7

—¿Está bien de profundidad?

Dortmunder se acercó y miró la fosa. Prosker estaba de pie dentro del hoyo, con su pijama blanco; su bata colgaba de un árbol. Hundido hasta las rodillas, Prosker sudaba, pese a que el aire matinal era frío. Era otro día de sol, con el aire puro y tónico de los bosques en otoño, pero Prosker parecía estar en pleno verano sin aire acondicionado.

—Es poco profunda —le dijo Dortmunder—. ¿Quiere una tumba poco profunda? Eso está bien para colegialas. ¿No siente respeto por sí mismo?

—Usted no se atrevería a matarme —respondió Prosker, jadeando—. No por dinero. La vida humana es más importante que el dinero, usted debe tener más humanidad que…

Greenwood se acercó y dijo:

—Prosker, yo le mataría aunque sólo fuera por rabia. Me estafó, Prosker, usted me estafó a . Nos causó a todos muchos problemas, y los muchachos me culparon a mí, y espero que recupere esa poca memoria perdida ahora mismo, mientras le quede tiempo para irse.

Prosker echó una rápida y afligida mirada hacia el camino por donde había llegado el camión.

—Olvídelo, Prosker —dijo Dortmunder—. Si está buscando una escapatoria, si espera que un enjambre de policías en moto aparezca entre los árboles, dese por vencido. Eso no ocurrirá. Elegimos este lugar porque es seguro.

Prosker escudriñó el rostro de Dortmunder, y su propio rostro perdió por fin la expresión dolida e inocente, reemplazada por una mirada calculadora. Estuvo pensando un rato, dejó caer la pala y dijo con resolución:

—Muy bien. Ustedes no quieren matarme, no son asesinos, pero veo que no se darán por vencidos. Y me parece que nadie me va a rescatar. Ayúdenme a salir de aquí, y hablaremos. —De repente su actitud había cambiado por completo. Su voz era más profunda y más segura, su cuerpo más erguido, sus gestos más rápidos y firmes.

Dortmunder y Greenwood le tendieron las manos para sacarlo de la fosa y Greenwood amenazó:

—No esté tan seguro de , Prosker.

—Usted es un mata-mujeres, muchacho —respondió—. No es exactamente el mismo caso.

—Bueno, usted no es una mujer —le contestó Greenwood—. El diamante.

Prosker se volvió hacia él.

—Déjeme hacerle una pregunta hipotética. ¿Dejaría que me largase antes de entregarle el diamante?

—Eso no es ni siquiera gracioso —dijo Dortmunder.

—Es lo que pensaba —respondió Prosker, y extendió las manos abiertas, diciendo—: En ese caso, lo siento, pero nunca lo conseguirán.

—¡Lo voy a matar! —gritó Greenwood; Murch, Chefwick y Kelp se acercaron para escuchar la conversación.

—Explíquese —dijo Dortmunder.

—El diamante está en mi caja fuerte, en un banco de la Quinta Avenida y la Calle 46, en Manhattan. Sólo existen dos llaves para abrir la caja: la mía y la del banco. Las cláusulas del banco exigen que yo baje al sótano acompañado únicamente por un funcionario del banco. Los dos debemos estar solos, en el sótano tengo que firmar en un libro, y ellos comparan la firma con la que tienen registrada. En otras palabras, debo ser yo y debo estar solo. Si les doy mi palabra de honor de que no le diré al funcionario del banco que llame a la policía mientras estemos allí abajo, ustedes no me creerán, y no les culpo. Yo tampoco lo creería. Si quieren, pueden vigilar el banco y secuestrarme cada vez que entre o salga de allí, pero eso sólo significaría que el diamante seguiría estando allí, inútil para mí e inútil para ustedes.

—Mierda —dijo Dortmunder.

—Lo siento —añadió Prosker—. Lo siento de veras. Si hubiera dejado la piedra en cualquier otro sitio, estoy seguro de que podríamos haber llegado a un acuerdo. Me habrían compensado por el tiempo perdido y mis gastos…

—¡Debería romperle la jeta! —gritó Greenwood.

—Tranquilo —le dijo Dortmunder. Y agregó, dirigiéndose a Prosker—: Continúe.

Prosker se encogió de hombros.

—El problema es insoluble. Puse el diamante donde nadie pudiera sacarlo.

—¿Dónde está la llave?

—¿De la caja? En mi estudio, en la ciudad. Escondida. Si piensan mandar a alguien que falsifique mi firma, permítanme ser un buen tipo y decirles que dos de los funcionarios del banco me conocen bastante bien. Es posible que su falsificador no se encuentre con ninguno de los dos, pero no creo que deban contar con eso.

—Dortmunder, ¿qué pasa si matamos a este piojo? —preguntó Greenwood—. Su mujer heredaría, ¿no es así? Entonces podremos conseguir el diamante a través de ella.

—No, eso no resultaría —contestó Prosker—. En caso de que yo muriera, la caja se abriría en presencia de mi mujer, de dos funcionarios del banco, el abogado de mi mujer y, sin duda alguna, alguien de la oficina legal de testamentos. Mucho me temo que mi mujer no se llevaría nunca a casa el diamante.

—Que se vayan todos a la mierda —dijo Dortmunder.

—Sabes lo que esto significa, Dortmunder —murmuró Kelp.

—No quiero oírlo —respondió Dortmunder.

—Tendremos que atracar ese banco —dijo Kelp.

—Lo siento —dijo Prosker con vivacidad—. Pero no hay nada que hacer. —Greenwood le dio un puñetazo en el ojo y Prosker cayó de espaldas en la fosa.

—¿Dónde está la pala? —preguntó Greenwood, pero Dortmunder exclamó:

—¡Un momento! Sacadlo de ahí y llevadlo al camión.

—¿Adónde vamos? —preguntó Murch.

—De vuelta a la ciudad —contestó Dortmunder—. Para poner al día al mayor.