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Eran las nueve de la noche del miércoles, dos días después de la reunión en el despacho del mayor Iko; Dortmunder entró en el O. J. Bar and Grill y saludó a Rollo, que dijo:
—Me alegra verlo de nuevo.
—¿Hay alguien más por ahí?
—Todos menos el de la cerveza con sal. El otro del whisky ya tiene su vaso.
—Gracias.
Dortmunder siguió caminando hasta el cuarto de atrás, donde Kelp, Greenwood y Chefwick estaban sentados en torno a la mesa redonda, bajo la luz de la verde tulipa metálica. La mesa estaba cubierta con las pruebas de que se estaba planeando un delito: fotografías y bocetos y hasta planos de la Calle 46, de la Quinta Avenida y de una sucursal del Capitalists & Immigrants National Bank (cuya imagen publicitaria en televisión era un perro pastor alemán con el lema «Deje que C & I sea el guía de todos sus intereses bancarios»).
Dortmunder se sentó frente a su vaso vacío, intercambió saludos con los demás y se sirvió un poco de whisky. Bebió, posó el vaso y preguntó:
—¿Y bien? ¿Qué pensáis?
—Malo —contestó Kelp.
—Pésimo —respondió Greenwood.
—Estoy de acuerdo —dijo Chefwick—. ¿Y tú qué piensas, Dortmunder?
Se abrió la puerta y entró Murch. Todos dijeron hola y él anunció:
—Esta vez me equivoqué. —Se sentó en la silla vacante y agregó—: Pensé que podría resultar una buena idea tomar por la avenida Pennsylvania hasta el Interborough, y luego, del bulevar Woodhaven al bulevar Queens y el puente de la Calle 59, pero no resultó. Te encuentras con un tráfico terrible, especialmente en el bulevar Queens; los coches van circulando, pero ocupan todos los carriles para hacerlo, así que te pillan todos los semáforos. Si no, habría llegado antes de tiempo.
—La pregunta es: ¿qué piensas del asunto del banco? —dijo Dortmunder.
—Bueno, no podemos preparar la fuga, eso es seguro. La Calle 46 es dirección única hacia el sur, lo que nos da solamente la mitad de las direcciones acostumbradas; eso para empezar. También está el problema de los semáforos. Hay un semáforo en cada uno de los cruces de Manhattan y los pillas siempre en rojo. Si tiras por la 46 hacia Madison, te quedas en mitad de la calle. Si vas hacia el sur por la Quinta Avenida, puedes circular sin interrupción, porque hay semáforos sincronizados, pero lo están para permitir circular a unos treinta y cinco kilómetros por hora, y no se puede escapar a treinta y cinco por hora.
—¿Y qué pasa por la noche?
—Hay menos tráfico, pero los mismos semáforos. Y siempre hay policías dando vueltas por el centro, así que no conviene saltarse ningún semáforo. Y si lo haces, aparece un policía en las primeras diez manzanas. Imposible preparar una fuga en coche, ni de noche ni de día.
—¿El helicóptero otra vez? —preguntó Greenwood.
—He pensado en ello, pero no sirve —contestó Kelp—. Es un edificio de cuarenta y seis pisos, con el banco en la planta baja. No se puede aterrizar con el helicóptero en la calle, y si aterrizáramos en la terraza tendríamos que escapar por el ascensor, y eso tampoco resultaría, porque lo único que la policía tendría que hacer sería cortar la corriente del ascensor con nosotros dentro y pescarnos como a sardinas en lata.
—Claro —dijo Murch—. No hay forma de preparar una fuga desde la Calle 46 y la Quinta Avenida.
Dortmunder asintió con la cabeza y preguntó a Chefwick:
—¿Y qué pasa con las cerraduras?
Chefwick sacudió la cabeza:
—Todavía no he bajado al sótano, pero por lo que he podido ver en la puerta principal, no tiene el tipo de cerradura que se pueda forzar con ganzúa. Haría falta una carga explosiva, quizá barrenar. Mucho tiempo…, y mucho ruido.
Dortmunder asintió de nuevo y miró a Kelp y a Greenwood:
—¿Alguna sugerencia? ¿Alguna idea?
Kelp dijo:
—Pensé en la posibilidad de horadar las paredes, pero es imposible. Échale un vistazo a este plano, aquí; como ves, el sótano no sólo es subterráneo, rodeado de rocas, cables telefónicos, redes eléctricas, tuberías de agua y Dios sabe cuántas cosas más, sino que, además, las paredes tienen dos metros y medio de espesor, de hormigón armado, con alarmas que suenan en la comisaría del distrito.
—Me he pasado algún tiempo calculando qué podría pasar si entráramos directamente con las armas gritando: «¡Esto es un atraco!» —dijo Greenwood—. En primer lugar, nos sacarían fotos, lo que en otro momento no me molestaría, pero sí en pleno asalto. Además, todos los empleados del banco tienen timbres de alarma al alcance de los pies en su puesto de trabajo. Aparte de eso, la escalera que da al sótano está siempre cerrada, a menos que haya alguien bajando por motivos legales. Hay dos puertas cerradas, con una antesala en medio, y las dos puertas nunca están abiertas al mismo tiempo. Y también pienso que hay algo más, aunque no sé de qué se trata. Aun cuando pudiéramos preparar un plan de fuga, desde allí no podría realizarse.
—Así es —convino Dortmunder—. He llegado a la misma conclusión que vosotros, muchachos. Sólo quería oíros por si a alguno se le había ocurrido algo que se me hubiera pasado por alto.
—No —contestó Chefwick.
—¿Quieres decir que no hay solución? —preguntó Kelp—. ¿Abandonamos? ¿No se puede hacer el trabajo?
—No he dicho eso —repuso Dortmunder—. No he dicho que el trabajo no se pueda hacer. Pero lo que todos hemos dicho es que ninguno de nosotros puede hacerlo. No es un lugar para un asalto directo. Hemos conseguido de Iko camiones, un helicóptero, una locomotora, y estoy seguro de que podemos conseguir de él todo lo que necesitemos. Pero nada de lo que pueda darnos resolverá el problema. Podría darnos un tanque y no nos ayudaría.
—Porque nunca podríamos fugarnos en él —añadió Murch.
—Es cierto.
—Aunque sería divertido conducir uno —murmuró Murch, pensativo.
—Espera un minuto, Dortmunder —dijo Kelp—, si dices que ninguno de nosotros puede llevar a cabo este trabajo, estás diciendo que el trabajo no se puede hacer. ¿Qué diferencia hay? Estamos acabados.
—No, no lo estamos —contestó Dortmunder—. Somos cinco y ninguno de nosotros podría sacar el diamante del banco. Pero eso no quiere decir que nadie en el mundo pueda hacerlo.
—¿Quieres decir que incorporemos a alguien nuevo?…
—Quiero decir que tendríamos que conseguir un especialista. Esta vez necesitamos a alguien de fuera; lo traeremos.
—¿Qué clase de especialista? —preguntó Greenwood, y Kelp insistió:
—¿Quién?
—Miasmo el Grande —respondió Dortmunder.
Se hizo un corto silencio, y luego todos sonrieron.
—¿Quieres decir que utilizaremos a Prosker?
—Yo no confiaría en Prosker —dijo Dortmunder. Todos dejaron de sonreír y se miraron confundidos. Chefwick preguntó:
—¿Si no es Prosker, quién?
—Un empleado del banco —contestó Dortmunder. Todos volvieron a sonreír.