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Dortmunder entró en el banco, recordando lo que Miasmo el Grande le había dicho la noche anterior, cuando le contó su éxito con Albert Cromwell. «Si es posible —había dicho—, haga su trabajo mañana. Si no lo hace mañana, tendrá que esperar todo el fin de semana antes de probar otra vez. La sugestión durará por lo menos hasta el lunes, pero desde luego, cuanto antes lo liquide, mejor. Podría ver un programa de televisión el sábado por la noche donde alguien dijera: “El puesto de bananas de Afganistán”, y su mente podría aclararse. Así que, si puede hacerlo mañana, hágalo mañana».

Ya era «mañana». Por la tarde, para ser exactos. Dortmunder ya había estado en el banco ese mismo día, a las nueve y treinta, pero cuando llegó a la escalera y miró abajo, vio que era Albert quien estaba de guardia, lo que significaba que George estaba dentro. Como no habían preparado a George, se fue. Ahora volvía, con la esperanza de que Albert y George se hubieran turnado después del almuerzo y se mantuvieran en el mismo puesto durante toda la jornada.

Estaban de suerte. Dortmunder se dirigió a la escalera y miró hacia abajo: ahí estaba George. Dortmunder no vaciló; bajó al trote las escaleras, dijo «hola» a George, firmó y franqueó la primera puerta.

No había nadie en la antesala, y durante una fracción de segundo sintió el roce helado de la aprensión en la espalda. Podía imaginarse encerrado allí por un George desbordante de maligna satisfacción, enterado de todo, que lo retendría allí hasta la llegada de la policía. Un final adecuado para la búsqueda del Diamante Balabomo.

Pero cuando George dijo: «Albert estará con usted dentro de un segundo, señor», la paranoia de Dortmunder se desvaneció como por encanto. Asintió. George cerró la puerta tras él y volvió a su escritorio.

Había un par de sillas en ese cuarto, pero Dortmunder estaba demasiado nervioso para sentarse. Se quedó donde estaba, como si alguien lo hubiese olvidado allí, como un paraguas. Al cabo de un par de minutos, la puerta se abrió y surgió una corpulenta dama de cierta edad, apretando un pequinés contra su zorro, y seguida por Albert.

Albert cerró la puerta y le dijo a Dortmunder:

—Sólo un momento, señor.

—Tómese su tiempo —respondió Dortmunder.

Albert abrió la otra puerta e hizo salir a la señora. Después se volvió hacia Dortmunder:

—Si quiere seguirme, señor.

Franquearon la puerta de adentro y fueron directamente a la caja de Dortmunder. Albert insertó su llave, le pidió a Dortmunder la suya y, tras abrir la caja, se la devolvió.

—Sólo quería esto —comentó Dortmunder, y cogió el sobre lleno de pañuelos de papel y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

Albert usó las dos llaves para cerrar la ahora vacía caja, le devolvió a Dortmunder su llave y dijo:

—Por aquí, señor.

—El puesto de bananas de Afganistán —dijo Dortmunder.

Albert se detuvo donde estaba. Se volvió hacia Dortmunder; parecía tranquilo y dispuesto a obedecerle.

—Sí, señor —respondió.

Dortmunder cogió la llave de Prosker.

—Ahora abriremos esta caja.

—Sí, señor —Albert tomó la llave y se alejó. Dortmunder lo siguió, y ambos atravesaron el pasillo hacia la caja de Prosker. Albert usó las dos llaves y abrió la caja. Luego se quedó parado, al parecer, tranquilo, y dispuesto a obedecerle.

En la caja de Prosker había un montón de papeles, escrituras y abultados sobres blancos, certificados de nacimiento y otras cosas más. Entre todo eso había un estuche de terciopelo negro, de los que se usan para guardar gemelos y pendientes. Dortmunder estiró la mano hacia el cajón, cogió el estuche de terciopelo negro y lo abrió.

El Diamante Balabomo llenaba todo el estuche y le hacía guiños a Dortmunder bajo las luces fluorescentes. Parecía sonreírse a sí mismo dentro de la cajita.

Dortmunder cerró el estuche y lo deslizó en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.

—Muy bien, ya está, ciérrela —le ordenó a Albert.

—Sí, señor.

Albert cerró la cajita y entregó a Dortmunder la llave de Prosker. Luego volvió a aparecer tranquilo, atento y dispuesto a obedecerle.

—Nada más. Ahora estoy listo para salir —dijo Dortmunder.

—Sí, señor.

Albert se encaminó hacia la primera puerta, la abrió y se hizo a un lado para dejar pasar a Dortmunder. Éste tuvo que esperar a que la cerrara otra vez antes de cruzar la pequeña antesala y abrir la puerta exterior. Dortmunder se adelantó y, una vez fuera, George dijo:

—Que pase un buen día, señor.

—Gracias —respondió Dortmunder. Subió por la escalera, salió del banco y llamó un taxi—. A la avenida Amsterdam con la Calle 84.

El taxi bajó por la Calle 45, giró a la derecha y se metió en pleno embotellamiento de tráfico. Dortmunder sonreía. Era increíble. Tenían el diamante, por fin. Dortmunder vio que el taxista lo miraba asombrado por el espejo retrovisor, sin duda preguntándose por qué sonreía un cliente atrapado en pleno atasco. Pero Dortmunder no podía contenerse. Siguió sonriendo.