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El mayor Iko estaba sentado ante su escritorio revolviendo expedientes. Ahí estaba el de Andrew Philip Kelp, el primero con el que se había puesto en contacto al empezar todo el asunto, y ahí estaba el informe sobre John Archibald Dortmunder, con quien se puso en contacto cuando Kelp lo propuso como cabecilla de la operación. También estaba el expediente de Alan George Greenwood; éste lo había pedido en cuanto oyó su nombre en un informativo de televisión sobre el robo. Y ahí estaba ahora el cuarto expediente agregado a lo que se estaba convirtiendo en un abultado fichero, el Fichero Balabomo, el expediente de Eugene Andrew Prosker, procurador.

Era el abogado de Greenwood. El expediente describía a un abogado de cincuenta y tres años, con despacho propio en un abandonado edificio del centro, cerca de los juzgados, y con una mansión con varias hectáreas arboladas en una zona de Connecticut extremadamente cara y selecta. E. Andrew Prosker, como decía llamarse, tenía las pertenencias típicas de un hombre rico, incluyendo dos caballos de carreras, de los que era el único dueño, en un establo de Long Island y un apartamento en la Calle 63 Este para una amante rubia de quien creía ser el único dueño. Tenía una turbia reputación en el Tribunal de Justicia Penal, y sus clientes se encontraban entre los más desacreditados de la sociedad, pero formalmente no se había presentado ninguna querella contra él y, dentro de ciertos límites específicos, aparentaba ser de confianza. Como dijo un ex cliente sobre Prosker, «yo confiaría en dejar a Andy solo con mi hermana toda una noche, pero sólo si ella no llevara más de quince centavos encima».

Las tres fotos del informe mostraban un hombre panzudo y de abundantes mofletes, con una desvaída sonrisa alegre que implicaba laxitud de cuerpo y espíritu. Los ojos resultaban demasiado opacos a causa de su expresión, en todas las fotos, como para poder verlos con claridad. Era difícil relacionar esa despreocupada sonrisa de colegial con los datos del expediente.

Al mayor le encantaban los informes. Le gustaba tocarlos, barajarlos, releer los documentos, estudiar las fotos. Eso le daba una sensación de solidez, de algo familiar y conocido. Los informes eran como mantas protectoras. Es cierto que no eran funcionales en sentido estricto, puesto que no servían para abrigarle físicamente, pero sí mitigaban con su presencia el miedo a lo desconocido.

El secretario, con la luz reflejándose en sus gafas, abrió la puerta y anunció:

—Dos caballeros quieren verlo, señor. El señor Dortmunder y el señor Kelp.

El mayor guardó los informes en un cajón.

—Hágalos pasar —dijo.

Kelp parecía no haber cambiado cuando entró airosamente en el despacho, pero Dortmunder parecía más flaco y cansado que antes, aunque ya estaba flaco y cansado cuando empezó el trabajo.

—Bueno, aquí lo traigo —dijo Kelp.

—Ya veo —contestó el mayor, poniéndose de pie—. ¡Qué alegría volver a verle, señor Dortmunder! —agregó, preguntándose si le ofrecería la mano.

—Espero que así sea —dijo Dortmunder, sin dar la impresión de que esperara un apretón de manos. Se dejó caer en una silla, puso las manos sobre las rodillas y agregó—: Kelp me ha comentado que tenemos otra posibilidad.

—Mejor de lo que le anticipamos —respondió el mayor. Kelp también había tomado asiento, así que el mayor se volvió a sentar tras el escritorio. Apoyó los codos y dijo—: Francamente, llegué a sospechar que usted se había quedado con el diamante.

—No quiero un diamante —respondió Dortmunder—. Pero tomaría un poco de whisky.

El mayor, sorprendido, dijo:

—Por supuesto. ¿Kelp?

—No me gusta ver a un hombre beber solo —contestó Kelp—. A los dos nos gusta con un poco de hielo.

El mayor inició el gesto de pulsar el timbre para llamar a su secretario, pero la puerta se abrió antes y entró el secretario:

—Señor, un tal Prosker está aquí —anunció.

—Pregúntele qué quiere tomar —dijo el mayor.

El secretario pareció un poco confundido.

—¿Señor?

—Whisky y hielo para estos dos caballeros y un escocés fuerte para mí, con agua.

—Sí, señor.

—Y haga pasar al señor Prosker.

—Sí, señor.

El secretario se retiró y el mayor oyó un vozarrón: «¡Jack Daniels!». Estuvo a punto de buscar en sus informes cuando se acordó de que ese Jack Daniels era una marca de whisky norteamericano.

Un instante después entró Prosker a grandes pasos, sonriendo, llevando un portafolios negro y diciendo:

—Caballeros, me he retrasado. Espero que esto no nos lleve mucho tiempo. Usted es el mayor Iko, supongo.

—Señor Prosker. —El mayor se levantó y estrechó la mano que le tendía el abogado. Reconoció a Prosker por las fotos del expediente, pero ahora supo qué era lo que las fotos eran incapaces de mostrar, ese algo que llenaba el vacío entre la apariencia despreocupada de Prosker y su tempestuoso historial. Eran los ojos de Prosker. La boca sonreía, decía palabras y adormecía a todo el mundo, pero los ojos ocultaban su expresión y observaban sin mostrar ninguna emoción.

El mayor hizo las presentaciones, y Prosker entregó a Dortmunder y a Kelp su tarjeta, diciendo:

—Por si me necesitan en algún momento, aunque, por supuesto, espero que no se dé el caso. —Se rió entre dientes y guiñó el ojo. Se sentaron de nuevo, pero cuando ya estaban a punto de empezar a hablar entró el secretario con las bebidas en una bandeja. Por fin, una vez que hubo salido el secretario y con la puerta cerrada de nuevo, Prosker dijo:

—Señores, rara vez aconsejo a mis clientes algo que no sea legal, pero con su amigo Greenwood he hecho una excepción. «Alan —le dije—, le aconsejo que ate unas cuantas sábanas y se largue de aquí». Señores, Alan Greenwood fue capturado con las manos en la masa, como se dice, y como ustedes saben. No le encontraron encima el diamante, pero tampoco lo necesitaban. Andaba trotando por el Coliseo con un uniforme de guardia y fue identificado por media docena de guardias como uno de los hombres que se hallaban en las proximidades del Diamante Balabomo en el preciso momento del robo. Tienen a Greenwood en sus manos; no puedo hacer nada por él, y se lo he dicho. Su única esperanza es desaparecer del lugar.

Dortmunder preguntó:

—¿Y qué pasa con el diamante?

Prosker extendió las manos.

—Dice que se lo llevó con él. Dice que su socio Chefwick se lo puso en la mano; dice que lo escondió antes de ser capturado, y dice que ahora se encuentra oculto en un lugar seguro que nadie, salvo él, conoce.

Dortmunder dijo:

—Y el pacto consiste en sacarlo de ahí para que nos dé el diamante y lo compartamos entre todos, como antes.

—Eso es.

—Y usted será el enlace.

Prosker sonrió.

—Dentro de ciertos límites —dijo—. Tengo que protegerme a mí mismo.

—¿Por qué? —preguntó Dortmunder.

—¿Por qué? Porque no quiero que me metan en prisión, no quiero que me quiten el cargo y no quiero ocupar una celda junto a la de Greenwood.

Dortmunder negó con la cabeza.

—No, lo que quiero decir es que para qué se necesita un enlace. ¿Por qué se va a arriesgar usted?

—Ah, bueno. —La sonrisa de Prosker se moderó—. Uno hace lo que puede por sus clientes. Y, por supuesto, si logran rescatar al joven Greenwood, podrá pagarme unos honorarios mucho más altos por mis servicios legales.

—Digamos servicios ilegales, en este caso —dijo Kelp y soltó una carcajada.

Dortmunder se volvió hacia el mayor:

—Y nosotros continuamos con el contrato, ¿no es así?

El mayor asintió de mala gana.

—Esto se ha vuelto más costoso de lo que había previsto —comentó—, pero supongo que tengo que seguir adelante.

—No se ponga nervioso, mayor —dijo Dortmunder.

—Quizá no se dé cuenta, Dortmunder —respondió el mayor—, pero Talabwo no es un país rico. El producto nacional bruto no llega ni siquiera a los doce millones de dólares. No nos podemos permitir el lujo de mantener delincuentes extranjeros, como hacen otros países.

Dortmunder se encrespó.

—¿Qué países, mayor?

—No digo nombres.

—¿Qué está insinuando, mayor?

—Bueno, bueno —dijo Prosker jovialmente—, dejémonos de reivindicaciones nacionales. Estoy seguro de que todos nosotros somos patriotas a pesar de nuestras diferencias, pero lo importante, por el momento, es Alan Greenwood y el Diamante Balabomo. Tengo algunas cosas… —Tomó su portafolios, lo puso sobre las rodillas, abrió el cierre y levantó la tapa—. ¿Le puedo dar esto, Dortmunder?

—¿Qué es esto?

—Algunos planos que dibujó Greenwood del interior de la cárcel, algunas fotos del exterior que tomé yo mismo, una lista de sugerencias de Greenwood sobre los movimientos de los guardianes, y cosas así. —Prosker extrajo tres abultados sobres de su portafolios y se los tendió a Dortmunder.

Charlaron un rato más, esencialmente para matar el tiempo mientras acababan sus bebidas, y después se levantaron, se estrecharon las manos y se fueron. El mayor Iko se quedó en su despacho, mordiéndose el interior de la mejilla, cosa que hacía con frecuencia cuando estaba enfadado consigo mismo o preocupado.

En ese momento estaba enfadado consigo mismo y preocupado. Había sido un error decirle a Dortmunder lo pobre que era Talabwo. Dortmunder se había distraído a causa de su chauvinismo en ese momento, pero ¿no lo recordaría más adelante y empezaría a hacerse preguntas?, ¿empezaría a atar cabos?

El mayor se acercó a la ventana y miró hacia la Quinta Avenida y el parque. Generalmente, esa vista le daba placer, sabiendo cuán costosa era y cuántos millones de seres humanos dispersos por el mundo no podían permitirse ese lujo, pero en estos momentos estaba demasiado preocupado como para gozar de placeres egoístas. Vio a Dortmunder y a Kelp y a Prosker salir del edificio, los vio charlar brevemente en la acera, vio a Prosker reír, les vio estrecharse la mano, vio a Prosker llamar un taxi y lo vio partir, vio a Dortmunder y a Kelp cruzar la calle y entrar en el parque. Caminaban lentamente por un sendero asfaltado. Una bandada de niños pululaba a su alrededor mientras ellos iban charlando. Dortmunder llevaba los tres abultados sobres en la mano izquierda. El mayor Iko los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista.