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En torno a la mesa, en el cuarto del fondo del O. J. Bar and Grill, estaban sentados Murch, Kelp y Chefwick. Murch bebía su cerveza con sal y Kelp su whisky solo, pero como todavía era temprano, Chefwick no bebía su acostumbrado jerez. En cambio, tomaba un refresco de cola sin calorías que bebía muy despacio. Greenwood estaba ante la barra del bar, enseñando a Rollo cómo preparar un vodka sour con hielo, y Rollo lo observaba con el ceño escépticamente fruncido, dispuesto a no recordar ninguno de los detalles.
Los tres del cuarto del fondo permanecieron en silencio durante cinco o seis minutos, hasta que Murch dijo de repente:
—¿Sabéis? He estado pensando en eso.
—Es un error —contestó Kelp—. No pienses en eso. Te saldrá un sarpullido.
—He estado sentado aquí —insistió Murch—, tratando de pensar qué podría salir mal esta vez. Por ejemplo, que el banco se hubiera mudado ayer. O que alguno de los que trabajan allí hubiera afanado el diamante.
—Estoy de acuerdo con Kelp —dijo Chefwick con calma—. Opino que debes dejar de pensar en esas cosas. O por lo menos, deja de hablar de ello.
—Sin embargo, nada de lo que pienso me parece posible. Alguna vez tiene que cesar la mala suerte que nos persigue. Casi estoy por creer que de un momento a otro Dortmunder cruzará esa puerta con el diamante en la mano. —Murch señaló la puerta, que se abrió en ese momento, y Greenwood entró con un vodka sour en la mano. Parpadeó ligeramente ante el dedo con que Murch lo apuntaba y preguntó:
—¿Me ha llamado alguien?
Murch dejó de señalarle.
—No —contestó—. Tan sólo decía que me sentía optimista.
—Error —comentó Greenwood, y se sentó a la mesa—. Ya he tomado la precaución de dejar la noche libre, ante la posibilidad de que tengamos que sentarnos alrededor de esta mesa para planear nuestra próxima jugada.
—Ni lo menciones siquiera —dijo Kelp.
Greenwood sacudió la cabeza.
—Si lo menciono, puede que no suceda. Pero ¿qué pasaría si hubiera llamado a alguna preciosa y complaciente jovencita y la hubiera invitado a cenar en mi nido esta noche? ¿Qué opinas, Kelp?
—Sí —afirmó Kelp—. Tienes razón.
—Exactamente —Greenwood tomó un sorbo de su vodka sour—. Mmm… Riquísimo.
—Éste es un lugar agradable —convino Murch—. Sin embargo, está lejos de mi barrio, como para que me pille de paso. Aunque si estoy en Belt o Grand Central, por qué no. —Bebió un sorbo de su cerveza y le agregó un poquito de sal.
—¿Qué hora es? —preguntó Kelp. Pero cuando Chefwick miró el reloj, Kelp añadió rápidamente—: ¡No me lo digas! No quiero saberlo.
—Si atrapan a Dortmunder —dijo Greenwood—, tendremos que liberarlo, por supuesto. Igual que vosotros, muchachos, me liberasteis a mí.
—Naturalmente —respondió Chefwick, y los otros asintieron.
—Haya conseguido o no el diamante —siguió Greenwood.
—Claro —asintió Kelp—. ¿Qué otra cosa…?
Greenwood suspiró.
—Cuando mi querida madre me dijo que buscara un trabajo estable —contestó—, dudo que fuese esto lo que pensaba.
Murch dijo:
—¿Creéis que alguna vez vamos a conseguir ese diamante? A lo mejor Dios quiere que volvamos al buen camino, y esto es como una amable indirecta.
—Si los cinco trabajos para el mismo diamante son una amable indirecta —respondió Kelp con amargura—, no quiero que se enfade conmigo.
—Sin embargo —expuso Chefwick, estudiando su refresco de cola bajo en calorías—, ha sido muy interesante. Mi primer vuelo en helicóptero, por ejemplo. Y conducir la Pulgarcito fue muy agradable.
—Basta de trabajos interesantes —dijo Murch—. Si todos pensáis lo mismo, desde ahora quiero cosas aburridas. Lo único que deseo es que se abra esa puerta y Dortmunder entre con el diamante en la mano. —Señaló la puerta otra vez, y la puerta se abrió otra vez, y Dortmunder entró con un vaso vacío en la mano.
Todos se quedaron mirándolo. Dortmunder miró el dedo que lo apuntaba, luego se desplazó fuera de la línea de fuego y dio la vuelta a la mesa hasta la silla vacía y la botella de whisky. Se sentó, se sirvió whisky en el vaso y tomó un trago. Todos lo observaban sin pestañear. El silencio era tan profundo que se le oyó tragar.
Miró en torno suyo, a todos ellos. Su cara no tenía expresión; las de ellos, tampoco. Al fin, Dortmunder sonrió.