formaran imágenes de su futuro en las facetas. El mundo exterior estaba muy lejos, los ruidos confusos y amortiguados del tráfico sonaban como desde otro planeta. El silencio del cuarto del fondo del O. J. Bar and Grill era a la vez reverencial y extático. Los cinco hombres parecían envueltos en una atmósfera de pavorosa solemnidad, y sin embargo, sonreían. De oreja a oreja. Contemplando los guiños del risueño diamante y devolviéndole la sonrisa.

—Aquí está —suspiró Kelp.

Los demás cambiaron de posición, como si despertaran de un trance.

—Nunca pensé que esto llegaría a suceder.

—Pero ahí está —respondió Greenwood—. ¿No es una preciosidad?

—Ojalá que Maude pudiera ver esto —comentó Chefwick—. Debería haber traído mi Polaroid para hacerle una foto…

—Casi me da pena desprenderme de él —dijo Kelp.

Dortmunder asintió con la cabeza.

—Te comprendo —convino—. Nos ha costado tanto conseguirlo… Pero tenemos que deshacernos de él, y sin demora. Esta piedra me pone demasiado nervioso. Pienso que en cualquier momento se abrirá esa puerta y entrará un millón de policías.

—Están todos por el centro, golpeando a los jóvenes.

—De todos modos, ha llegado el momento de entregar la piedra al mayor Iko y recoger nuestro dinero.

—¿Queréis que vayamos todos? Tengo mi coche ahí fuera —dijo Murch.

—No —respondió Dortmunder—. Los cinco juntos podríamos llamar la atención. Además, si algo sucediera, por lo menos uno de nosotros debería quedar libre y dispuesto para ayudar. Kelp, tú fuiste quien inició este trabajo. Nos metiste a los demás en él, fuiste el primero en ponerte en contacto con el mayor. Y eres tú quien le llevó siempre las listas. ¿Quieres entregarle la piedra?

—¡Claro! —afirmó Kelp. Estaba contento—. Si creéis que lograré atravesar la ciudad…

—Murch puede llevarte. Y nosotros tres nos quedaremos aquí. Además, si vuelve a comenzar la mala suerte, el diamante jodería a cualquiera que lo llevara. Si la mala suerte te tocase a ti, lo entenderíamos.

Kelp no estaba seguro de si eso era tranquilizador o no. Mientras se sentaba con el ceño fruncido, Dortmunder tomó el diamante y volvió a ponerlo en su estuche de terciopelo negro. Se lo dio a Kelp, que lo cogió y dijo:

—Si no volvemos dentro de una hora, sabe Dios dónde estaremos.

—Esperaremos hasta saber algo de vosotros —contestó Dortmunder—. Cuando os vayáis, llamaré al mayor para decirle que abra su caja fuerte.

—Está bien. —Kelp se metió el estuche en el bolsillo, terminó su whisky y se puso en pie—. Vamos, Murch.

—Espera a que termine mi cerveza —respondió Murch. Le costaba tomarla a grandes tragos. Al fin vació el vaso y se puso en pie—. Listo.

—Nos veremos luego —dijo Kelp, y salió. Murch iba tras él, y los otros le oyeron decir—: ¿Qué te parece? ¿Vamos cruzando el parque, por la Calle 64, o…? —Y la puerta se cerró.

Dortmunder pidió prestada una moneda. Chefwick le dio una y él fue a la cabina telefónica y llamó a la embajada. Tuvo que hablar con dos personas antes de que, por fin, Iko se pusiera al teléfono. Entonces dijo:

—Haremos la entrega esta tarde.

—¿En serio?… —Era obvio que el mayor estaba encantado—. Éstas sí que son buenas noticias. Había perdido la esperanza.

—Nosotros también, mayor. Como usted comprenderá, es pago y entrega.

—Naturalmente. El dinero está esperando en la caja.

—El muchacho de siempre se la llevará.

—¿No vienen todos? —El mayor parecía contrariado.

—No me gusta la idea de un viaje en grupo. Podría llamar la atención y no queremos.

—Supongo que sí… —dijo el mayor, ambiguamente—. Bien, estarán agotados. Gracias por la llamada. Espero a su amigo.

—Bien —contestó Dortmunder. Colgó y salió de la cabina.

Rollo lo examinó cuando volvía al cuarto del fondo y le dijo:

—Hoy parece muy animado.

—Hoy es un día animado —respondió Dortmunder—. Parece que no volveremos a usar el cuarto del fondo durante una buena temporada.

—Mazeltov[1] —dijo Rollo.

—Sí —convino Dortmunder, y entró en el cuarto del fondo a esperar.